Aured
Vagaba el mago por la ciudad ígnea, de vuelta a casa. Regresaba a su apartamento tras la jornada de trabajo en el almacén, demasiado anestesiado y cubierto de polvo como para sentir que odiaba la rutina. El suyo era el tipo de trabajo que esclavizaba sin que uno se diera cuenta, porque incluso llegaba uno a disfrutar su mecánica mientras reponía una caja y otra, mientras empujaba el carrito con más cajas y al tiempo con la música que tocase bramando a todo trapo en los auriculares. No se quejaría tampoco. No era un trabajo que exigiera más esfuerzo que unas cuantas funciones cerebrales en modo automático, y por otro lado resistencia al agotamiento.
Atardecía en oro y plomo sobre la ciudad. Se cruzó en su camino con algún que otro rostro cansado parecido al suyo, con algunas diferencias pero con la misma máscara de alienación. Surfeando la imaginación mínima, uno vería, entornando los ojos, un desfile de zombies con caretas anti-gas en un mundo post-apocalíptico colonizado por la contaminación y la naturaleza muerta. Se sorprendió pensando en eso el mago y sonriendo, con un aleteo de resignación en el pecho mientras seguía andando.
Algo atrapó su atención no obstante, inopinadamente. Un destello extraño de color entre la grisicitud. Recordaba que en esa misma esquina de la calle paralela a la suya había habido hasta hacía poco un herbolario –“El árbol de las mariposas”, se llamaba-, pero al parecer les había ido mal a las dos brujas hermanas que llevaban el negocio, y lo habían cerrado. Varios meses había permanecido el local con los cristales empañados en blanco y un rótulo de "se traspasa” en el escaparate, y sin embargo ahora la fachada se veía resplandeciente. Una nueva tienda había sido inaugurada en el local, y Aured –tal era el nombre del mago- sintió un escalofrío porque tal pareciera que la hubieran armado de un día para otro, incluso de la noche a la mañana más bien. De hecho, parecía como si “El árbol de las mariposas” jamás hubiera existido, y este otro establecimiento llamado “Arcana Verum” –o al menos así se leía en grandes letras doradas sobre negro- hubiera estado siempre ahí. Tal vez simplemente no se había fijado, aunque pasaba Aured todos los días por ahí. Pero quizá esa era la consecuencia de caminar mirando al suelo o al cielo, o a la nada: no darse uno cuenta de las cosas.
Le atrajo la tienda inmediatamente y no supo exactamente por qué. Como polilla atrapada sin remedio por foco incandescente, desvió su camino habitual para acercarse a la fachada.
El cristal del escaparate de Arcana Verum estaba tan limpio que parecía inexistente. Tras él, la composición que se podía observar era, cuando menos, estrambótica. Bajo una pareja de símbolos enormes que recordaban vagamente a la cruz gamada, suspendidos en el centro, se veía un curioso muestrario rigurosamente ordenado: cajitas cúbicas de diferentes tamaños con caracteres grabados en oro, pirámides en escalera, un modelo anatómico de algo entre el ojo de Horus y la glándula pineal –o una parte del cerebro que recordaba vagamente a un ojo-, bolas de cristal y mazos de cartas.
Atardecía en oro y plomo sobre la ciudad. Se cruzó en su camino con algún que otro rostro cansado parecido al suyo, con algunas diferencias pero con la misma máscara de alienación. Surfeando la imaginación mínima, uno vería, entornando los ojos, un desfile de zombies con caretas anti-gas en un mundo post-apocalíptico colonizado por la contaminación y la naturaleza muerta. Se sorprendió pensando en eso el mago y sonriendo, con un aleteo de resignación en el pecho mientras seguía andando.
