Ibara
I
El viejo Ar alimentaba el fuego de la gran chimenea del comedor echando más y más troncos. La madera estaba demasiado fresca y resinosa, había que tener paciencia y estar pendiente de ella para hacerla arder. El esclavo de pie junto a la chimenea, mucho más joven que Ar, le lanzaba a éste de vez en cuando miradas de soslayo para, tal vez, evitar concentrarse en el salón lleno de gente ante sí. Se llamaba Ibara, aunque en la mansión de la Reina Patricia nadie le llamaba así. Allí a los hombres se les llamaba de cualquier manera menos por su nombre: escoria, gusano, cerdo... o, con inusitada benevolencia, simplemente "esclavo". Las mujeres dominaban en aquella mansión como poseedoras absolutas de la ley -ley que en ocasiones podían inventarse al momento-, en realidad como verdaderas diosas de carne. Su voluntad era incuestionable, mientras que la de los hombres estaba reducida al cero absoluto.
La mayoría de aquellos hombres -gusanos, cerdos, escoria, esclavos- había ingresado por voluntad propia en la mansión de la Reina Patricia, por increíble que esto pudiera parecer. El caso de Ibara era más complicado que una simple decisión, pero eso es otra historia. Él se empleaba en sus funciones día a día, sin embargo; no en vano había llegado a ser algo así como la mano derecha de la mismísima Reina Patricia en tan solo unos meses, aunque en realidad no era plato de gusto para él arrodillarse a sus pies. Pero era listo, y estaba ya lo suficientemente marcado como para haber aprendido cómo hacer las cosas bien en la mansión para evitar castigos. Claro que, hablando de castigos, a veces éstos eran inevitables allí por su arbitrariedad... pero bueno, quién se atrevería a cuestionar la voluntad de Las Diosas.
Aquella noche había una fiesta en el salón, ágape que comenzaba con una suntuosa cena de la que los esclavos no probarían bocado. El banquete se debía a un hecho que había que celebrar: la llegada a la mansión de una nueva Dómina a la que llamaban Dama Luna, que no era otra que la hermana mayor de la Reina Patricia. Debido a la importancia de la visita, los detalles habían sido cuidados con sangre hasta el extremo. El ajetreo de los días previos había sido máximo y se percibía en el aire que cualquier atención dispensada a la nueva huésped sería insuficiente.
En aquel momento Las Diosas estaban disfrutando de su cena, sentadas ante la larga mesa en forma de L vestida con manteles impolutos. Frente a la mesa se hallaba la enorme chimenea que alimentaba discretamente Ar, caldeando la estancia, y junto a ella, a ambos lados, los veinte esclavos más destacados en la mansión -por diversas cualidades- dispuestos en hilera para cualquier cosa que las Damas necesitaran.
Pertenecer a este grupo de esclavos destacados era al mismo tiempo un honor y una maldición. Las demandas de las Damas durante las cenas en la mansión eran tan variopintas como absurdas la mayoría de las veces, y el riesgo de equivocarse siempre era grande. Por un lado, los esclavos "de cámara" tenían que estar alerta para cualquier incidencia que pudiese ocurrir- la caída de un plato o de un vaso, vino derramado en la ropa, retirada de enseres ya utilizados-; por otro lado, parte del trabajo consistía simplemente en aguardar contra la pared hasta ser llamado por un motivo o por otro. Una Dama llamaba a un esclavo que consideraba bello para que la masturbase durante la cena, otra indicaba al objeto de su placer que se colocara debajo de la mesa y metiera la lengua entre sus piernas al llegar los postres; otra le pedía a su favorito desnudarse para regalarse la vista, tocarle o en el peor de los casos torturarle mientras comía. Eso por no hablar de las múltiples ocasiones de humillar a un esclavo al azar, y así reír entre Ellas para amenizar la velada. De este modo transcurrían las cenas cotidianas en aquel Jardín de las Delicias.
