Cassandra
Lo primero que vio al despertar fueron sus ojos. El impacto de esa mirada que parecía danzar en fuego y hielo se grabaría en su mente de por vida, lo mismo que la certeza de estar felizmente acorralada. No veía su boca, pero, por el resplandor en aquellas pupilas que la penetraban, sabía que el ser estaba sonriendo.
—Cassandra—la llamó el demonio por su nombre, susurrando.
Ella no pudo responder, pero sabía que no era necesario decir una palabra. Cuando sus retinas se acostumbraron a la oscuridad de la habitación, pudo ver la sonrisa torva que él esbozaba mostrando los dientes. Hubiera jurado que podía palpar en el aire la fragancia de su impulso y de su hambre.
—Has venido a divertirte, Cassandra. Recuérdalo.
La mirada de ella descendió por la dulce rudeza del rostro, consiguiendo desengancharse de aquellos ojos como el cielo y el infierno y alcanzando la recta nariz labrada a cincel, las fosas nasales expandiéndose en disimulado aleteo para olfatearla. Progresó a los marcados pómulos, y después a esa sonrisa de medio lado tras la cual se ocultaba la glotonería de la victoria, la mano ganadora de póker desde que la partida empezó. Una sonrisa de fiera simpática, depredadora pero en cierto punto amable; una sonrisa que resultaría cómplice si ambos estuvieran vibrando en la misma longitud de onda dentro de aquel juego.
Siguió bajando con los ojos al afilado mentón y al cuello, a la amplitud de las clavículas y al torso descubierto del ser, perlado de discreto sudor, que se movía hacia arriba y hacia abajo en cada inhalación y exhalación. Continuó de forma irremediable hacia el ombligo y descendió por la fina línea de vello hasta el pubis, deteniéndose allí y reprimiendo un jadeo acorde con el chispazo de vida que sintió entre las piernas. Tenía la suerte de poder ver los dos rabos del ser desde la cama donde estaba acostada, gracias a que tras la criatura había un espejo de cuerpo entero que le ofrecía cada rincón a carta descubierta: tanto veía apuntando hacia ella el falo enhiesto y humedecido, cuyo tronco duro precisaría ser masturbado a dos manos o más, como la cola de látigo negro terminado en punta de flecha que se mantenía suspendida sobre el suelo, balanceándose contenida tras los talones aparentemente humanos del ser.
—¿Te estoy asustando? —inquirió él con un rizo de diversión en la voz—Dime, ¿venías buscando un amante romántico? No me dijeron eso en recepción.
Cassandra tragó saliva. No, claro que no quería un amante romántico; esos tiempos de besos entre pétalos de rosas ya pasaron. Bueno, los pétalos de rosa no estaban mal, pero venía buscando precisamente lo que tenía delante: un monstruo famélico de hambre, dispuesto a comérsela y a atormentarla, capaz de dejarla satisfecha y bien follada por todos los agujeros físicos y no físicos. Y perfectamente podía hacerlo en un lecho de pétalos de rosa, sí; lo mismo que en el suelo o contra la pared, o vaya, seguro que este cabrón era capaz de darle duro contra el techo incluso. No poseía alas como Maddox, pero esa cola de látigo era larga y parecía tener una fuerza tremenda.
Le costó un poco hablar para contestar a la pregunta. Aunque algo le decía que podía perfectamente callarse, su orgullo le impulsaba a responder.
—No quiero un amante romántico—admitió, con la voz quebrada a su pesar.
—Entonces, ¿te gusta lo que ves?
Ella asintió un par de veces, trabada de nuevo en aquellos ojos que ahora mostraban un resplandor rubí, de alguna forma ensombrecido por el más brillante fulgor negro.
—¿Vas a decirme lo que quieres, puta? ¿O te lo tendré que sacar?
“Puta”. Esa palabra desató un nuevo trallazo entre los muslos de Cassandra y ella sonrió. Era cierto que había ido allí precisamente a divertirse. "Puta" era solo una palabra que se perdía en la oscuridad de lo innombrable; "puta" era solo el principio, la punta del iceberg respecto a cómo quería sentirse.
—Apágame el fuego que tengo en el coño—siseó—si es que eres capaz. Y diviértete tú también.
—¿Qué te hace pensar que puedes tutearme como a Maddox, perra del infierno? —un destello de broma bailó en la mirada del demonio mientras este avanzaba hacia la cama. Su mirada continuaba fija en la presa, no obstante, con estática frialdad y calor asfixiante al mismo tiempo. Si no hubiera deseo sexual inflamando el ambiente y las paredes no rezumaran feromonas, aquella mirada resultaría espeluznante.