Algo atrapó su atención no obstante, inopinadamente. Un destello extraño de color entre la grisicitud. Recordaba que en esa misma esquina de la calle paralela a la suya había habido hasta hacía poco un herbolario –“El árbol de las mariposas”, se llamaba-, pero al parecer les había ido mal a las dos brujas hermanas que llevaban el negocio, y lo habían cerrado. Varios meses había permanecido el local con los cristales empañados en blanco y un rótulo de "se traspasa” en el escaparate, y sin embargo ahora la fachada se veía resplandeciente. Una nueva tienda había sido inaugurada en el local, y Aured –tal era el nombre del mago- sintió un escalofrío porque tal pareciera que la hubieran armado de un día para otro, incluso de la noche a la mañana más bien. De hecho, parecía como si “El árbol de las mariposas” jamás hubiera existido, y este otro establecimiento llamado “Arcana Verum” –o al menos así se leía en grandes letras doradas sobre negro- hubiera estado siempre ahí. Tal vez simplemente no se había fijado, aunque pasaba Aured todos los días por ahí. Pero quizá esa era la consecuencia de caminar mirando al suelo o al cielo, o a la nada: no darse uno cuenta de las cosas.
Le atrajo la tienda inmediatamente y no supo exactamente por qué. Como polilla atrapada sin remedio por foco incandescente, desvió su camino habitual para acercarse a la fachada.
El cristal del escaparate de Arcana Verum estaba tan limpio que parecía inexistente. Tras él, la composición que se podía observar era, cuando menos, estrambótica. Bajo una pareja de símbolos enormes que recordaban vagamente a la cruz gamada, suspendidos en el centro, se veía un curioso muestrario rigurosamente ordenado: cajitas cúbicas de diferentes tamaños con caracteres grabados en oro, pirámides en escalera, un modelo anatómico de algo entre el ojo de Horus y la glándula pineal –o una parte del cerebro que recordaba vagamente a un ojo-, bolas de cristal y mazos de cartas.
Aured se preguntó si la tienda sería también un herbolario. Y se rio, porque a juzgar por lo que veía expuesto en el escaparate no lo era, pero al mismo tiempo era fácil pensar que también venderían hierbas ahí. A él le dio pena que cerrara en su día “El árbol de las mariposas”; había ido a comprar allí más de una vez, al principio por mera curiosidad, luego terminando por aficionarse a las barritas de incienso, a los tés e incluso a los aceites esenciales de aromaterapia. Se preguntó si tendrían algo de eso en esta nueva tienda (¡o tal vez libros!), y esa pregunta fue la excusa perfecta para entrar sin más. Y es que cualquiera que regresara a casa como autómata necesitaría tal vez una excusa para cambiar de rumbo, pero bueno, afortunadamente, se leía un rótulo en la puerta del establecimiento que decía “abierto” bien claro a pesar de la hora tardía.
Según abrió la puerta para entrar, le golpeó en la cara la fragancia agradable del opio flotando en el aire, discreta pero presente a potencia máxima. En contraste con el frío del exterior, el ambiente era cálido y acogedor bajo el resplandor anaranjado y tenue de la lámpara que colgaba del techo. Una lámpara cuya pantalla de hierro forjado estaba perforada en innumerables agujeros, de modo que motas y arabescos de luces y sombras decoraban las paredes y besaban el suelo de madera encerada.
Aured se quedó un poco en shock, porque de hecho no recordaba que “el árbol de las mariposas” fuese un espacio tan amplio. Pero claro, seguramente la disposición del mobiliario y los enseres influían en esa apreciación.
Caminó hacia el centro de la estancia, donde se levantaba un pilar que le llegaría aproximadamente por la cintura, coronado por un penacho de fuego violeta. Una llama de buen tamaño y absolutamente real –o al menos tenía ese aspecto-, que danzaba bajo una campana de cristal, metacrilato o algo semejante que la contenía.
No se veía a nadie por las inmediaciones, y eso le gustó a Aured porque se sintió lo bastante cómodo como para moverse y mirar a gusto. Al menos hasta que el propietario del lugar advirtiese su presencia, si acaso no lo había hecho aún.
Se apartó del hipnotizante fuego violeta para acercarse a una esquina donde se veían una serie de objetos que a primera vista catalogó de “steam punk”: demasiado fantásticos para considerar que servirían para algo, pero demasiado hermosos para llamarlos zarandajas o baratijas. Entramados de tuberías acodadas terminadas en bujías, provistas de manivelas y ruedas; mecanos, golpeadores, péndulos y demás mecanismos oscilatorios de diversos tamaños, todo ello junto a una mesa donde se desplegaban una serie de pequeños objetos que recordaban vagamente a relojes de bolsillo, o tal vez a brújulas, o a una mezcla entre ambas cosas.
