El club de los inmortales
Paz se precipitó escaleras arriba para salir por fin del túnel del metro. Fuera, un atardecer estático y plomizo de invierno estaba esperándola. Se dio cuenta de que había emergido a la calle en el cenit de la hora punta más tardía, a juzgar por el interminable desfile de transeúntes yendo y viniendo. Y se sentía como una isla entre ellos, pero se había acostumbrado a esa sensación, igual que se había habituado al silencio como acolchada carcasa que la envolvía, que la asfixiaba mientras los gritos se desgranaban sin palabras hacia dentro. Así se veía a sí misma, en aquel momento al menos: una persona que era una isla en mitad del tráfico humano; una isla de quien nadie sabía nada, aturdida y ajena al trasiego bajo el pálido cielo arañado por las ramas de los árboles. Naturaleza muerta, o viva tal vez, pero mecánica, varada sobre la acera en plena marejada de rostros en blanco.
Tomó aire y se permitió detenerse un momento, a fin de verificar la dirección anotada en el papel arrugado que llevaba en la mano. No había soltado el dichoso papel en todo el viaje y ni se había dado cuenta. Lo había mantenido fuertemente aferrado entre los dedos, como si la vida le fuera en ello, mientras el tren recorría las tripas de la ciudad. Ahora la hoja se sentía reblandecida y endeble a causa del sudor de su mano, aunque las letras trazadas en ella persistían rotundas: “Malasaña 17, 5º B. Próxima reunión: miércoles 22F, 19,00h.”. Grafías indelebles trazadas por Marta, de sobra resistentes al temporal dentro de una mano cerrada.
“Malasaña 17”. Paz buscó con la mirada el número del portal más cercano y sus ojos tropezaron con el treinta y tres. Vaya, bonita cifra. No estaba demasiado lejos, entonces.
No quería pensar en la reunión a la que por primera vez iba a asistir, y sin embargo no podía evitar hacerlo. No tenía ni la menor idea de lo que allí iba a encontrar, pero el temblor de piernas que le provocaba el miedo a lo desconocido no frenó sus pasos.
Había encontrado el papel de la dirección en la casa de Marta, su hermana, en el dormitorio. Paz fue allí por primera vez en su vida dos días después de que Marta muriera, por petición expresa de la familia, para recoger algunas cosas. No había necesitado cotillear, ni internarse en el desorden de la pequeña habitación, para darse prácticamente de bruces con aquel papelito sobre el escritorio, plegado junto a una carta breve y sentida:
“Gracias, mamá y papá, por traerme a este mundo y por hacer cuanto pudisteis por mí hasta que me marché. Siento haberos decepcionado tanto. Os quiero.
Gracias, Paz, por ser la mejor hermana del universo. Me llevo todo lo que me has enseñado, y te llevo en mi corazón para siempre. Te amo.
Gracias a mis otros hermanos de El Club de los Inmortales, porque somos eternos. Gracias por las alas de ángel, por los ratos de alegría en las reuniones y por todo.
Por favor, festejad cada día como si fuera el último,
y haced a cada momento que la vida sea un festín.”.
Marta había muerto en el hospital. Un tipo de cáncer recalcitrante, extendido y resistente a años de lucha, quimio y radio, se la había llevado por delante. De modo que ella había escrito aquella carta antes de ser ingresada por última vez, porque quizá sabía que no volvería a casa. Y la había dejado a la vista, perfectamente consciente de que sería leída, con la intención de que fuera leída. No en vano la carta iba dirigida a la familia para dar las gracias y decir adiós.
Nadie había sabido que Marta estaba enferma hasta que ella murió. En casa de Paz sonó el teléfono para dar la noticia de su muerte, su madre fue quien contestó. Se enteraron así, de todo. Al principio, la buena mujer creyó que lo que le comunicaban se trataba de algún tipo de broma nefasta. Nadie podía creerlo, ni la madre, ni el padre, ni Paz; ninguno de ellos podría haber jamás imaginado algo así. Llegaron incluso a amenazar con demandar al hospital -como si eso pudiera reparar lo irreparable-, pero nada se podía hacer contra la indicación precisa de una paciente mayor de edad, y en plenas facultades mentales hasta el último momento, sobre no informar a su familia de sangre.
Marta había abandonado la casa de sus padres hacía cinco años, por algo más que simples conflictos y desavenencias. Siempre fue “la oveja negra” comparada con el resto de la familia; demasiado hippy, demasiado libre, manteniendo un precario y permanente desequilibrio estable que asustaba, y una actitud de vida con la que sus padres no estaban dispuestos a transigir. Tenía veinte años cuando se fue, y murió antes de cumplir los veintiséis. Se marchó a vivir de alquiler en un apartamento minúsculo, buscó un trabajo, y cortó desde entonces todo lazo y toda comunicación. La familia renegaba y presuponía que allí ella edificaba su felicidad sin contar con nadie más… y tal vez así era. Mamá la visitó un par de veces, pero dejó de ir a verla porque cada vez que lo hacía volvían a discutir.
Estaba claro que Marta quería que la carta fuera leída. Era lógico pensar que ella había querido asegurarse así de que mamá, papá y Paz no albergaran la más mínima duda de que habían sido amados. Bueno, y también esa otra gente… los “otros hermanos”, a los que se había referido como “El Club de los Inmortales”.
Cuando encontró la carta, por una fracción de segundo Paz se preguntó si Marta también querría que aquel papelito donde había una dirección, una fecha y una hora, fuera asimismo encontrado. Y se había dado cuenta de que había una palabra común entre la carta y el papel: “reunión/reuniones”. Fue sencillo atar los cabos más primarios, de modo que, aun en pleno proceso (vano) de asimilación de la muerte de Marta, Paz se había llevado el papelito consigo sin pensar.
Había dado vueltas en su cabeza en torno a aquella anotación. Si Marta quería que el papel fuera encontrado, sería porque precisamente querría también que ella –seguro que ella, no mamá ni papá- fueran a aquel lugar, a la hora señalada de ese día. Paz pensó de inicio que ir allí era una gran locura… pero, al mismo tiempo, no podía evitar verle todo el sentido del mundo. Era como seguir el único rastro que había dejado Marta, después de despedirse por carta, después de dejarles fuera de su proceso de enfermedad y de abandonarles a darse de cara con su muerte.
Paz estaba enfadada con Marta por esto. No entendía cómo ella había sido capaz de ocultarlo todo, de callar algo así, de dejar a la familia aparte. O, bueno, entenderlo lo entendía… a su pesar, pero aceptarlo era difícil. Y Marta se había ido, y ya no había forma de reconstruir, ni de arreglar “conflictos” o “desavenencias”, porque ya no volvería. Y Marta la había privado a ella, su hermana pequeña –dios, decía en la carta que le había enseñado cosas, ¿acaso estaba de cachondeo?- de acompañarla, de cuidarla, de compartir dolor y de permanecer a su lado. ¡De buena gana Paz lo hubiera hecho! ¡Sin dudarlo hubiera estado ahí, hasta el punto de fuga en el mismísimo horizonte final!
De buena gana hubiera estado a su lado, sí. Pero no lo había hecho, y ni siquiera había buscado a Marta. Paz se sentía culpable por esto, ¿era que acaso necesitaba una enfermedad para pensar en estar junto a su hermana? ¿Por qué no se inquietó nunca, o por qué no la buscó a pesar de inquietarse? ¿Por orgullo, por ira? Tenía ira, sí, porque todo el tiempo la había echado de menos. Porque Marta se había largado de casa sin más y la había dejado sola. Porque estar con papá y mamá, y estar sin ella, era para Paz lo mismo que estar sola en una puñetera y maldita isla desierta dentro de la casa familiar. Incluso sentía que odiaba esa casa, y esto no tenía nada que ver con querer a sus padres, porque por supuesto les quería.
Al final había decidido no luchar contra sí misma. Se había dejado llevar hasta la boca de metro, había subido al tren subterráneo con la sensación de estar flotando fuera de su propio cuerpo, y había recorrido así una estación tras otra sin dejar de pensar en Marta… hasta el único lugar donde le parecía que, por quién sabía qué inescrutable designio de cuáles dioses, podría volver a encontrarse con ella. Al fin y al cabo, si su hermana llamaba a aquella gente “el Club de los Inmortales”, sería porque ella seguía allí… de alguna manera desconocida para Paz. Qué estupidez pensar esto, ¿verdad? Casi tan estúpido como tener fe, o muy parecido. Bueno, de cualquier manera, Paz se agarró a la cuerda de esta “estupidez” y no quiso soltarla.
Sin darse cuenta, pensando en todo (y “todo” enmarañado no es más que una gigantesca nube de “nada”), sus pasos la habían llevado ante el portal señalado con el número diecisiete. Dio un brinco interno del susto al percatarse, y se detuvo en seco, por un momento trastabillando en su ánimo sin saber qué hacer.