Era de mala educación que un esclavo concentrase la mirada en un lugar que no fuera el suelo, y por esta razón también Ibara se reprimía para no mirar hacia la mesa del comedor. Pero no podía evitar hacerlo de vez en cuando con disimulo, pues aquella recién llegada, la hermana de la Reina, tenía algo que le intrigaba. Entre mirada y mirada esquiva por el rabillo del ojo, Ibara se había dado cuenta de que la Dama Luna no actuaba como una Dómina promedio de las que habitaban la mansión. Se la veía tímida y encorsetada en sus galas, incluso rozando la fragilidad, lo que contrastaba con el ideal de fuerza vital desplegado por las otras. Su cabello encanecido en gris plata ocultaba parte de su rostro, aunque el sesgo de éste que en ocasiones se mostraba cuando ella movía la cabeza se veía joven a pesar de estar enmarcado por esas canas prematuras. La complexión delgada de la Dama Luna también desentonaba con la abundancia física que se veía por allí: era casi piel y huesos en aquel carnaval de carnes apretadas y vestidos suntuosos a rebosar, y es que, dada la buena vida allí, la mayoría de las Dóminas estaban orondas.
La cena transcurrió sin grandes sobresaltos para los esclavos aquella noche. Al parecer, las Mujeres estaban tan interesadas en la recién llegada que no habían parado de hacerle preguntas, enfocando en ella toda su atención. Solían llamar a los esclavos cuando estaban aburridas, y ciertamente eso aquella noche no se había dado. Sin embargo, cuando los últimos platos fueron retirados y las Damas se disponían a levantarse para pasar al salón contiguo donde tomarían una copa, un esclavo de alto rango se dirigió a Ibara para darle una información del todo inesperada.
—La Dama Luna te quiere en su alcoba en una hora, para que pases la noche con ella—el esclavo transmitió el mensaje en tono monocorde—prepárate.
Ibara no pudo disimular la sorpresa en sus ojos.
—¿A mí?—le salió sin poder evitarlo, aunque ya sabía que el superior no le iba a dar explicaciones.
El esclavo de mayor rango no hizo sino asentir por mera deferencia, sin variar un ápice la máscara inexpresiva de su rostro, para luego girarse sin más y marcharse de allí en dirección al saloncito donde se reunirían las Damas.
A Ibara le tomó unos segundos reaccionar y ponerse en marcha hacia las salas donde los esclavos se preparaban para ser usados. Hacía ya bastante tiempo que ninguna Dómina le reclamaba como esclavo de compañía o para sofocar antojos nocturnos. Estaba claro que aquella etapa de tranquilidad se rompería algún día; era anómalo el "reposo" en la mansión en cuanto a dar placer, pero Ibara sencillamente no imaginó que aquella mujer tan distinta le iba a reclamar precisamente a él. ¿Por qué a él? Quizá simplemente ella se había fijado en algo, en su rostro, en su cuerpo.
Por lo general, las Mujeres que usaban a Ibara sentían inclinación hacia hombres más jóvenes que ellas y algo afeminados. Ibara tenía veintiséis años pero de hecho no lo parecía, y su aspecto -o su cara más bien- resultaba por lo menos andrógino: rasgos femeninos y masculinos conciliados, suavidad que se marcaba fuerte en los aniñados rasgos como tallada a cincel.
Finalmente echó a andar hacia las salas de preparación, sin hacer apenas ruido sobre sus pies descalzos. Poca gente se cruzó por el oscuro pasillo a aquella ahora, y no había ni un alma en las escaleras de piedra que bajaban a las entrañas del palacio rumbo al área adonde él se dirigía.
Las salas donde los esclavos se lavaban a fondo, peinaban sus cabellos si los tenían y perfumaban su piel se encontraban en el sótano bajo la mansión, en el entramado de galerías excavado en la roca viva. El lugar tenía la naturaleza húmeda y caliente de las cuevas; incluso se habían aprovechado dos piscinas naturales donde drenaban afloramientos de agua termal en aquel macizo kárstico, todo un privilegio y una maravilla para los sentidos aunque, desde luego, esas zonas estaban restringidas a las Dóminas para su uso y disfrute. Estas piscinas naturales del sótano eran llamadas "Las Termas" por inercia en la mansión. Bordeándolas, aprovechando las cavidades naturales en la roca, se disponían habitáculos de diverso tamaño y techo irregular donde los esclavos se adecentaban. Era práctica esta organización pues, si a alguna de las Damas le daba un calentón mientras tomaba un baño en las Termas, siempre habría algún esclavo por allí cerca limpio y aseado, listo para su uso. Y aunque la cosa fuera orinarle en la boca al esclavo para evitar mearse en las aguas termales a la hora del té, a las Dóminas les agradaba utilizar un "vater" limpio.