En aquella mesa larga donde estaban los falsos relojes, había también una nutrida colección de cristales de cuarzo que componían la ciudad de cristal más maravillosa del mundo. Drusas de amatista de buen tamaño, generadores de cristal de roca, cristales tabulares, catedrales translúcidas con nubes dévicas y chamánicas en su interior que parecían dibujar rostros o paisajes de hielo. Aured no creía saber mucho de cristales, pero le gustaba mirarlos.
—¿Te gustan los cristales? —preguntó entonces una voz afable tras él.
No que Aured brincase del susto, porque al fin y al cabo era de esperar que el propietario o la propietaria de la tienda se presentaría, pero estaba tan absorto con todo lo que veía que aquella pregunta le pilló por sorpresa.
Se giró despacio para responder a quien había hablado, encontrándose frente a un sujeto que se le antojó tan extraño y ¿elegante? como la tienda misma. Se trataba de un hombre vestido con una túnica blanca, un poco más alto que él pero de constitución más estrecha. Llevaba el largo cabello, casi tan blanco como la túnica, recogido en una trenza que se aventuraba cayendo tras su espalda, aunque, desde donde estaba, el mago no podía verla en plena longitud. Los rasgos del rostro del hombre eran suaves pero rotundos al mismo tiempo: nariz recta que se ensanchaba ligeramente en su tramo final, labios finos, boca grande tallada a cincel. Se podría decir que era un hombre "guapo", aunque eso no dejaría de ser una apreciación relativa que dependería del canon de belleza en un momento y lugar determinado.
Había algo perturbador en aquel hombre, y Aured tardó un poco en darse cuenta. Al principio pensó que se trataba de su mirada, pero, más que la forma de mirar, lo que le descentraba eran puramente los ojos del sujeto. Ojos penetrantes y ligeramente rasgados, de color amarillo -no verde amarillento o tonalidad miel, sino amarillo, como el amarillo opalescente de la piedra de fuego-, iris grandes como dos discos que en aquel momento se mantenían fijos en él, no obstante serenos y sin llegar a escrutarle. Joder, ¿acaso llevaba lentillas el tipo? Definitivamente habría de llevarlas, porque ese resplandor y ese color no eran naturales. Por fortuna, el mago no vislumbró las orejas puntiagudas, cargadas de piercings y ocultas tras los mechones blancos que se escapaban de la trenza, porque, de haberlo hecho, quizá habría salido corriendo.
Según abrió la puerta para entrar, le golpeó en la cara la fragancia agradable del opio flotando en el aire, discreta pero presente a potencia máxima. En contraste con el frío del exterior, el ambiente era cálido y acogedor bajo el resplandor anaranjado y tenue de la lámpara que colgaba del techo. Una lámpara cuya pantalla de hierro forjado estaba perforada en innumerables agujeros, de modo que motas y arabescos de luces y sombras decoraban las paredes y besaban el suelo de madera encerada.
Aured se quedó un poco en shock, porque de hecho no recordaba que “el árbol de las mariposas” fuese un espacio tan amplio. Pero claro, seguramente la disposición del mobiliario y los enseres influían en esa apreciación.
Caminó hacia el centro de la estancia, donde se levantaba un pilar que le llegaría aproximadamente por la cintura, coronado por un penacho de fuego violeta. Una llama de buen tamaño y absolutamente real –o al menos tenía ese aspecto-, que danzaba bajo una campana de cristal, metacrilato o algo semejante que la contenía.
No se veía a nadie por las inmediaciones, y eso le gustó a Aured porque se sintió lo bastante cómodo como para moverse y mirar a gusto. Al menos hasta que el propietario del lugar advirtiese su presencia, si acaso no lo había hecho aún.