Finalmente, subió el pequeño escaloncito del portal, y alargó los dedos temblorosos hacia el botón del quinto piso en el portero automático. “5º B”.
Al minuto sonó un crepitar fuerte en respuesta, y la puerta se estremeció con un zumbido. Quien fuera la persona al otro lado, abrió sin más y sin pronunciar palabra.
Paz se introdujo en el vestíbulo en sombras del antiguo edificio. Le daba aprensión la jaula herrumbrosa del ascensor, de modo que se preparó para gastar adrenalina subiendo los cinco tramos de escalera correspondientes.
Llegando al quinto piso, alcanzó a ver una delgada línea de luz desde la puerta entornada. Le asaltó el pensamiento súbito de si estaría en peligro real, ¿quizá había hecho una locura yendo allí, pero una locura de verdad? A lo mejor estas personas no estaban bien de la cabeza, ¿y si estaba a punto de meterse en la guarida de unos asesinos? ¿Y si eran algún tipo de hermandad extraña, o una secta? Después de todo, ¿qué sabía de ellos? Absolutamente nada.
Pero había llegado hasta ahí, y algo –tal vez intuición- le indujo a no salir corriendo.
—¡Bienvenida! —saludo desde la puerta una voz desenfadada, a cuyo portador Paz aun no podía ver—Qué puntual has llegado.
Al llegar arriba, se quedó parada a un paso del umbral, incapaz de sostener por un momento la mirada del joven que había hablado. Se trataba de un chico alto de pelo castaño, se podría decir que bastante guapo, con una zona sobre-elevada y oscurecida llena de abultamientos que ocupaban la mitad derecha de su cara. Paz estudiaba segundo curso en la escuela de enfermería de Cruz Roja, e inmediatamente supo que tenía ante sí un sarcoma de Kaposi en toda regla. Bueno, que tenía ante sí a un hombre con un sarcoma de Kaposi en la cara.
—Jo. Cómo te pareces a Cangrejo. Ella nos ha hablado muchísimo de ti.
¿Cangrejo?
Insegura, Paz saludó cómo pudo, sin atreverse aun a dar un paso al frente. El joven sonrió. Sus ojos negros brillaron cuando hizo un giro con la mano; un movimiento breve y un tanto teatral, agitando los cinco dedos frente a las propias señales faciales como si trazara una media máscara imaginaria.
—Soy Phantom. “The Phaaantom of the Opera is here…”—canturreó en tono de chanza, extendiendo luego el brazo hacia Paz en una invitación tácita para un apretón de manos.
—Phantom… encantada.
Por reflejo, Paz le dio la mano, y correspondió con suavidad al apretón firme y elástico del chico.
—Ya sabes. El virus del amor, y sus mierdas—dijo él con total naturalidad, asumiendo, tal vez, que su cara era algo así como una carta de presentación obligada de la que no podría desprenderse. Dio un pasito lateral para apartarse en un caballeroso gesto, a fin de que ella pudiera pasar a la vivienda—Bueno, o más bien, un amigo muy puñetero y cabrón del virus del amor, pero en fin… qué importa. Parece que regalo algo, porque todos vienen a quedarse…
Con “todos” se refería a virus, bacterias y otros organismos, aunque eso no le pareció que fuera cuestión de especificarlo.
Al parecer, a Phantom le gustaba hablar por los codos, porque siguió haciéndolo mientras caminaba por el estrecho pasillo cubierto con una alfombra trenzada en colores pastel.
—Cierra la puerta, Paz, por favor. Porque te llamas Paz, ¿verdad? Sígueme, es por aquí. Eh, horda—añadió, elevando un poco el tono de voz hacia la segunda puerta a la izquierda—Ya ha venido la hermana de Cangrejo.
El pasillo olía a madera barnizada y a café. Paz siguió los pasos del llamado Phantom, quien la guio y la instó a cruzar la puerta de cristal amarillo que daba al pequeño saloncito de la casa: una estancia confortable y suavemente iluminada, de techos altos y paredes tapizadas de estanterías. Libros y más libros por todas partes, una réplica de El Beso de Klimt en la pared, otra de algún mundo imposible de M.C Escher sobre la chimenea encendida. En una esquina, se veía un escritorio tipo buró, sobre cuya superficie descansaba una máquina de escribir electrónica y un flexo plateado. En el centro de la sala, más o menos, una mesita de café se elevaba como atalaya atestada de objetos: un par de ceniceros, un juego de altavoces para escuchar música desde un teléfono móvil y unas cuantas tazas de diversos diseños, tamaños y colores. Rodeando la mesita, se veían dispuestos dos sofás de aspecto mullido y un sillón de orejas, donde se acomodaban aquellos que Marta llamaba “inmortales” como ella.
Un hombre también joven, con barba incipiente y gafitas cuadradas, se levantó del asiento que ocupaba y fue hacia Paz, esbozando una tímida sonrisa.
—Encantado, Paz. Soy Julio.
—¿La horda? ¿Qué sandez es esa de la horda, qué va a pensar la pobre? Ni que fuéramos monstruos.
La que acababa de susurrar aquello era una mujer nervuda y extremadamente delgada, de edad indefinida y con una larga melena color caoba, que se acurrucaba cerca de la chimenea en uno de los sofás más grandes, con una enorme manta escocesa sobre los escuálidos hombros.
Paz trató de hacerse una composición de lugar lo más rápido posible. No quiso ser descortés fijando la mirada en las personas allí reunidas, pero no pudo evitar un somero barrido visual por lo menos, deteniéndose por una fracción de segundo en cada uno de ellos.
Junto a la mujer esquelética que se calentaba cerca de la chimenea, alcanzó a ver a un muchacho que apenas tendría veinte años, con la mirada estática en el suelo, el ceño fruncido como si quisiera perforar el encerado parqué con los ojos.
—Amor primero, Amor verdadero—gorjeó entonces una sonriente anciana que, inexplicablemente, tenía cara de niña—Solo Amor verdadero.
—Esta es Amor—dijo el llamado Julio, refiriéndose a la mujeruca en el sillón. A Paz le pareció que había ilusión en su voz al presentársela.
—Amor verdadero—asintió ella, levantando ambas manos mecánicamente como para anidar un pajarito en su pecho—Amor primero. Conchita.
La sonrisa de Julio se amplió. Era la anciana la única que allí decía su nombre de verdad, y lo hacía cada dos por tres, pero ninguno de ellos lo utilizaba para referirse a ella. Conchita, la madre del hombre sentado ahí mismo con ella, siempre sería Amor entre aquellos muros.
—Joder, ¿no os vais a presentar? —intervino Phantom, un tanto abruptamente pero sin perder la cordialidad—Es la hermana de Cangrejo, vamos, joder.
La mujer delgada que se sentaba más cerca de la chimenea miró a Paz sin sonreír, e hizo un bucle en el aire con los dedos índice y medio por delante de su cara.
—Etérea—dijo a modo de presentación, acompañando al signo—Phantom, ¿por qué no te callas?
Phan le caía bien a Etérea, pero ella no soportaba el mangoneo.
—Te jodes. Incluso si esta mierda me atranca la lengua algún día, pienso seguir hablando hasta reventar.
—No caerá la breva con que revientes, nos reventarás antes los oídos a los demás…—gruñó la mujer, dándole después un breve codazo al chaval sentado a su lado, como para sacarle de su propio mundo.
El chico levantó la mirada y tampoco sonrió a Paz.
—Fantasma—musitó, llevando ambas manos extendidas a su rostro como para taparse los ojos durante un instante.
—Ah… todos… todos tenemos un símbolo gestual o... bueno, un símbolo además de nuestro nombre—terció el llamado Julio. Se refería al nombre elegido, claro, no al que figuraba en el DNI—un símbolo porque no siempre… no siempre queremos o podemos hablar.
Se tocó el propio pecho al decir esto, proyectando la palma de la mano hacia delante después. Ese era el símbolo de Julio: el toque de largo alcance del corazón (a simple esbozo, claro).
—Ya veo…
Paz estaba sin palabras, poco a poco atando cabos en su mente sin darse cuenta (“Cangrejo”). Se preguntó si aquellas reuniones serían una especie de terapia de grupo, y si el tal Julio podría ser el psicólogo que las coordinaba o alguna figura semejante. No se atrevió a preguntarlo, de cualquier modo.
—Boreal—dijo una chica sonriente que se sentaba al lado de Fantasma. Vestía un jersey morado que le quedaba un par de tallas más grande, haciendo juego con un mechón de cabello del mismo color sobre su frente. Su símbolo personal era un collar de cuentas de colores que rodeaba su cuello, y descansaba sobre su pecho. O al menos eso fue lo que, al presentarse, ella señaló con un movimiento de la mano, rápido y un tanto desproporcionado.