Sintiendo cómo su piel se calentaba a medida que bajaba a las cuevas iluminadas por antorchas, Ibara no podía dejar de pensar en por qué precisamente Dama Luna le habría elegido a él. Y tristemente sería muy difícil que llegara a saberlo, porque, desde luego, una pregunta a tal respecto jamás un esclavo osaría hacérsela a una Dama.
Giró a la izquierda por el pasillo de roca y se introdujo en el área de las Termas, vacía a aquella hora, desde donde enfiló hacia el primer habitáculo señalado como "libre". Cuando una de las pequeñas estancias de aseo estaba ocupada se utilizaba una cinta roja para marcar la entrada, atándola con una lazada a un saliente enclavado en la roca para tal fin. No había cintas rojas en el campo de visión del esclavo, al menos a primera vista.
Sin querer perder tiempo, Ibara entró en el habitáculo y se encontró de frente con el gran espejo que tapizaba la pared llegando hasta el anfractuoso techo. En aquellas estancias destinadas al aseo personal era el único lugar de la mansión donde a los esclavos se les permitía, por razones obvias, mirarse al espejo. En el resto de dependencias de la casa, mirarse al espejo era considerado como un acto de vanidad por parte del esclavo delante de las Damas, y esa conducta era duramente castigada incluso si la mirada era fugaz u ocurría por accidente.
El espejo salpicado de manchitas le devolvió a Ibara la imagen que él muy bien conocía: un muchacho flaco, no muy alto, piel bronceada surcada de marcas y cicatrices. No le disgustaba del todo la vista de sus heridas curadas, pero esa apreciación se la guardaba para sí. Y tampoco era que se sintiera especialmente orgulloso de sí mismo por tenerlas.
Sin dejar de mirar su imagen para comprobar que todo estaba en su sitio, el esclavo desenrolló un trozo de caña flexible que llevaba enroscado a la muñeca a modo de brazalete. Se recogió el cabello castaño oscuro en una coleta baja para exponer su cuello -signo de cortesía en la mansión cuando un esclavo se presentaba a los pies de una Dama- y usó el tallo para sujetar cada pelo en su sitio, aunque siempre había algún mechón rebelde empeñado en escaparse.
Una vez hecho esto, se quitó el taparrabos -la única prenda que estaba autorizado a llevar-, y se metió bajo la ducha que se conectaba directamente con las Termas, siendo bombeada el agua desde allí mediante sofisticados mecanismos.
Se lavó el cuerpo entero por tercera vez en el día, insistiendo bajo los brazos, detrás de las orejas, detrás de las rodillas, entre las nalgas. Después de una limpieza superficial, se preparó para avanzar más adentro en su agujero, en previsión de que la Dama quisiera follarle con los dedos (o con cualquiera de los diversos objetos a disposición). Aprovechó para comprobar su elasticidad y cómo respondían los músculos perianales al ser ensanchados, dándose cuenta de que estaba nervioso y de que la tensión le hacía oponer resistencia a la penetración de sus propios dedos sin querer. Para que eso no fuera un problema, y viendo que no tenía tiempo para dilatarse tranquilamente, resolvió ponerse un plug anal cuando terminara de lavarse.
Por último se lavó a conciencia la zona genital, haciendo abundante espuma entre el vello púbico claro que la Reina Patricia le había ordenado expresamente no rasurar. Ella le dijo en una ocasión que depilarse era adecuado para los esclavos de más edad, aquellos que sólo tenían un churro torcido entre las piernas -palabras textuales- para ofrecer, o para hombres muy musculosos y varoniles que no despertaban duda alguna respecto a su masculinidad y madurez sexual. Dijo también que Ibara le parecía un niño en su aspecto general -independientemente de que no tuviera el cipote de un crío- y que por eso le resultaría perturbador no ver vello al mirarle entre las piernas, y así mismo le había ordenado mantener la delgada línea alba que iba desde el ombligo hasta el pubis. A Ibara le daba lo mismo en realidad; no le suponía esfuerzo cumplir con aquello, ojalá todas las órdenes de La Reina Patricia fueran así.