Se apartó del hipnotizante fuego violeta para acercarse a una esquina donde se veían una serie de objetos que a primera vista catalogó de “steam punk”: demasiado fantásticos para considerar que servirían para algo, pero demasiado hermosos para llamarlos zarandajas o baratijas. Entramados de tuberías acodadas terminadas en bujías, provistas de manivelas y ruedas; mecanos, golpeadores, péndulos y demás mecanismos oscilatorios de diversos tamaños, todo ello junto a una mesa donde se desplegaban una serie de pequeños objetos que recordaban vagamente a relojes de bolsillo, o tal vez a brújulas, o a una mezcla entre ambas cosas.
En aquella mesa larga donde estaban los falsos relojes, había también una nutrida colección de cristales de cuarzo que componían la ciudad de cristal más maravillosa del mundo. Drusas de amatista de buen tamaño, generadores de cristal de roca, cristales tabulares, catedrales translúcidas con nubes dévicas y chamánicas en su interior que parecían dibujar rostros o paisajes de hielo. Aured no creía saber mucho de cristales, pero le gustaba mirarlos.
—¿Te gustan los cristales? —preguntó entonces una voz afable tras él.
No que Aured brincase del susto, porque al fin y al cabo era de esperar que el propietario o la propietaria de la tienda se presentaría, pero estaba tan absorto con todo lo que veía que aquella pregunta le pilló por sorpresa.
Se giró despacio para responder a quien había hablado, encontrándose frente a un sujeto que se le antojó tan extraño y ¿elegante? como la tienda misma. Se trataba de un hombre vestido con una túnica blanca, un poco más alto que él pero de constitución más estrecha. Llevaba el largo cabello, casi tan blanco como la túnica, recogido en una trenza que se aventuraba cayendo tras su espalda, aunque, desde donde estaba, el mago no podía verla en plena longitud. Los rasgos del rostro del hombre eran suaves pero rotundos al mismo tiempo: nariz recta que se ensanchaba ligeramente en su tramo final, labios finos, boca grande tallada a cincel. Se podría decir que era un hombre "guapo", aunque eso no dejaría de ser una apreciación relativa que dependería del canon de belleza en un momento y lugar determinado.
Había algo perturbador en aquel hombre, y Aured tardó un poco en darse cuenta. Al principio pensó que se trataba de su mirada, pero, más que la forma de mirar, lo que le descentraba eran puramente los ojos del sujeto. Ojos penetrantes y ligeramente rasgados, de color amarillo -no verde amarillento o tonalidad miel, sino amarillo, como el amarillo opalescente de la piedra de fuego-, iris grandes como dos discos que en aquel momento se mantenían fijos en él, no obstante serenos y sin llegar a escrutarle. Joder, ¿acaso llevaba lentillas el tipo? Definitivamente habría de llevarlas, porque ese resplandor y ese color no eran naturales. Por fortuna, el mago no vislumbró las orejas puntiagudas, cargadas de piercings y ocultas tras los mechones blancos que se escapaban de la trenza, porque, de haberlo hecho, quizá habría salido corriendo.
Padma
El hombre de cabellos blancos no tenía ni idea de quién era el visitante que acababa de entrar y, sin embargo, reconoció al mago en cuanto le vio. Supo también, al primer vistazo, que el mago ya no recordaba. No recordaba que había sido mago y no sabía que aun lo seguía siendo; estaba casi seguro de ello.
Se lamentó por esa costumbre suya de salir de la nada, haciendo el mínimo ruido con los pies descalzos. El pobre cliente tenía cara de susto ahora, Sagrado Totem de Manon.
—Dime que no te he asustado...—le dijo, aventurando un paso hacia él y tendiéndole la mano—Mi nombre es Padma. Bienvenido a... mi tienda.
Uh. Se sentía raro decir eso, pero todo fuera por la normalidad de una presentación acorde con lo que el visitante tal vez esperaría.
Se lamentó por esa costumbre suya de salir de la nada, haciendo el mínimo ruido con los pies descalzos. El pobre cliente tenía cara de susto ahora, Sagrado Totem de Manon.
—Dime que no te he asustado...—le dijo, aventurando un paso hacia él y tendiéndole la mano—Mi nombre es Padma. Bienvenido a... mi tienda.
Uh. Se sentía raro decir eso, pero todo fuera por la normalidad de una presentación acorde con lo que el visitante tal vez esperaría.