—Boreal, Aurora—anunció Amor categóricamente desde su sillón, asintiendo con la cabeza—Aurora Boreal.
—Shh, mamá… hay que guardar el secreto—susurró el hombre sentado al lado de la anciana, inclinándose para darle un suave beso en la sien. Era un tipo de constitución estrecha, cercano a quedarse calvo, vestido con una camisa de cuadros en diversos tonos marrones—Nauta—sonrió después a Paz para presentarse, haciendo el gesto de una pequeña ola con la mano derecha.
—Hay que guardar el secreto—repitió la anciana con seriedad—Aurora. Booooreal.
En fin, qué decir. Todo el mundo tenía derecho a hacer lo que le diera la puñetera gana allí, siempre que se salvaguardasen dos cosas: el respeto reclamado por cada uno, y los secretos. Pero esto no rezaba para Amor, quien, a sus casi ochenta años, hacía lo que le daba la gana incluso con los secretos (y obviamente no podía ser de otro modo, debido a la avanzada demencia de origen vascular que padecía). No que a Boreal le fuera a importar que alguien dijera en voz alta su nombre real –“Aurora”-, de cualquier modo.
—Amor primero, Amor verdadero. Margarita. Margarito, fill de puto.
—Ah, je, je. Bueno… Paz, ¿quieres… quieres sentarte? ¿Quieres tomar un café? ¿O un té, tal vez?
Según hubo formulado Julio aquellas palabras, se escuchó de pronto un estruendo terrible en algún lugar al fondo del pasillo. Y, a continuación, un grito que casi hizo temblar las paredes.
—¡¡¡Hijos de puta, sacadme del baño!!!
Por primera vez, Fantasma sonrió de medio lado. Etérea se sobresaltó en el sofá, y Phantom se levantó como impulsado por un resorte, seguido de Boreal.
—La ostia, el Chero. Que me olvidé de que estaba cagando…
—Tranqui, voy contigo. Boreal, no deberías cargar peso.
—Pero estoy bien, Julio—insistió ella, sin disimular que se tambaleaba un poco. Después de todo, no iba a cargarse ella sola al Cherokee sobre la espalda, y no se sentía especialmente cansada aquella tarde. Adoraba a Julio, pero no llevaba del todo bien que él se empeñase en cuidarla constantemente como si fuera una pieza frágil de lladró.
—Venga, en serio. Entre Phan y yo podemos. En serio, quédate.
Salieron ambos escopetados hacia el cuarto de baño, presumiblemente al rescate del llamado Chero, quien continuaba barbotando blasfemias entre tanto:
—Puta mala madre, me cago en los cojones del toro y me cago en la santa iglesia. Puta y maldita casa, que no tiene una jodida baranda en el váter para que el minusválido de turno pueda cagar a gusto, ¡jo-der!
Paz terminó tomando asiento por mera educación frente a Boreal, quien también cedió a regañadientes a sentarse.
—No es mala persona, solo se altera con facilidad—masculló Etérea, diluyendo la mirada en las llamas de la chimenea. Se refería al hombre que blasfemaba a improperio pelado en el baño, entendió Paz.
—Es normal que se altere—siseó Fantasma, resoplando una pequeña risa aspirada—Está amargado, yo también lo estaría si fuera él. Paralizado de cintura para abajo por aplastamiento, lesionado de forma irreversible cuando se precipitó al hueco de un ascensor… Fue un intento de suicidio frustrado, fue todo porque él quiso.
—¡Eh! —sin contemplaciones, Etérea le dio un empujón a Fantasma en el brazo (aunque este ni siquiera se inmutó) —Aquí las mierdas ajenas no se airean, y menos si el afectado no está delante para defenderse.
—Pfff, y de qué se tendría que defender. Ya ves tú. Lo hecho, hecho está.
Etérea suspiró. El agotamiento le estaba pasando factura aquella noche y amenazaba con tumbarla, amordazarla y paralizarla tanto como lo estaban las piernas de Cherokee.
—Airea tu mierda si tienes agallas, pero deja quieta la de los demás. Demonio de niño.
—Ya, pues nada—se encogió de hombros Fantasma—Ningún problema.
Hizo una breve pausa en la que tomó aire, y luego, mirando fijamente a Paz, levantó la mano derecha para señalar.
—Fibromialgia, dicen que tiene. Su familia se lo toma a coña, y ella no puede ni levantar una ceja; cómo va a cuidar de sus hijos, solo mírala. La han echado del trabajo, claro—soltó, apuntando con el dedo hacia Etérea. Después señaló a Boreal—Esclerosis lateral amiotrófica. Aunque está bastante bien, dentro de lo que cabe. Eso sí, no le preguntes cuánto trabajo le costó ensartar las cuentas en el collar que lleva puesto, aun con la ayuda de todos.
Boreal suspiró y se hundió en su asiento, temblando levemente y fijando la mirada en las cuentas de colores que rodeaban su cuello. La cosa de ese collar que tanto amaba -y que era su símbolo personal- había venido por un "ejercicio" de coordinación de movimientos finos (el trabajo de ensartar las bolitas una a una) propuesto en un manual que circulaba por internet, dirigido al "paciente con ELA". Un manual escrito, según Fantasma y Cherokee, por "una recua de enfermer@s sin alma" del hospital no sé qué, que se creían muy listos, que le explicaban a uno como si nada que quizá terminaría con sondas metidas por todos los agujeros, tal que si eso fuera algo absolutamente normal, o con ventilación mecánica invasiva. "Pros y contras, complicaciones de la ventilación mecánica invasiva", le decían al paciente. Una auténtica vergüenza.
El manual era un corolario de salvajadas resabiadas orientadas a la "salud", del "paciente enfermo", escritas en idioma desértico y desprovisto del más mínimo calor humano. Redactado todo como si tal cosa, como si esos "enfermeros" estuvieran hablando de las barbaridades que nadie se extrañaría de tener que practicarle a un frigorífico defectuoso, y diciéndoselo encima al frigorífico defectuoso en cuestión, en la cara. Así le presentaban al paciente su inminente futuro, como diciendo "y qué quieres que haga, si estás enfermo y esto es lo que te va a pasar. Pero no te preocupes, que te diré qué hacer al respecto". "Valoración por patrones", ¡ja! Todo pormenorizadamente explicado, eso sí; cada área de la vida (patrón alimentación, patrón respiración, patrón actividad ejercicio, patrón de sexualidad-reproducción porque hasta en eso se metían) salpicada de mierda. ¿Quién diablos se creía esa gente que era, para hablarle así a otro ser humano? Como si por ir vestiditos de blanco y ser 'embajadores de salud' fueran intocables; como si a ellos no les fuera a pasar nunca la mierda de ponerse enfermos. Como dijo Chero, con toda su rabia: "A ver, imbéciles, si vosotros enfermaseis algún día, necesitaríais precisamente que NO os explicaran las cosas de esta manera. Necesitaríais un amigo, aunque fuera en la distancia, no un loro feliz enumerando mierdas al detalle 'por patrones', y obligándoos a asumir lo que de ahora en adelante será vuestra irreversible 'normalidad' ".
Las enfermeras que había conocido Boreal en la práctica eran un encanto, eso sí. Pero bien era cierto que ese riguroso manual estaba escrito con una falta de empatía repugnante, y desde la más aséptica, insultante y profesional inhumanidad. De hecho, al leerlo, lo desgarrador era -entre otras cosas- darse cuenta de que la falta de humanidad podía ser muy "profesional". Leer el corolario de complicaciones de su enfermedad, de esa forma enumeradas, como las batallas en un libro de texto de historia, había pasado factura psíquica y física tanto en Boreal como en el resto de Inmortales en aquella casa. De hecho, ese collar de cuentas de colores que habían hecho entre todos había sido lo único positivo que habían sacado de aquel extensísimo texto.
—Demencia profunda—continuó Fantasma sin alterarse un ápice, apuntando a Amor—y ahí tienes a su pobre hijo. Y en cuanto a los de allá—señaló en la dirección que habían tomado Phantom y Julio para salir del salón—Síndrome de inmunodeficiencia adquirida, y complicaciones asociadas como herpes y ese sarcoma en la cara. Y el otro, enamorado sin remedio de alguien que ya no va a volver. Tan tarado se ha quedado que fíjate, ha terminado metiendo en su casa a una panda de desgraciados que nos hemos conocido por el twitter.
Sacudió la cabeza y volvió a soltar una carcajada cínica antes de rematar.
