Dentro de mi armario hay un espejo. Estoy frente al espejo, y no voy a huir. Podría huir a la cocina, a mi estómago; al salón, al sofá… pero no quiero hacerlo. Es fácil no hacerlo, porque el espejo está en todas partes.
Ahora estoy mirando mi reflejo con curiosidad, y admito que quizás con un punto de morbosidad también. No etiquetaría como “narcisismo” lo que me ocurre, porque no estoy enamorado de lo que veo, ni deslumbrado ni enajenado, o eso quiero creer. Aunque, tal vez, “lucidez” sea semejante ahora a un estado de enajenación transitoria.
El espejo me muestra varias cosas. A ratos una criatura de algún modo “frágil”; frágil como un cuerpo. Un caparazón que protege partes blandas. Glándulas que rezuman química, en ocasiones purulenta. Me he preguntado, viendo esto, cómo soy capaz de comunicarme con palabras.
Viendo este bicho en el espejo no es fácil “caerse bien”. Caerse bien o caerse mal no es muy importante ahora, sin embargo. El corazón, de algún modo, sabe que este bicho no es más que una imagen en un espejo: algo con lo que me identifico. Tengo curiosidad por esta metamorfosis inadvertida (¿acaso siempre, siempre ha estado ahí, dentro del armario? Ni siquiera creo que haya sido tan gradual como para no darme cuenta. Simplemente ya estaba ahí). Comprendo profundamente a Samsa, es lo poco que puedo decir.
No es duro verlo. En realidad no. No hay drama. Hasta podría reír. Ni siquiera compadezco al bicho.
Pero también podría llorar, porque sí compadezco a los que aman a esta criaturita. O más bien porque no sé… ¡no sé cómo pueden llegar a hacerlo! (río otra vez). ¿Tal vez es que solo la veo yo?
No todas las cosas que me muestra el espejo son asquerosas. Me muestra todo lo que no significa, todo lo que no ES, todo lo inane que ahora –con esto que llaman “pandemia”, “virus”, “confinamiento”- CAE. En pocas palabras (vuelvo a reír, y ya lo lamento), todo aquello inanimado sobre lo que algunos pensaban que se sustentaba el mundo. Digo “algunos” no como alarde de pedantería, sino como grito aun frustrado, porque yo ya sabía que nada de lo que ahora cae sustenta al mundo, ni lo ha sustentado nunca. Es el tipo de cosa que temes que te apedreen si la dices. No es que entre yo ahora en euforia por confirmar lo que ya sabía, pero ya lo sabía. Y son años de negarme, cada segundo, a llamar “mundo” al sistema infecto que ahora cae. Sistema instaurado cuyos cimientos ahora se desmoronan, lo cual era de esperar. Es paradójico que lo material resulta a todo efecto irreal, al menos para sustentar la vida (y es apabullante que pocos nos demos cuenta). El haber tenido conocimiento de esto no es que ahora me regocije, pero si me ayuda a no vivir lo que está ocurriendo con desamparo o desolación. Cosa que agradezco.
El espejo me vuelve a mostrar a la criatura acorazada con partes blandas: es mi anatomía emocional. Primaria, burda, egocéntrica en el dolor. Hay tejido cicatrizado que ni me enorgullece ni me asquea. Muchos años de daño auto-infligido que “yo” ha hecho real en “mí”. También me muestra recuerdos el espejo: sufrimiento anudado en espiral dentro del ombligo. Tengo delante la prueba de estar mentalmente fragmentado, mentira que creo imposible de no creer, al menos aquí. No me produce apenas reacción, de lo cual me alegro.
Viendo esto y no reaccionando (ni siquiera enfadándome o entristeciéndome), comprendo que he perdido del todo la fe en la identidad. No me importa en absoluto que esta cucaracha aparezca y desaparezca en el espejo. Me alegro de que no me importe, porque eso significa que tampoco me importará cuando crea verla en otros también y no recuerde el espejo ni el armario.
¿Es posible, simplemente, no identificarse con lo que uno está viendo? Pues sí.
Desde luego, identificarse con esto no ayuda al mundo (aunque seguramente sí ayudaría al sistema). En esta soledad que no es real, me descuelgo felizmente de dicho sistema en lo que puedo. O por lo menos lo intento, precisamente por no cometer el egoísmo de ser parte nunca más de todo lo que mata en vida a tantas personas, personas que no necesito tener el gusto de conocer para poder sentirlas.
Tengo cualquier cosa menos miedo. Siento impotencia discreta, y cierto pesimismo al pensar que las ruinas se volverán a levantar -la consabida "normalidad" a la que algunos querrán volver-. Y sigo sin concebir que esta criatura acorazada pueda ser amada en caso de que exista. No puedo evitar recaer en esta idea una y otra vez, a cada rato.