Algunos de los esclavos en la mansión -generalmente los que eran propiedad exclusiva de una Dama en concreto o estuvieran bajo su protección- llevaban dispositivos genitales como "princess wand piercings" para controlar la corrida, jaulas con candado para encerrar el pene y no permitirle la erección, e incluso cinturones de castidad. No era el caso de Ibara, quien a pesar de ser uno de los "favoritos" de la Reina Patricia nunca había sido adoptado por ésta ni por nadie.
Salió de la ducha, se aceitó la piel sin reparar en escoger entre los innumerables frasquitos de esencias, se secó a toques con una toalla que posteriormente arrojó al tunel que desembocaba en la lavandería.
Calculó que no iba mal de tiempo, así que se situó otra vez ante el espejo para delinear sus ojos almendrados, ligeramente rasgados, con lápiz de khol negro. Era un detalle que un esclavo tomase tiempo en ofrecer buen aspecto, aunque siempre se corría el riesgo de que a la Dama en cuestión no le gustase el decorado al no haberlo elegido Ella. Ibara no conocía los gustos de Dama Luna a ese respecto, así que no recargó. Simplemente bordeó la línea superior de los párpados terminando en una pincelada hacia las sienes, luego difuminó un poco y perfiló discretamente la línea de las pestañas en cada párpado inferior.
La mayoría de aquellos hombres -gusanos, cerdos, escoria, esclavos- había ingresado por voluntad propia en la mansión de la Reina Patricia, por increíble que esto pudiera parecer. El caso de Ibara era más complicado que una simple decisión, pero eso es otra historia. Él se empleaba en sus funciones día a día, sin embargo; no en vano había llegado a ser algo así como la mano derecha de la mismísima Reina Patricia en tan solo unos meses, aunque en realidad no era plato de gusto para él arrodillarse a sus pies. Pero era listo, y estaba ya lo suficientemente marcado como para haber aprendido cómo hacer las cosas bien en la mansión para evitar castigos. Claro que, hablando de castigos, a veces éstos eran inevitables allí por su arbitrariedad... pero bueno, quién se atrevería a cuestionar la voluntad de Las Diosas.
Aquella noche había una fiesta en el salón, ágape que comenzaba con una suntuosa cena de la que los esclavos no probarían bocado. El banquete se debía a un hecho que había que celebrar: la llegada a la mansión de una nueva Dómina a la que llamaban Dama Luna, que no era otra que la hermana mayor de la Reina Patricia. Debido a la importancia de la visita, los detalles habían sido cuidados con sangre hasta el extremo. El ajetreo de los días previos había sido máximo y se percibía en el aire que cualquier atención dispensada a la nueva huésped sería insuficiente.
En aquel momento Las Diosas estaban disfrutando de su cena, sentadas ante la larga mesa en forma de L vestida con manteles impolutos. Frente a la mesa se hallaba la enorme chimenea que alimentaba discretamente Ar, caldeando la estancia, y junto a ella, a ambos lados, los veinte esclavos más destacados en la mansión -por diversas cualidades- dispuestos en hilera para cualquier cosa que las Damas necesitaran.
Pertenecer a este grupo de esclavos destacados era al mismo tiempo un honor y una maldición. Las demandas de las Damas durante las cenas en la mansión eran tan variopintas como absurdas la mayoría de las veces, y el riesgo de equivocarse siempre era grande. Por un lado, los esclavos "de cámara" tenían que estar alerta para cualquier incidencia que pudiese ocurrir- la caída de un plato o de un vaso, vino derramado en la ropa, retirada de enseres ya utilizados-; por otro lado, parte del trabajo consistía simplemente en aguardar contra la pared hasta ser llamado por un motivo o por otro. Una Dama llamaba a un esclavo que consideraba bello para que la masturbase durante la cena, otra indicaba al objeto de su placer que se colocara debajo de la mesa y metiera la lengua entre sus piernas al llegar los postres; otra le pedía a su favorito desnudarse para regalarse la vista, tocarle o en el peor de los casos torturarle mientras comía. Eso por no hablar de las múltiples ocasiones de humillar a un esclavo al azar, y así reír entre Ellas para amenizar la velada. De este modo transcurrían las cenas cotidianas en aquel Jardín de las Delicias.