—Y yo: un fantasma. Sin histrionismo, sin florituras y sin teatro. Depresión, trastorno mental inespecífico; mis informes psiquiátricos son un poema, no te los quieras perder—le tembló la voz por una milésima de segundo al decir esto, un inoportuno aleteo que pasaría inadvertido a quien no quisiera escucharlo—Adoptado tras una infancia de puta mierda, abandonado dos veces. Vivo aquí desde hace cinco meses, con el gafapasta, porque mis putos padres me han echado de casa. No me aguantan. No me soportan, ni yo a ellos.
Nauta oprimió levemente la mano de su madre, quien cabeceaba en el sillón, y luego se levantó. Caminó despacio hacia Fantasma, quien continuaba su monólogo frente a una atónita Paz.
—Dice Julio que no debemos ligar nuestros problemas a nuestros nombres, porque nosotros no somos nuestros problemas. Pero, sabes, Julio se puede ir a la mierda echando leches. “Phantom”, “Cherokee”, todo eso es mierda… incluso él, “Julio”: la unidad de energía en el sistema internacional. De qué ostias van. Solo tu hermana y yo...—arrugó la nariz y su labio tembló, elevándose hacia arriba ligeramente, en un gesto que tanto podría ser de dolor como de asco—Solo tu hermana, Cangrejo, y yo, tenemos los cojones de poner nuestra desgracia en nuestro nombre. Me importa una mierda si eso es incorrecto o equivocado, ¡somos valientes!
Paz parpadeó. “Tenemos los cojones”. “Somos valientes”. Gracias al poder ominoso del tiempo verbal en presente, sintió que Marta podría salir en cualquier momento de la nada y sonreír diciendo “¡sorpresa!”. No se dio cuenta de que las lágrimas rebosaban ya sus ojos, derramándose en caudal incesante mejillas abajo.
—Eh. Fantasmita—Contra lo que ella esperaba, Nauta se inclinó hacia el chico y le estrechó entre sus brazos suavemente. Un abrazo de padre auténtico, en el que de pronto el chaval no dejaba de temblar—Tranquilo, ¿vale?
—Sí. Tranqui—dijo Boreal, extendiendo torpemente el brazo también hacia él—Tranqui, valiente.
Etérea resopló, reclinándose contra el sofá y cerrando los ojos.
—Aquí la mierda es grande, como ves, Paz. Pero vivimos a pesar de ella—No dijo esto con tono de querer dar una lección de moral, ni tampoco con hastío. Tanteó bajo la manta que le cubría los hombros y sacó un paquete de tabaco—Disculpa si los desahogos son un tanto extraños, nunca sabemos por dónde van a salir las emociones. Joder, estoy agotada.
—Chero quiere una noche grafitera. Me lo ha dicho antes de ir a cagar—le decía Nauta a Fantasma—Os acompañaría, pero ya sabes que yo soy más de museos. Y mi madre no está para trotes delante de la policía, como comprenderás. Pero fijo que Phantom va.
—Ja. Chero no hace grafittis, hace pintadas de mierda—Fantasma arrancó por fin a llorar, aunque al mismo tiempo rio—B-bueno, no. Lo digo por envidia, en verdad. Dibuja de la leche.
—Hey, los dos hacéis unos grafitis geniales, he visto las fotos—sonrió Boreal—¿Os importa que vaya yo, a la noche grafitera?
Fantasma se secó las lágrimas para poder mirarla de hito en hito.
—No estás tú para correr ni para que te metan en el calabozo, ¿sabes? —le espetó, volviendo a reír entre lágrimas—Pero igual le digo al Chero que mejor esta noche vamos al cine. Creo que hay una de terror que mola.
—¡Oh! De terror, sí. Por favor.
—Amor primero, Amor verdadero.
No tardaron mucho en aparecer Julio y Phantom, este último empujando una silla de ruedas monumental donde se sentaba el que era llamado Cherokee. Una silla acorde con el tamaño del mencionado, que era enorme. Cuello fuerte surcado de inflamadas venas, torso amplio, rostro congestionado después de gritar… de cintura para arriba podría pasar por la mala bestia más popular del gimnasio.
—Te he oído, anormal—fue lo primero que dijo, inclinándose hacia Fantasma e irguiéndose lo que podía en la silla. A Paz le pareció estar viendo a un rey poderoso en su colosal trono—Es lesión medular en la cola de caballo, imbécil. Y sí, estoy amargado porque no se me levanta, pero más grave es lo tuyo. Porque a ti sí se te levanta, pero ni sabes qué hacer con ella, ja, ja, ja.
Inexplicablemente, Paz sonrió contemplando aquella escena. Resultaba rocambolesco el contraste, porque el tal Cherokee había dicho aquello con auténtico y brutal afecto, afecto que se reflejaba ahora sin barreras en los ojos de Fantasma. “Amigos”, decía el lenguaje no verbal, a pesar de que Chero parodiaba una postura amenazadora sobre la silla de ruedas. “Amigos de verdad”.
—¿Has estado llorando, gilipollas? —le espetó.
—Qué dices, imbécil.
Julio se recolocó las gafas sobre el puente de la nariz, estudiando disimuladamente el rostro de Fantasma. Era el más joven de todos los inmortales que había en aquella casa, y le había afectado mucho la muerte de Cangrejo. A todos ellos les había dejado bien jodidos, pero Fantasma no terminaba de asimilarlo. Quizá había sido un golpe demasiado duro la visita de Paz; tal vez no era fácil para él mirarla a la cara sin más.
—Oye, Julio. Voy a telefonear a mis hijos, y me acuesto un rato—murmuró Etérea—¿Me dejas algo tuyo para leer?
—Oh. Sí. Claro—respondió él—¿Poemas?
—No, poemas no—no tenía ella el ánimo para poemas en aquel momento, ni ganas de emocionarse demasiado. ¿O tal vez eso último sí? Cualquier texto de Julio la emocionaría, en realidad, pero los poemas podían resultar demoledores hasta los cimientos—¿Tienes el último manuscrito para la asociación española contra el cáncer?
—Oh. Bueno, tengo que corregirlo, pero si no te importa que tenga errores...
—Tus errores son bellos—carcajeó Etérea con cierta amargura—Ah, me temo que necesito ayuda para levantarme del sofá.
Mientras Julio ayudaba a la mujer a levantarse y se disponía a acompañarla a uno de los dormitorios, Nauta dejó un momento a su madre para ir a la cocina. Tocaba reponer bebidas: café para él y para Julio, chocolate caliente para Fantasma, Chero y Amor, té para Boreal, y leche con miel que le llevaría a Etérea al dormitorio. Bueno, y para Paz, lo que ella quisiera.
Continuarían después tal y como fluyeran las cosas, tratando de pasar un rato agradable. Quizá habría tiempo incluso de planear alguna actividad para la semana, y claro, de contar el dinero del bote común que tenían metido en un tarro, para que Fantasma, Chero, Boreal y quien se apuntara pudieran ir al cine aquella noche. Porque era cierto que a pesar de las dificultades vivían, y allí todos vivían porque querían vivir.
Tan cierto como que el sol salía cada día, que eran inmortales. Eternos funambulistas de la incertidumbre. Ningún humano estaba libre de la cuerda floja en realidad, porque cualquier humano podía en cualquier momento enfermar de lo que fuera. La dificultad podía ser entendida de muchas formas, pero estaba claro que aquellas personas no creían en ella como una causa para dejar de respirar, de abrazarse o incluso de reír o llorar. En aquella casa se reía, se lloraba, se escribía, se hablaba o se respetaba el grito tanto como el silencio. Era un paso más allá del “uno para todos y todos para uno”, porque uno eran todos, y todos eran uno. Y la dificultad podía empequeñecerse, lo cual sería motivo de celebración. Y la dificultad podía irse al carajo para no volver nunca, porque quién cerraría la puerta a un milagro, sabiendo que un ser creado desde cero es exactamente eso: un milagro, y quizá, el poder de crear era equivalente al poder de reparar y reconstruir.
—Amor primero, Amor verdadero.
Y la dificultad podía, de igual modo, crecer y crecer… pero, si así ocurría, allí estarían todos para eso también. Para darse apoyo, para acompañarse a la otra habitación o al hospital, o hasta donde alcanzaba la vista en la línea del horizonte, como hicieron con Marta. No que todos los Inmortales allí hubieran renegado de su familia de sangre, pero la vida les había llevado a encontrarse y ahora constituían en sí una familia elegida. Todo humano tiene una familia de sangre y una familia elegida, y la segunda no necesariamente excluye a la primera, ni viceversa.
Al despedirse, Paz le preguntó a Julio si podría volver. Casi le dio risa al sentirse, de pronto, fuera de lugar en lo tocante a los Inmortales por no estar enferma. Pero todos los humanos eran inmortales, y todos los humanos podían encontrar dificultades, así que esa sensación se esfumó de un plumazo tan rápido como llegó.