—No sé su nombre, señor. Y para algo te estoy pagando—añadió ella con lo que pretendía ser un deje de sorna en la temblorosa voz.
El ser soltó una risita entre dientes y extendió el brazo, colocando la amplia palma de su mano sobre la cabeza de Cassandra. Dado que ella no parecía dispuesta a hablar, tendría que proceder a leer sus fantasías in situ, directamente de la fuente primigenia mientras eran construidas en tiempo real. Muchos humanos disfrutaban con aquel juego, y por su parte, qué decir, era un privilegio.
—Ah, sí. Me vas a pagar por hacerte daño—masculló, aunque dulcificó el tono a medida que observaba la película que le llegaba a través de la piel de la mano. Presionó levemente como intentando hacer más contacto y entorno los ojos fulgurantes— Y lo comprendo, porque no te mereces otra cosa. Vaya vida de mierda tienes.
Cassandra rio con nerviosismo mientras sus propios dedos tanteaban la humedad entre sus piernas por puro impulso. Era condenadamente agradable el cosquilleo de la mano ajena en su coronilla, penetrando e interpenetrando pensamientos. Era aquel un acto suave de desnudarla y violarla ahí mismo simplemente con tocar, transmitiendo apenas una salva de pulsaciones eléctricas casi imperceptibles. Podía sentir ahora esa sonrisa inalterable, eso sí, invadiendo por ser invitada a su mente en plena jornada de puertas abiertas, reaccionando sin aspavientos a sus más pútridos secretos de alcantarilla que ahora desfilarían ante los ojos del demonio como florida parada de monstruos. Producía alivio en cierto sentido que esta criatura viera lo que ella jamás podría contar a nadie, se daba cuenta de ello. Mientras pensaba en esto y se recreaba en la singular caricia invasora, sus ojos se detuvieron en las botas que calzaba la alta figura que ahora estaba tan cerca de ella –al parecer la única indumentaria que llevaba-, de punta roma y maciza, negras y recorridas por hebillas hasta el borde bajo la rodilla de él. Hubiera jurado que hacía un momento iba descalzo… aunque era fácil simplemente imaginar en aquel universo onírico de Inferno, o quién podría saber si la copa de Unseelie que tomó al llegar estaba demasiado cargada.
—Cassandra—la llamó el demonio por su nombre, susurrando.
Ella no pudo responder, pero sabía que no era necesario decir una palabra. Cuando sus retinas se acostumbraron a la oscuridad de la habitación, pudo ver la sonrisa torva que él esbozaba mostrando los dientes. Hubiera jurado que podía palpar en el aire la fragancia de su impulso y de su hambre.
—Has venido a divertirte, Cassandra. Recuérdalo.
La mirada de ella descendió por la dulce rudeza del rostro, consiguiendo desengancharse de aquellos ojos como el cielo y el infierno y alcanzando la recta nariz labrada a cincel, las fosas nasales expandiéndose en disimulado aleteo para olfatearla. Progresó a los marcados pómulos, y después a esa sonrisa de medio lado tras la cual se ocultaba la glotonería de la victoria, la mano ganadora de póker desde que la partida empezó. Una sonrisa de fiera simpática, depredadora pero en cierto punto amable; una sonrisa que resultaría cómplice si ambos estuvieran vibrando en la misma longitud de onda dentro de aquel juego.
Siguió bajando con los ojos al afilado mentón y al cuello, a la amplitud de las clavículas y al torso descubierto del ser, perlado de discreto sudor, que se movía hacia arriba y hacia abajo en cada inhalación y exhalación. Continuó de forma irremediable hacia el ombligo y descendió por la fina línea de vello hasta el pubis, deteniéndose allí y reprimiendo un jadeo acorde con el chispazo de vida que sintió entre las piernas. Tenía la suerte de poder ver los dos rabos del ser desde la cama donde estaba acostada, gracias a que tras la criatura había un espejo de cuerpo entero que le ofrecía cada rincón a carta descubierta: tanto veía apuntando hacia ella el falo enhiesto y humedecido, cuyo tronco duro precisaría ser masturbado a dos manos o más, como la cola de látigo negro terminado en punta de flecha que se mantenía suspendida sobre el suelo, balanceándose contenida tras los talones aparentemente humanos del ser.