Era de mala educación que un esclavo concentrase la mirada en un lugar que no fuera el suelo, y por esta razón también Ibara se reprimía para no mirar hacia la mesa del comedor. Pero no podía evitar hacerlo de vez en cuando con disimulo, pues aquella recién llegada, la hermana de la Reina, tenía algo que le intrigaba. Entre mirada y mirada esquiva por el rabillo del ojo, Ibara se había dado cuenta de que la Dama Luna no actuaba como una Dómina promedio de las que habitaban la mansión. Se la veía tímida y encorsetada en sus galas, incluso rozando la fragilidad, lo que contrastaba con el ideal de fuerza vital desplegado por las otras. Su cabello encanecido en gris plata ocultaba parte de su rostro, aunque el sesgo de éste que en ocasiones se mostraba cuando ella movía la cabeza se veía joven a pesar de estar enmarcado por esas canas prematuras. La complexión delgada de la Dama Luna también desentonaba con la abundancia física que se veía por allí: era casi piel y huesos en aquel carnaval de carnes apretadas y vestidos suntuosos a rebosar, y es que, dada la buena vida allí, la mayoría de las Dóminas estaban orondas.
La cena transcurrió sin grandes sobresaltos para los esclavos aquella noche. Al parecer, las Mujeres estaban tan interesadas en la recién llegada que no habían parado de hacerle preguntas, enfocando en ella toda su atención. Solían llamar a los esclavos cuando estaban aburridas, y ciertamente eso aquella noche no se había dado. Sin embargo, cuando los últimos platos fueron retirados y las Damas se disponían a levantarse para pasar al salón contiguo donde tomarían una copa, un esclavo de alto rango se dirigió a Ibara para darle una información del todo inesperada.
—La Dama Luna te quiere en su alcoba en una hora, para que pases la noche con ella—el esclavo transmitió el mensaje en tono monocorde—prepárate.
Ibara no pudo disimular la sorpresa en sus ojos.
—¿A mí?—le salió sin poder evitarlo, aunque ya sabía que el superior no le iba a dar explicaciones.
El esclavo de mayor rango no hizo sino asentir por mera deferencia, sin variar un ápice la máscara inexpresiva de su rostro, para luego girarse sin más y marcharse de allí en dirección al saloncito donde se reunirían las Damas.
A Ibara le tomó unos segundos reaccionar y ponerse en marcha hacia las salas donde los esclavos se preparaban para ser usados. Hacía ya bastante tiempo que ninguna Dómina le reclamaba como esclavo de compañía o para sofocar antojos nocturnos. Estaba claro que aquella etapa de tranquilidad se rompería algún día; era anómalo el "reposo" en la mansión en cuanto a dar placer, pero Ibara sencillamente no imaginó que aquella mujer tan distinta le iba a reclamar precisamente a él. ¿Por qué a él? Quizá simplemente ella se había fijado en algo, en su rostro, en su cuerpo.
Por lo general, las Mujeres que usaban a Ibara sentían inclinación hacia hombres más jóvenes que ellas y algo afeminados. Ibara tenía veintiséis años pero de hecho no lo parecía, y su aspecto -o su cara más bien- resultaba por lo menos andrógino: rasgos femeninos y masculinos conciliados, suavidad que se marcaba fuerte en los aniñados rasgos como tallada a cincel.
Finalmente echó a andar hacia las salas de preparación, sin hacer apenas ruido sobre sus pies descalzos. Poca gente se cruzó por el oscuro pasillo a aquella ahora, y no había ni un alma en las escaleras de piedra que bajaban a las entrañas del palacio rumbo al área adonde él se dirigía.