Claro que podría volver, le aseguró el escritor. Siempre que quisiera. “Aquí tienes tu casa”, le dijo, y no era la primera vez que formulaba esa frase.
Julio entregó a Phantom las llaves de su furgoneta para que dejaran a Paz en su casa de camino al cine. Antes de que esta marchara, le mostró el vuelo del renacer con las manos, juntando los pulgares y oscilando levemente las palmas como si fueran alas: el símbolo del ángel inmortal de Cangrejo.
Tomó aire y se permitió detenerse un momento, a fin de verificar la dirección anotada en el papel arrugado que llevaba en la mano. No había soltado el dichoso papel en todo el viaje y ni se había dado cuenta. Lo había mantenido fuertemente aferrado entre los dedos, como si la vida le fuera en ello, mientras el tren recorría las tripas de la ciudad. Ahora la hoja se sentía reblandecida y endeble a causa del sudor de su mano, aunque las letras trazadas en ella persistían rotundas: “Malasaña 17, 5º B. Próxima reunión: miércoles 22F, 19,00h.”. Grafías indelebles trazadas por Marta, de sobra resistentes al temporal dentro de una mano cerrada.
“Malasaña 17”. Paz buscó con la mirada el número del portal más cercano y sus ojos tropezaron con el treinta y tres. Vaya, bonita cifra. No estaba demasiado lejos, entonces.
No quería pensar en la reunión a la que por primera vez iba a asistir, y sin embargo no podía evitar hacerlo. No tenía ni la menor idea de lo que allí iba a encontrar, pero el temblor de piernas que le provocaba el miedo a lo desconocido no frenó sus pasos.
Había encontrado el papel de la dirección en la casa de Marta, su hermana, en el dormitorio. Paz fue allí por primera vez en su vida dos días después de que Marta muriera, por petición expresa de la familia, para recoger algunas cosas. No había necesitado cotillear, ni internarse en el desorden de la pequeña habitación, para darse prácticamente de bruces con aquel papelito sobre el escritorio, plegado junto a una carta breve y sentida:
“Gracias, mamá y papá, por traerme a este mundo y por hacer cuanto pudisteis por mí hasta que me marché. Siento haberos decepcionado tanto. Os quiero.
Gracias, Paz, por ser la mejor hermana del universo. Me llevo todo lo que me has enseñado, y te llevo en mi corazón para siempre. Te amo.
Gracias a mis otros hermanos de El Club de los Inmortales, porque somos eternos. Gracias por las alas de ángel, por los ratos de alegría en las reuniones y por todo.
Por favor, festejad cada día como si fuera el último,
y haced a cada momento que la vida sea un festín.”.
Marta había muerto en el hospital. Un tipo de cáncer recalcitrante, extendido y resistente a años de lucha, quimio y radio, se la había llevado por delante. De modo que ella había escrito aquella carta antes de ser ingresada por última vez, porque quizá sabía que no volvería a casa. Y la había dejado a la vista, perfectamente consciente de que sería leída, con la intención de que fuera leída. No en vano la carta iba dirigida a la familia para dar las gracias y decir adiós.
Nadie había sabido que Marta estaba enferma hasta que ella murió. En casa de Paz sonó el teléfono para dar la noticia de su muerte, su madre fue quien contestó. Se enteraron así, de todo. Al principio, la buena mujer creyó que lo que le comunicaban se trataba de algún tipo de broma nefasta. Nadie podía creerlo, ni la madre, ni el padre, ni Paz; ninguno de ellos podría haber jamás imaginado algo así. Llegaron incluso a amenazar con demandar al hospital -como si eso pudiera reparar lo irreparable-, pero nada se podía hacer contra la indicación precisa de una paciente mayor de edad, y en plenas facultades mentales hasta el último momento, sobre no informar a su familia de sangre.
Marta había abandonado la casa de sus padres hacía cinco años, por algo más que simples conflictos y desavenencias. Siempre fue “la oveja negra” comparada con el resto de la familia; demasiado hippy, demasiado libre, manteniendo un precario y permanente desequilibrio estable que asustaba, y una actitud de vida con la que sus padres no estaban dispuestos a transigir. Tenía veinte años cuando se fue, y murió antes de cumplir los veintiséis. Se marchó a vivir de alquiler en un apartamento minúsculo, buscó un trabajo, y cortó desde entonces todo lazo y toda comunicación. La familia renegaba y presuponía que allí ella edificaba su felicidad sin contar con nadie más… y tal vez así era. Mamá la visitó un par de veces, pero dejó de ir a verla porque cada vez que lo hacía volvían a discutir.
Estaba claro que Marta quería que la carta fuera leída. Era lógico pensar que ella había querido asegurarse así de que mamá, papá y Paz no albergaran la más mínima duda de que habían sido amados. Bueno, y también esa otra gente… los “otros hermanos”, a los que se había referido como “El Club de los Inmortales”.
Cuando encontró la carta, por una fracción de segundo Paz se preguntó si Marta también querría que aquel papelito donde había una dirección, una fecha y una hora, fuera asimismo encontrado. Y se había dado cuenta de que había una palabra común entre la carta y el papel: “reunión/reuniones”. Fue sencillo atar los cabos más primarios, de modo que, aun en pleno proceso (vano) de asimilación de la muerte de Marta, Paz se había llevado el papelito consigo sin pensar.
Había dado vueltas en su cabeza en torno a aquella anotación. Si Marta quería que el papel fuera encontrado, sería porque precisamente querría también que ella –seguro que ella, no mamá ni papá- fueran a aquel lugar, a la hora señalada de ese día. Paz pensó de inicio que ir allí era una gran locura… pero, al mismo tiempo, no podía evitar verle todo el sentido del mundo. Era como seguir el único rastro que había dejado Marta, después de despedirse por carta, después de dejarles fuera de su proceso de enfermedad y de abandonarles a darse de cara con su muerte.
Paz estaba enfadada con Marta por esto. No entendía cómo ella había sido capaz de ocultarlo todo, de callar algo así, de dejar a la familia aparte. O, bueno, entenderlo lo entendía… a su pesar, pero aceptarlo era difícil. Y Marta se había ido, y ya no había forma de reconstruir, ni de arreglar “conflictos” o “desavenencias”, porque ya no volvería. Y Marta la había privado a ella, su hermana pequeña –dios, decía en la carta que le había enseñado cosas, ¿acaso estaba de cachondeo?- de acompañarla, de cuidarla, de compartir dolor y de permanecer a su lado. ¡De buena gana Paz lo hubiera hecho! ¡Sin dudarlo hubiera estado ahí, hasta el punto de fuga en el mismísimo horizonte final!
De buena gana hubiera estado a su lado, sí. Pero no lo había hecho, y ni siquiera había buscado a Marta. Paz se sentía culpable por esto, ¿era que acaso necesitaba una enfermedad para pensar en estar junto a su hermana? ¿Por qué no se inquietó nunca, o por qué no la buscó a pesar de inquietarse? ¿Por orgullo, por ira? Tenía ira, sí, porque todo el tiempo la había echado de menos. Porque Marta se había largado de casa sin más y la había dejado sola. Porque estar con papá y mamá, y estar sin ella, era para Paz lo mismo que estar sola en una puñetera y maldita isla desierta dentro de la casa familiar. Incluso sentía que odiaba esa casa, y esto no tenía nada que ver con querer a sus padres, porque por supuesto les quería.
Al final había decidido no luchar contra sí misma. Se había dejado llevar hasta la boca de metro, había subido al tren subterráneo con la sensación de estar flotando fuera de su propio cuerpo, y había recorrido así una estación tras otra sin dejar de pensar en Marta… hasta el único lugar donde le parecía que, por quién sabía qué inescrutable designio de cuáles dioses, podría volver a encontrarse con ella. Al fin y al cabo, si su hermana llamaba a aquella gente “el Club de los Inmortales”, sería porque ella seguía allí… de alguna manera desconocida para Paz. Qué estupidez pensar esto, ¿verdad? Casi tan estúpido como tener fe, o muy parecido. Bueno, de cualquier manera, Paz se agarró a la cuerda de esta “estupidez” y no quiso soltarla.
Sin darse cuenta, pensando en todo (y “todo” enmarañado no es más que una gigantesca nube de “nada”), sus pasos la habían llevado ante el portal señalado con el número diecisiete. Dio un brinco interno del susto al percatarse, y se detuvo en seco, por un momento trastabillando en su ánimo sin saber qué hacer.
Finalmente, subió el pequeño escaloncito del portal, y alargó los dedos temblorosos hacia el botón del quinto piso en el portero automático. “5º B”.
Al minuto sonó un crepitar fuerte en respuesta, y la puerta se estremeció con un zumbido. Quien fuera la persona al otro lado, abrió sin más y sin pronunciar palabra.