Ahora estoy mirando mi reflejo con curiosidad, y admito que quizás con un punto de morbosidad también. No etiquetaría como “narcisismo” lo que me ocurre, porque no estoy enamorado de lo que veo, ni deslumbrado ni enajenado, o eso quiero creer. Aunque, tal vez, “lucidez” sea semejante ahora a un estado de enajenación transitoria.
El espejo me muestra varias cosas. A ratos una criatura de algún modo “frágil”; frágil como un cuerpo. Un caparazón que protege partes blandas. Glándulas que rezuman química, en ocasiones purulenta. Me he preguntado, viendo esto, cómo soy capaz de comunicarme con palabras.
Viendo este bicho en el espejo no es fácil “caerse bien”. Caerse bien o caerse mal no es muy importante ahora, sin embargo. El corazón, de algún modo, sabe que este bicho no es más que una imagen en un espejo: algo con lo que me identifico. Tengo curiosidad por esta metamorfosis inadvertida (¿acaso siempre, siempre ha estado ahí, dentro del armario? Ni siquiera creo que haya sido tan gradual como para no darme cuenta. Simplemente ya estaba ahí). Comprendo profundamente a Samsa, es lo poco que puedo decir.
No es duro verlo. En realidad no. No hay drama. Hasta podría reír. Ni siquiera compadezco al bicho.
Pero también podría llorar, porque sí compadezco a los que aman a esta criaturita. O más bien porque no sé… ¡no sé cómo pueden llegar a hacerlo! (río otra vez). ¿Tal vez es que solo la veo yo?
No todas las cosas que me muestra el espejo son asquerosas. Me muestra todo lo que no significa, todo lo que no ES, todo lo inane que ahora –con esto que llaman “pandemia”, “virus”, “confinamiento”- CAE. En pocas palabras (vuelvo a reír, y ya lo lamento), todo aquello inanimado sobre lo que algunos pensaban que se sustentaba el mundo. Digo “algunos” no como alarde de pedantería, sino como grito aun frustrado, porque yo ya sabía que nada de lo que ahora cae sustenta al mundo, ni lo ha sustentado nunca. Es el tipo de cosa que temes que te apedreen si la dices. No es que entre yo ahora en euforia por confirmar lo que ya sabía, pero ya lo sabía. Y son años de negarme, cada segundo, a llamar “mundo” al sistema infecto que ahora cae. Sistema instaurado cuyos cimientos ahora se desmoronan, lo cual era de esperar. Es paradójico que lo material resulta a todo efecto irreal, al menos para sustentar la vida (y es apabullante que pocos nos demos cuenta). El haber tenido conocimiento de esto no es que ahora me regocije, pero si me ayuda a no vivir lo que está ocurriendo con desamparo o desolación. Cosa que agradezco.
El espejo me vuelve a mostrar a la criatura acorazada con partes blandas: es mi anatomía emocional. Primaria, burda, egocéntrica en el dolor. Hay tejido cicatrizado que ni me enorgullece ni me asquea. Muchos años de daño auto-infligido que “yo” ha hecho real en “mí”. También me muestra recuerdos el espejo: sufrimiento anudado en espiral dentro del ombligo. Tengo delante la prueba de estar mentalmente fragmentado, mentira que creo imposible de no creer, al menos aquí. No me produce apenas reacción, de lo cual me alegro.
Viendo esto y no reaccionando (ni siquiera enfadándome o entristeciéndome), comprendo que he perdido del todo la fe en la identidad. No me importa en absoluto que esta cucaracha aparezca y desaparezca en el espejo. Me alegro de que no me importe, porque eso significa que tampoco me importará cuando crea verla en otros también y no recuerde el espejo ni el armario.
¿Es posible, simplemente, no identificarse con lo que uno está viendo? Pues sí.
Desde luego, identificarse con esto no ayuda al mundo (aunque seguramente sí ayudaría al sistema). En esta soledad que no es real, me descuelgo felizmente de dicho sistema en lo que puedo. O por lo menos lo intento, precisamente por no cometer el egoísmo de ser parte nunca más de todo lo que mata en vida a tantas personas, personas que no necesito tener el gusto de conocer para poder sentirlas.
Tengo cualquier cosa menos miedo. Siento impotencia discreta, y cierto pesimismo al pensar que las ruinas se volverán a levantar -la consabida "normalidad" a la que algunos querrán volver-. Y sigo sin concebir que esta criatura acorazada pueda ser amada en caso de que exista. No puedo evitar recaer en esta idea una y otra vez, a cada rato.