Las salas donde los esclavos se lavaban a fondo, peinaban sus cabellos si los tenían y perfumaban su piel se encontraban en el sótano bajo la mansión, en el entramado de galerías excavado en la roca viva. El lugar tenía la naturaleza húmeda y caliente de las cuevas; incluso se habían aprovechado dos piscinas naturales donde drenaban afloramientos de agua termal en aquel macizo kárstico, todo un privilegio y una maravilla para los sentidos aunque, desde luego, esas zonas estaban restringidas a las Dóminas para su uso y disfrute. Estas piscinas naturales del sótano eran llamadas "Las Termas" por inercia en la mansión. Bordeándolas, aprovechando las cavidades naturales en la roca, se disponían habitáculos de diverso tamaño y techo irregular donde los esclavos se adecentaban. Era práctica esta organización pues, si a alguna de las Damas le daba un calentón mientras tomaba un baño en las Termas, siempre habría algún esclavo por allí cerca limpio y aseado, listo para su uso. Y aunque la cosa fuera orinarle en la boca al esclavo para evitar mearse en las aguas termales a la hora del té, a las Dóminas les agradaba utilizar un "vater" limpio.
Sintiendo cómo su piel se calentaba a medida que bajaba a las cuevas iluminadas por antorchas, Ibara no podía dejar de pensar en por qué precisamente Dama Luna le habría elegido a él. Y tristemente sería muy difícil que llegara a saberlo, porque, desde luego, una pregunta a tal respecto jamás un esclavo osaría hacérsela a una Dama.
Giró a la izquierda por el pasillo de roca y se introdujo en el área de las Termas, vacía a aquella hora, desde donde enfiló hacia el primer habitáculo señalado como "libre". Cuando una de las pequeñas estancias de aseo estaba ocupada se utilizaba una cinta roja para marcar la entrada, atándola con una lazada a un saliente enclavado en la roca para tal fin. No había cintas rojas en el campo de visión del esclavo, al menos a primera vista.
Sin querer perder tiempo, Ibara entró en el habitáculo y se encontró de frente con el gran espejo que tapizaba la pared llegando hasta el anfractuoso techo. En aquellas estancias destinadas al aseo personal era el único lugar de la mansión donde a los esclavos se les permitía, por razones obvias, mirarse al espejo. En el resto de dependencias de la casa, mirarse al espejo era considerado como un acto de vanidad por parte del esclavo delante de las Damas, y esa conducta era duramente castigada incluso si la mirada era fugaz u ocurría por accidente.
El espejo salpicado de manchitas le devolvió a Ibara la imagen que él muy bien conocía: un muchacho flaco, no muy alto, piel bronceada surcada de marcas y cicatrices. No le disgustaba del todo la vista de sus heridas curadas, pero esa apreciación se la guardaba para sí. Y tampoco era que se sintiera especialmente orgulloso de sí mismo por tenerlas.
Sin dejar de mirar su imagen para comprobar que todo estaba en su sitio, el esclavo desenrolló un trozo de caña flexible que llevaba enroscado a la muñeca a modo de brazalete. Se recogió el cabello castaño oscuro en una coleta baja para exponer su cuello -signo de cortesía en la mansión cuando un esclavo se presentaba a los pies de una Dama- y usó el tallo para sujetar cada pelo en su sitio, aunque siempre había algún mechón rebelde empeñado en escaparse.
Una vez hecho esto, se quitó el taparrabos -la única prenda que estaba autorizado a llevar-, y se metió bajo la ducha que se conectaba directamente con las Termas, siendo bombeada el agua desde allí mediante sofisticados mecanismos.
Se lavó el cuerpo entero por tercera vez en el día, insistiendo bajo los brazos, detrás de las orejas, detrás de las rodillas, entre las nalgas. Después de una limpieza superficial, se preparó para avanzar más adentro en su agujero, en previsión de que la Dama quisiera follarle con los dedos (o con cualquiera de los diversos objetos a disposición). Aprovechó para comprobar su elasticidad y cómo respondían los músculos perianales al ser ensanchados, dándose cuenta de que estaba nervioso y de que la tensión le hacía oponer resistencia a la penetración de sus propios dedos sin querer. Para que eso no fuera un problema, y viendo que no tenía tiempo para dilatarse tranquilamente, resolvió ponerse un plug anal cuando terminara de lavarse.