Paz se introdujo en el vestíbulo en sombras del antiguo edificio. Le daba aprensión la jaula herrumbrosa del ascensor, de modo que se preparó para gastar adrenalina subiendo los cinco tramos de escalera correspondientes.
Llegando al quinto piso, alcanzó a ver una delgada línea de luz desde la puerta entornada. Le asaltó el pensamiento súbito de si estaría en peligro real, ¿quizá había hecho una locura yendo allí, pero una locura de verdad? A lo mejor estas personas no estaban bien de la cabeza, ¿y si estaba a punto de meterse en la guarida de unos asesinos? ¿Y si eran algún tipo de hermandad extraña, o una secta? Después de todo, ¿qué sabía de ellos? Absolutamente nada.
Pero había llegado hasta ahí, y algo –tal vez intuición- le indujo a no salir corriendo.
—¡Bienvenida! —saludo desde la puerta una voz desenfadada, a cuyo portador Paz aun no podía ver—Qué puntual has llegado.
Al llegar arriba, se quedó parada a un paso del umbral, incapaz de sostener por un momento la mirada del joven que había hablado. Se trataba de un chico alto de pelo castaño, se podría decir que bastante guapo, con una zona sobre-elevada y oscurecida llena de abultamientos que ocupaban la mitad derecha de su cara. Paz estudiaba segundo curso en la escuela de enfermería de Cruz Roja, e inmediatamente supo que tenía ante sí un sarcoma de Kaposi en toda regla. Bueno, que tenía ante sí a un hombre con un sarcoma de Kaposi en la cara.
—Jo. Cómo te pareces a Cangrejo. Ella nos ha hablado muchísimo de ti.
¿Cangrejo?
Insegura, Paz saludó cómo pudo, sin atreverse aun a dar un paso al frente. El joven sonrió. Sus ojos negros brillaron cuando hizo un giro con la mano; un movimiento breve y un tanto teatral, agitando los cinco dedos frente a las propias señales faciales como si trazara una media máscara imaginaria.
—Soy Phantom. “The Phaaantom of the Opera is here…”—canturreó en tono de chanza, extendiendo luego el brazo hacia Paz en una invitación tácita para un apretón de manos.
—Phantom… encantada.
Por reflejo, Paz le dio la mano, y correspondió con suavidad al apretón firme y elástico del chico.
—Ya sabes. El virus del amor, y sus mierdas—dijo él con total naturalidad, asumiendo, tal vez, que su cara era algo así como una carta de presentación obligada de la que no podría desprenderse. Dio un pasito lateral para apartarse en un caballeroso gesto, a fin de que ella pudiera pasar a la vivienda—Bueno, o más bien, un amigo muy puñetero y cabrón del virus del amor, pero en fin… qué importa. Parece que regalo algo, porque todos vienen a quedarse…
Con “todos” se refería a virus, bacterias y otros organismos, aunque eso no le pareció que fuera cuestión de especificarlo.
Al parecer, a Phantom le gustaba hablar por los codos, porque siguió haciéndolo mientras caminaba por el estrecho pasillo cubierto con una alfombra trenzada en colores pastel.
—Cierra la puerta, Paz, por favor. Porque te llamas Paz, ¿verdad? Sígueme, es por aquí. Eh, horda—añadió, elevando un poco el tono de voz hacia la segunda puerta a la izquierda—Ya ha venido la hermana de Cangrejo.
El pasillo olía a madera barnizada y a café. Paz siguió los pasos del llamado Phantom, quien la guio y la instó a cruzar la puerta de cristal amarillo que daba al pequeño saloncito de la casa: una estancia confortable y suavemente iluminada, de techos altos y paredes tapizadas de estanterías. Libros y más libros por todas partes, una réplica de El Beso de Klimt en la pared, otra de algún mundo imposible de M.C Escher sobre la chimenea encendida. En una esquina, se veía un escritorio tipo buró, sobre cuya superficie descansaba una máquina de escribir electrónica y un flexo plateado. En el centro de la sala, más o menos, una mesita de café se elevaba como atalaya atestada de objetos: un par de ceniceros, un juego de altavoces para escuchar música desde un teléfono móvil y unas cuantas tazas de diversos diseños, tamaños y colores. Rodeando la mesita, se veían dispuestos dos sofás de aspecto mullido y un sillón de orejas, donde se acomodaban aquellos que Marta llamaba “inmortales” como ella.
Un hombre también joven, con barba incipiente y gafitas cuadradas, se levantó del asiento que ocupaba y fue hacia Paz, esbozando una tímida sonrisa.
—Encantado, Paz. Soy Julio.
—¿La horda? ¿Qué sandez es esa de la horda, qué va a pensar la pobre? Ni que fuéramos monstruos.
La que acababa de susurrar aquello era una mujer nervuda y extremadamente delgada, de edad indefinida y con una larga melena color caoba, que se acurrucaba cerca de la chimenea en uno de los sofás más grandes, con una enorme manta escocesa sobre los escuálidos hombros.
Paz trató de hacerse una composición de lugar lo más rápido posible. No quiso ser descortés fijando la mirada en las personas allí reunidas, pero no pudo evitar un somero barrido visual por lo menos, deteniéndose por una fracción de segundo en cada uno de ellos.
Junto a la mujer esquelética que se calentaba cerca de la chimenea, alcanzó a ver a un muchacho que apenas tendría veinte años, con la mirada estática en el suelo, el ceño fruncido como si quisiera perforar el encerado parqué con los ojos.
—Amor primero, Amor verdadero—gorjeó entonces una sonriente anciana que, inexplicablemente, tenía cara de niña—Solo Amor verdadero.
—Esta es Amor—dijo el llamado Julio, refiriéndose a la mujeruca en el sillón. A Paz le pareció que había ilusión en su voz al presentársela.
—Amor verdadero—asintió ella, levantando ambas manos mecánicamente como para anidar un pajarito en su pecho—Amor primero. Conchita.
La sonrisa de Julio se amplió. Era la anciana la única que allí decía su nombre de verdad, y lo hacía cada dos por tres, pero ninguno de ellos lo utilizaba para referirse a ella. Conchita, la madre del hombre sentado ahí mismo con ella, siempre sería Amor entre aquellos muros.
—Joder, ¿no os vais a presentar? —intervino Phantom, un tanto abruptamente pero sin perder la cordialidad—Es la hermana de Cangrejo, vamos, joder.
La mujer delgada que se sentaba más cerca de la chimenea miró a Paz sin sonreír, e hizo un bucle en el aire con los dedos índice y medio por delante de su cara.
—Etérea—dijo a modo de presentación, acompañando al signo—Phantom, ¿por qué no te callas?
Phan le caía bien a Etérea, pero ella no soportaba el mangoneo.
—Te jodes. Incluso si esta mierda me atranca la lengua algún día, pienso seguir hablando hasta reventar.
—No caerá la breva con que revientes, nos reventarás antes los oídos a los demás…—gruñó la mujer, dándole después un breve codazo al chaval sentado a su lado, como para sacarle de su propio mundo.
El chico levantó la mirada y tampoco sonrió a Paz.
—Fantasma—musitó, llevando ambas manos extendidas a su rostro como para taparse los ojos durante un instante.
—Ah… todos… todos tenemos un símbolo gestual o... bueno, un símbolo además de nuestro nombre—terció el llamado Julio. Se refería al nombre elegido, claro, no al que figuraba en el DNI—un símbolo porque no siempre… no siempre queremos o podemos hablar.
Se tocó el propio pecho al decir esto, proyectando la palma de la mano hacia delante después. Ese era el símbolo de Julio: el toque de largo alcance del corazón (a simple esbozo, claro).
—Ya veo…
Paz estaba sin palabras, poco a poco atando cabos en su mente sin darse cuenta (“Cangrejo”). Se preguntó si aquellas reuniones serían una especie de terapia de grupo, y si el tal Julio podría ser el psicólogo que las coordinaba o alguna figura semejante. No se atrevió a preguntarlo, de cualquier modo.
—Boreal—dijo una chica sonriente que se sentaba al lado de Fantasma. Vestía un jersey morado que le quedaba un par de tallas más grande, haciendo juego con un mechón de cabello del mismo color sobre su frente. Su símbolo personal era un collar de cuentas de colores que rodeaba su cuello, y descansaba sobre su pecho. O al menos eso fue lo que, al presentarse, ella señaló con un movimiento de la mano, rápido y un tanto desproporcionado.
—Boreal, Aurora—anunció Amor categóricamente desde su sillón, asintiendo con la cabeza—Aurora Boreal.
—Shh, mamá… hay que guardar el secreto—susurró el hombre sentado al lado de la anciana, inclinándose para darle un suave beso en la sien. Era un tipo de constitución estrecha, cercano a quedarse calvo, vestido con una camisa de cuadros en diversos tonos marrones—Nauta—sonrió después a Paz para presentarse, haciendo el gesto de una pequeña ola con la mano derecha.