—¿Te estoy asustando? —inquirió él con un rizo de diversión en la voz—Dime, ¿venías buscando un amante romántico? No me dijeron eso en recepción.
Cassandra tragó saliva. No, claro que no quería un amante romántico; esos tiempos de besos entre pétalos de rosas ya pasaron. Bueno, los pétalos de rosa no estaban mal, pero venía buscando precisamente lo que tenía delante: un monstruo famélico de hambre, dispuesto a comérsela y a atormentarla, capaz de dejarla satisfecha y bien follada por todos los agujeros físicos y no físicos. Y perfectamente podía hacerlo en un lecho de pétalos de rosa, sí; lo mismo que en el suelo o contra la pared, o vaya, seguro que este cabrón era capaz de darle duro contra el techo incluso. No poseía alas como Maddox, pero esa cola de látigo era larga y parecía tener una fuerza tremenda.
Le costó un poco hablar para contestar a la pregunta. Aunque algo le decía que podía perfectamente callarse, su orgullo le impulsaba a responder.
—No quiero un amante romántico—admitió, con la voz quebrada a su pesar.
—Entonces, ¿te gusta lo que ves?
Ella asintió un par de veces, trabada de nuevo en aquellos ojos que ahora mostraban un resplandor rubí, de alguna forma ensombrecido por el más brillante fulgor negro.
—¿Vas a decirme lo que quieres, puta? ¿O te lo tendré que sacar?
“Puta”. Esa palabra desató un nuevo trallazo entre los muslos de Cassandra y ella sonrió. Era cierto que había ido allí precisamente a divertirse. "Puta" era solo una palabra que se perdía en la oscuridad de lo innombrable; "puta" era solo el principio, la punta del iceberg respecto a cómo quería sentirse.
—Apágame el fuego que tengo en el coño—siseó—si es que eres capaz. Y diviértete tú también.
—¿Qué te hace pensar que puedes tutearme como a Maddox, perra del infierno? —un destello de broma bailó en la mirada del demonio mientras este avanzaba hacia la cama. Su mirada continuaba fija en la presa, no obstante, con estática frialdad y calor asfixiante al mismo tiempo. Si no hubiera deseo sexual inflamando el ambiente y las paredes no rezumaran feromonas, aquella mirada resultaría espeluznante.
—No sé su nombre, señor. Y para algo te estoy pagando—añadió ella con lo que pretendía ser un deje de sorna en la temblorosa voz.
El ser soltó una risita entre dientes y extendió el brazo, colocando la amplia palma de su mano sobre la cabeza de Cassandra. Dado que ella no parecía dispuesta a hablar, tendría que proceder a leer sus fantasías in situ, directamente de la fuente primigenia mientras eran construidas en tiempo real. Muchos humanos disfrutaban con aquel juego, y por su parte, qué decir, era un privilegio.
—Ah, sí. Me vas a pagar por hacerte daño—masculló, aunque dulcificó el tono a medida que observaba la película que le llegaba a través de la piel de la mano. Presionó levemente como intentando hacer más contacto y entorno los ojos fulgurantes— Y lo comprendo, porque no te mereces otra cosa. Vaya vida de mierda tienes.
Cassandra rio con nerviosismo mientras sus propios dedos tanteaban la humedad entre sus piernas por puro impulso. Era condenadamente agradable el cosquilleo de la mano ajena en su coronilla, penetrando e interpenetrando pensamientos. Era aquel un acto suave de desnudarla y violarla ahí mismo simplemente con tocar, transmitiendo apenas una salva de pulsaciones eléctricas casi imperceptibles. Podía sentir ahora esa sonrisa inalterable, eso sí, invadiendo por ser invitada a su mente en plena jornada de puertas abiertas, reaccionando sin aspavientos a sus más pútridos secretos de alcantarilla que ahora desfilarían ante los ojos del demonio como florida parada de monstruos. Producía alivio en cierto sentido que esta criatura viera lo que ella jamás podría contar a nadie, se daba cuenta de ello. Mientras pensaba en esto y se recreaba en la singular caricia invasora, sus ojos se detuvieron en las botas que calzaba la alta figura que ahora estaba tan cerca de ella –al parecer la única indumentaria que llevaba-, de punta roma y maciza, negras y recorridas por hebillas hasta el borde bajo la rodilla de él. Hubiera jurado que hacía un momento iba descalzo… aunque era fácil simplemente imaginar en aquel universo onírico de Inferno, o quién podría saber si la copa de Unseelie que tomó al llegar estaba demasiado cargada.