Por último se lavó a conciencia la zona genital, haciendo abundante espuma entre el vello púbico claro que la Reina Patricia le había ordenado expresamente no rasurar. Ella le dijo en una ocasión que depilarse era adecuado para los esclavos de más edad, aquellos que sólo tenían un churro torcido entre las piernas -palabras textuales- para ofrecer, o para hombres muy musculosos y varoniles que no despertaban duda alguna respecto a su masculinidad y madurez sexual. Dijo también que Ibara le parecía un niño en su aspecto general -independientemente de que no tuviera el cipote de un crío- y que por eso le resultaría perturbador no ver vello al mirarle entre las piernas, y así mismo le había ordenado mantener la delgada línea alba que iba desde el ombligo hasta el pubis. A Ibara le daba lo mismo en realidad; no le suponía esfuerzo cumplir con aquello, ojalá todas las órdenes de La Reina Patricia fueran así.
Algunos de los esclavos en la mansión -generalmente los que eran propiedad exclusiva de una Dama en concreto o estuvieran bajo su protección- llevaban dispositivos genitales como "princess wand piercings" para controlar la corrida, jaulas con candado para encerrar el pene y no permitirle la erección, e incluso cinturones de castidad. No era el caso de Ibara, quien a pesar de ser uno de los "favoritos" de la Reina Patricia nunca había sido adoptado por ésta ni por nadie.
Salió de la ducha, se aceitó la piel sin reparar en escoger entre los innumerables frasquitos de esencias, se secó a toques con una toalla que posteriormente arrojó al tunel que desembocaba en la lavandería.
Calculó que no iba mal de tiempo, así que se situó otra vez ante el espejo para delinear sus ojos almendrados, ligeramente rasgados, con lápiz de khol negro. Era un detalle que un esclavo tomase tiempo en ofrecer buen aspecto, aunque siempre se corría el riesgo de que a la Dama en cuestión no le gustase el decorado al no haberlo elegido Ella. Ibara no conocía los gustos de Dama Luna a ese respecto, así que no recargó. Simplemente bordeó la línea superior de los párpados terminando en una pincelada hacia las sienes, luego difuminó un poco y perfiló discretamente la línea de las pestañas en cada párpado inferior.
Por último, se inclinó hacia una repisa en la roca para elegir el plug que le dejaría convenientemente preparado si la Dama quería penetrarle. Facilitarle el camino a una Dama era normalmente un acto de buena educación, aunque, de nuevo, nunca sabía uno cómo en cada situación podía ser interpretado. El plug resultaba cómodo para esos menesteres: sólo había que extraerlo y el agujero aparecería abierto con la huella aún del objeto albergado, de forma que cualquier cosa (dedos, dildos, lo que fuera) entraría allí como en un lecho de mantequilla y sería engullido por el culo del esclavo sin resistencia. Por otra parte, el acabado del plug ofrecía una diversidad decorativa nada desdeñable: los había terminados en joyas, o en colas de caballo, zorro, burro. Algunas Dóminas consideraban deliciosamente humillantes este tipo de detalles como ponerle al esclavo de turno una cola de burro. Pero como Ibara no sabía de las fantasías de Dama Luna, tras rebuscar un poco eligió lo más sencillo que encontró, fijándose más en el tamaño que acogería en su interior que en la sencilla forma de pomo plateado que sería visible desde fuera separando sus nalgas.
Le costó amoldar el plug a su cuerpo y tuvo que dar pequeños paseos para acostumbrarse a caminar con él. En previsión de lo que la Dama pudiera querer hacer con su cuerpo, Ibara había escogido un buen tamaño y, a pesar de haber lubricado el trasto a conciencia tras retirar el envoltorio estéril, su aceitado agujero protestaba resistiéndose a desdibujarse en torno a él.
ibara estaba acostumbrado a no hacer demasiado caso al dolor físico, así que se limitó a aguantarse y siguió andando, esta vez acercándose a otro saliente donde había algunas telas apiladas que los esclavos podían usar para cubrir su desnudez. Sólo se les permitía tapar su sexo a medias, dejando el trasero al aire como símbolo de disposición y accesibilidad, indicando que el esclavo podía ser follado en cualquier momento por el culo sin ropa que molestase. Cuanto menos superficie de tela se utilizara, mejor. Ibara escogió uno de aquellos trapos, cuyo color blanco contrastaba con su piel, y se lo anudó rápidamente a la cintura a la manera usual en la mansión. Si él fuera un esclavo neófito probablemente invertiría mucho más tiempo haciendo aquellas maniobras, pero era experimentado y toda esta sesión de "chapa y pintura" sólo le llevó unos minutos.