—Hay que guardar el secreto—repitió la anciana con seriedad—Aurora. Booooreal.
En fin, qué decir. Todo el mundo tenía derecho a hacer lo que le diera la puñetera gana allí, siempre que se salvaguardasen dos cosas: el respeto reclamado por cada uno, y los secretos. Pero esto no rezaba para Amor, quien, a sus casi ochenta años, hacía lo que le daba la gana incluso con los secretos (y obviamente no podía ser de otro modo, debido a la avanzada demencia de origen vascular que padecía). No que a Boreal le fuera a importar que alguien dijera en voz alta su nombre real –“Aurora”-, de cualquier modo.
—Amor primero, Amor verdadero. Margarita. Margarito, fill de puto.
—Ah, je, je. Bueno… Paz, ¿quieres… quieres sentarte? ¿Quieres tomar un café? ¿O un té, tal vez?
Según hubo formulado Julio aquellas palabras, se escuchó de pronto un estruendo terrible en algún lugar al fondo del pasillo. Y, a continuación, un grito que casi hizo temblar las paredes.
—¡¡¡Hijos de puta, sacadme del baño!!!
Por primera vez, Fantasma sonrió de medio lado. Etérea se sobresaltó en el sofá, y Phantom se levantó como impulsado por un resorte, seguido de Boreal.
—La ostia, el Chero. Que me olvidé de que estaba cagando…
—Tranqui, voy contigo. Boreal, no deberías cargar peso.
—Pero estoy bien, Julio—insistió ella, sin disimular que se tambaleaba un poco. Después de todo, no iba a cargarse ella sola al Cherokee sobre la espalda, y no se sentía especialmente cansada aquella tarde. Adoraba a Julio, pero no llevaba del todo bien que él se empeñase en cuidarla constantemente como si fuera una pieza frágil de lladró.
—Venga, en serio. Entre Phan y yo podemos. En serio, quédate.
Salieron ambos escopetados hacia el cuarto de baño, presumiblemente al rescate del llamado Chero, quien continuaba barbotando blasfemias entre tanto:
—Puta mala madre, me cago en los cojones del toro y me cago en la santa iglesia. Puta y maldita casa, que no tiene una jodida baranda en el váter para que el minusválido de turno pueda cagar a gusto, ¡jo-der!
Paz terminó tomando asiento por mera educación frente a Boreal, quien también cedió a regañadientes a sentarse.
—No es mala persona, solo se altera con facilidad—masculló Etérea, diluyendo la mirada en las llamas de la chimenea. Se refería al hombre que blasfemaba a improperio pelado en el baño, entendió Paz.
—Es normal que se altere—siseó Fantasma, resoplando una pequeña risa aspirada—Está amargado, yo también lo estaría si fuera él. Paralizado de cintura para abajo por aplastamiento, lesionado de forma irreversible cuando se precipitó al hueco de un ascensor… Fue un intento de suicidio frustrado, fue todo porque él quiso.
—¡Eh! —sin contemplaciones, Etérea le dio un empujón a Fantasma en el brazo (aunque este ni siquiera se inmutó) —Aquí las mierdas ajenas no se airean, y menos si el afectado no está delante para defenderse.
—Pfff, y de qué se tendría que defender. Ya ves tú. Lo hecho, hecho está.
Etérea suspiró. El agotamiento le estaba pasando factura aquella noche y amenazaba con tumbarla, amordazarla y paralizarla tanto como lo estaban las piernas de Cherokee.
—Airea tu mierda si tienes agallas, pero deja quieta la de los demás. Demonio de niño.
—Ya, pues nada—se encogió de hombros Fantasma—Ningún problema.
Hizo una breve pausa en la que tomó aire, y luego, mirando fijamente a Paz, levantó la mano derecha para señalar.
—Fibromialgia, dicen que tiene. Su familia se lo toma a coña, y ella no puede ni levantar una ceja; cómo va a cuidar de sus hijos, solo mírala. La han echado del trabajo, claro—soltó, apuntando con el dedo hacia Etérea. Después señaló a Boreal—Esclerosis lateral amiotrófica. Aunque está bastante bien, dentro de lo que cabe. Eso sí, no le preguntes cuánto trabajo le costó ensartar las cuentas en el collar que lleva puesto, aun con la ayuda de todos.
Boreal suspiró y se hundió en su asiento, temblando levemente y fijando la mirada en las cuentas de colores que rodeaban su cuello. La cosa de ese collar que tanto amaba -y que era su símbolo personal- había venido por un "ejercicio" de coordinación de movimientos finos (el trabajo de ensartar las bolitas una a una) propuesto en un manual que circulaba por internet, dirigido al "paciente con ELA". Un manual escrito, según Fantasma y Cherokee, por "una recua de enfermer@s sin alma" del hospital no sé qué, que se creían muy listos, que le explicaban a uno como si nada que quizá terminaría con sondas metidas por todos los agujeros, tal que si eso fuera algo absolutamente normal, o con ventilación mecánica invasiva. "Pros y contras, complicaciones de la ventilación mecánica invasiva", le decían al paciente. Una auténtica vergüenza.
El manual era un corolario de salvajadas resabiadas orientadas a la "salud", del "paciente enfermo", escritas en idioma desértico y desprovisto del más mínimo calor humano. Redactado todo como si tal cosa, como si esos "enfermeros" estuvieran hablando de las barbaridades que nadie se extrañaría de tener que practicarle a un frigorífico defectuoso, y diciéndoselo encima al frigorífico defectuoso en cuestión, en la cara. Así le presentaban al paciente su inminente futuro, como diciendo "y qué quieres que haga, si estás enfermo y esto es lo que te va a pasar. Pero no te preocupes, que te diré qué hacer al respecto". "Valoración por patrones", ¡ja! Todo pormenorizadamente explicado, eso sí; cada área de la vida (patrón alimentación, patrón respiración, patrón actividad ejercicio, patrón de sexualidad-reproducción porque hasta en eso se metían) salpicada de mierda. ¿Quién diablos se creía esa gente que era, para hablarle así a otro ser humano? Como si por ir vestiditos de blanco y ser 'embajadores de salud' fueran intocables; como si a ellos no les fuera a pasar nunca la mierda de ponerse enfermos. Como dijo Chero, con toda su rabia: "A ver, imbéciles, si vosotros enfermaseis algún día, necesitaríais precisamente que NO os explicaran las cosas de esta manera. Necesitaríais un amigo, aunque fuera en la distancia, no un loro feliz enumerando mierdas al detalle 'por patrones', y obligándoos a asumir lo que de ahora en adelante será vuestra irreversible 'normalidad' ".
Las enfermeras que había conocido Boreal en la práctica eran un encanto, eso sí. Pero bien era cierto que ese riguroso manual estaba escrito con una falta de empatía repugnante, y desde la más aséptica, insultante y profesional inhumanidad. De hecho, al leerlo, lo desgarrador era -entre otras cosas- darse cuenta de que la falta de humanidad podía ser muy "profesional". Leer el corolario de complicaciones de su enfermedad, de esa forma enumeradas, como las batallas en un libro de texto de historia, había pasado factura psíquica y física tanto en Boreal como en el resto de Inmortales en aquella casa. De hecho, ese collar de cuentas de colores que habían hecho entre todos había sido lo único positivo que habían sacado de aquel extensísimo texto.
—Demencia profunda—continuó Fantasma sin alterarse un ápice, apuntando a Amor—y ahí tienes a su pobre hijo. Y en cuanto a los de allá—señaló en la dirección que habían tomado Phantom y Julio para salir del salón—Síndrome de inmunodeficiencia adquirida, y complicaciones asociadas como herpes y ese sarcoma en la cara. Y el otro, enamorado sin remedio de alguien que ya no va a volver. Tan tarado se ha quedado que fíjate, ha terminado metiendo en su casa a una panda de desgraciados que nos hemos conocido por el twitter.
Sacudió la cabeza y volvió a soltar una carcajada cínica antes de rematar.
—Y yo: un fantasma. Sin histrionismo, sin florituras y sin teatro. Depresión, trastorno mental inespecífico; mis informes psiquiátricos son un poema, no te los quieras perder—le tembló la voz por una milésima de segundo al decir esto, un inoportuno aleteo que pasaría inadvertido a quien no quisiera escucharlo—Adoptado tras una infancia de puta mierda, abandonado dos veces. Vivo aquí desde hace cinco meses, con el gafapasta, porque mis putos padres me han echado de casa. No me aguantan. No me soportan, ni yo a ellos.
Nauta oprimió levemente la mano de su madre, quien cabeceaba en el sillón, y luego se levantó. Caminó despacio hacia Fantasma, quien continuaba su monólogo frente a una atónita Paz.
—Dice Julio que no debemos ligar nuestros problemas a nuestros nombres, porque nosotros no somos nuestros problemas. Pero, sabes, Julio se puede ir a la mierda echando leches. “Phantom”, “Cherokee”, todo eso es mierda… incluso él, “Julio”: la unidad de energía en el sistema internacional. De qué ostias van. Solo tu hermana y yo...—arrugó la nariz y su labio tembló, elevándose hacia arriba ligeramente, en un gesto que tanto podría ser de dolor como de asco—Solo tu hermana, Cangrejo, y yo, tenemos los cojones de poner nuestra desgracia en nuestro nombre. Me importa una mierda si eso es incorrecto o equivocado, ¡somos valientes!
Paz parpadeó. “Tenemos los cojones”. “Somos valientes”. Gracias al poder ominoso del tiempo verbal en presente, sintió que Marta podría salir en cualquier momento de la nada y sonreír diciendo “¡sorpresa!”. No se dio cuenta de que las lágrimas rebosaban ya sus ojos, derramándose en caudal incesante mejillas abajo.
—Eh. Fantasmita—Contra lo que ella esperaba, Nauta se inclinó hacia el chico y le estrechó entre sus brazos suavemente. Un abrazo de padre auténtico, en el que de pronto el chaval no dejaba de temblar—Tranquilo, ¿vale?
—Sí. Tranqui—dijo Boreal, extendiendo torpemente el brazo también hacia él—Tranqui, valiente.
Etérea resopló, reclinándose contra el sofá y cerrando los ojos.
—Aquí la mierda es grande, como ves, Paz. Pero vivimos a pesar de ella—No dijo esto con tono de querer dar una lección de moral, ni tampoco con hastío. Tanteó bajo la manta que le cubría los hombros y sacó un paquete de tabaco—Disculpa si los desahogos son un tanto extraños, nunca sabemos por dónde van a salir las emociones. Joder, estoy agotada.
—Chero quiere una noche grafitera. Me lo ha dicho antes de ir a cagar—le decía Nauta a Fantasma—Os acompañaría, pero ya sabes que yo soy más de museos. Y mi madre no está para trotes delante de la policía, como comprenderás. Pero fijo que Phantom va.
—Ja. Chero no hace grafittis, hace pintadas de mierda—Fantasma arrancó por fin a llorar, aunque al mismo tiempo rio—B-bueno, no. Lo digo por envidia, en verdad. Dibuja de la leche.
—Hey, los dos hacéis unos grafitis geniales, he visto las fotos—sonrió Boreal—¿Os importa que vaya yo, a la noche grafitera?
Fantasma se secó las lágrimas para poder mirarla de hito en hito.
—No estás tú para correr ni para que te metan en el calabozo, ¿sabes? —le espetó, volviendo a reír entre lágrimas—Pero igual le digo al Chero que mejor esta noche vamos al cine. Creo que hay una de terror que mola.
—¡Oh! De terror, sí. Por favor.
—Amor primero, Amor verdadero.
No tardaron mucho en aparecer Julio y Phantom, este último empujando una silla de ruedas monumental donde se sentaba el que era llamado Cherokee. Una silla acorde con el tamaño del mencionado, que era enorme. Cuello fuerte surcado de inflamadas venas, torso amplio, rostro congestionado después de gritar… de cintura para arriba podría pasar por la mala bestia más popular del gimnasio.
—Te he oído, anormal—fue lo primero que dijo, inclinándose hacia Fantasma e irguiéndose lo que podía en la silla. A Paz le pareció estar viendo a un rey poderoso en su colosal trono—Es lesión medular en la cola de caballo, imbécil. Y sí, estoy amargado porque no se me levanta, pero más grave es lo tuyo. Porque a ti sí se te levanta, pero ni sabes qué hacer con ella, ja, ja, ja.
Inexplicablemente, Paz sonrió contemplando aquella escena. Resultaba rocambolesco el contraste, porque el tal Cherokee había dicho aquello con auténtico y brutal afecto, afecto que se reflejaba ahora sin barreras en los ojos de Fantasma. “Amigos”, decía el lenguaje no verbal, a pesar de que Chero parodiaba una postura amenazadora sobre la silla de ruedas. “Amigos de verdad”.
—¿Has estado llorando, gilipollas? —le espetó.
—Qué dices, imbécil.
Julio se recolocó las gafas sobre el puente de la nariz, estudiando disimuladamente el rostro de Fantasma. Era el más joven de todos los inmortales que había en aquella casa, y le había afectado mucho la muerte de Cangrejo. A todos ellos les había dejado bien jodidos, pero Fantasma no terminaba de asimilarlo. Quizá había sido un golpe demasiado duro la visita de Paz; tal vez no era fácil para él mirarla a la cara sin más.
—Oye, Julio. Voy a telefonear a mis hijos, y me acuesto un rato—murmuró Etérea—¿Me dejas algo tuyo para leer?
—Oh. Sí. Claro—respondió él—¿Poemas?
—No, poemas no—no tenía ella el ánimo para poemas en aquel momento, ni ganas de emocionarse demasiado. ¿O tal vez eso último sí? Cualquier texto de Julio la emocionaría, en realidad, pero los poemas podían resultar demoledores hasta los cimientos—¿Tienes el último manuscrito para la asociación española contra el cáncer?
—Oh. Bueno, tengo que corregirlo, pero si no te importa que tenga errores...
—Tus errores son bellos—carcajeó Etérea con cierta amargura—Ah, me temo que necesito ayuda para levantarme del sofá.
Mientras Julio ayudaba a la mujer a levantarse y se disponía a acompañarla a uno de los dormitorios, Nauta dejó un momento a su madre para ir a la cocina. Tocaba reponer bebidas: café para él y para Julio, chocolate caliente para Fantasma, Chero y Amor, té para Boreal, y leche con miel que le llevaría a Etérea al dormitorio. Bueno, y para Paz, lo que ella quisiera.
Continuarían después tal y como fluyeran las cosas, tratando de pasar un rato agradable. Quizá habría tiempo incluso de planear alguna actividad para la semana, y claro, de contar el dinero del bote común que tenían metido en un tarro, para que Fantasma, Chero, Boreal y quien se apuntara pudieran ir al cine aquella noche. Porque era cierto que a pesar de las dificultades vivían, y allí todos vivían porque querían vivir.
Tan cierto como que el sol salía cada día, que eran inmortales. Eternos funambulistas de la incertidumbre. Ningún humano estaba libre de la cuerda floja en realidad, porque cualquier humano podía en cualquier momento enfermar de lo que fuera. La dificultad podía ser entendida de muchas formas, pero estaba claro que aquellas personas no creían en ella como una causa para dejar de respirar, de abrazarse o incluso de reír o llorar. En aquella casa se reía, se lloraba, se escribía, se hablaba o se respetaba el grito tanto como el silencio. Era un paso más allá del “uno para todos y todos para uno”, porque uno eran todos, y todos eran uno. Y la dificultad podía empequeñecerse, lo cual sería motivo de celebración. Y la dificultad podía irse al carajo para no volver nunca, porque quién cerraría la puerta a un milagro, sabiendo que un ser creado desde cero es exactamente eso: un milagro, y quizá, el poder de crear era equivalente al poder de reparar y reconstruir.
—Amor primero, Amor verdadero.
Y la dificultad podía, de igual modo, crecer y crecer… pero, si así ocurría, allí estarían todos para eso también. Para darse apoyo, para acompañarse a la otra habitación o al hospital, o hasta donde alcanzaba la vista en la línea del horizonte, como hicieron con Marta. No que todos los Inmortales allí hubieran renegado de su familia de sangre, pero la vida les había llevado a encontrarse y ahora constituían en sí una familia elegida. Todo humano tiene una familia de sangre y una familia elegida, y la segunda no necesariamente excluye a la primera, ni viceversa.
Al despedirse, Paz le preguntó a Julio si podría volver. Casi le dio risa al sentirse, de pronto, fuera de lugar en lo tocante a los Inmortales por no estar enferma. Pero todos los humanos eran inmortales, y todos los humanos podían encontrar dificultades, así que esa sensación se esfumó de un plumazo tan rápido como llegó.
Claro que podría volver, le aseguró el escritor. Siempre que quisiera. “Aquí tienes tu casa”, le dijo, y no era la primera vez que formulaba esa frase.
Julio entregó a Phantom las llaves de su furgoneta para que dejaran a Paz en su casa de camino al cine. Antes de que esta marchara, le mostró el vuelo del renacer con las manos, juntando los pulgares y oscilando levemente las palmas como si fueran alas: el símbolo del ángel inmortal de Cangrejo.