De vuelta en el corredor, ya yendo hacia las escaleras para ascender de nuevo a los mundos superiores, Ibara dedicó un último pensamiento a aquel que estaba allí encerrado en el mismo sótano, relativamente cerca de la galería que él cruzaba en aquel momento: su hermano Ulkie. Era frustrante como pocas cosas pasar por delante de donde él estaba, saberse a unos pocos pasos de él y no poder hacer nada. De ninguna manera podía acercarse a ver a Ulkie ahora; no tendría ninguna lógica para los guardianes de la puerta -nadie en la mansión sabía que eran hermanos-, y por otra parte podría llegar tarde a la presencia de Dama Luna, cosa que en ningún modo le convenía.
A Ibara le interesaba, por lo pronto, mantener una conducta intachable en aquel lugar. No sólo por ahorrarse castigos y sufrimiento, sino porque Ulkie estaba allí, y él no podía permitirse el riesgo de ser expulsado. Cuando llegara el momento de actuar, Ibara actuaría, pero hasta entonces sólo le quedaba apretar dientes y esperar.
Pensar en Ulkie era doloroso. Ibara contaba los días esperando el momento en que le tocara a él la tarea de alimentarle, para aprovechar al máximo esos instantes que otorgaban sentido a estar con él bajo las normas de la mansión. Como esclavo no podía interferir en el duro trato que Ulkie recibía, y eso le hacía arder las venas. Pero también pensaba que la situación de su hermano en la mansión de la Reina Patricia era bastante mejor que cuando ambos trabajaban en el circo. Aunque al menos en el circo Ibara podía cuidar de Ulkie, cosa que en la mansión quedaba a años luz de estar a su alcance.
Tratando de centrarse en cada paso que daba hacia las dependencias de invitados, finalmente el esclavo llegó ante la puerta de Dama Luna.
Respiró hondo, dio un último vistazo a la tela que le cubría entre las piernas para verificar su posición, se secó unas gotas de sudor de la frente con el dorso de la mano y dio un par de golpecitos en la puerta.
—Está abierto—escuchó la voz femenina desde dentro de la habitación.
Ibara empujó la puerta con suavidad y entró a la estancia en penumbra.
—Señora—murmuró, deteniéndose un par de pasos más allá de la puerta, manos atrás, mirada baja al suelo como dictaba el protocolo—este esclavo está a su total disposición.
Advirtió movimiento a su derecha, justo donde se recortaba contra el fuego de la chimenea la silueta de un diván frente a la enorme cama con dosel. Un rumor de telas que se levantaban pareció llenar la habitación por un momento y, como el ave fénix surgiendo de sus cenizas, Dama Luna se puso en pie. Estaba desnuda, y aunque Ibara no podía ver esto a contraluz, sí que pudo olerlo.
—¿Cuál es tu nombre, esclavo?
Dama Luna se había acercado por un lateral y le contemplaba ahora sin tapujos. Ybara podía sentir su mirada ávida perforándole de arriba a abajo al tiempo que ella se movía en torno a él, trazando un lento círculo paso a paso.
—El nombre de este esclavo es el que Usted quiera, Dama.
—¿Siempre hablas en tercera persona?—inquirió ella en un susurro directo al cuello de Ibara desde atrás.
Él se quedó un poco parado sin saber qué responder, estremecido por el choque de su aliento. Normalmente una Dómina no se acercaba tanto a un esclavo, a menos que éste estuviera de rodillas.
—Es el protocolo, Señora—musitó al fin, no sabiendo realmente si a Ella le había molestado su manera de expresarse.
—Pues olvidemos el protocolo por una noche, ¿sí?—una risa cantarina y queda decoró estas palabras—¿Cuál es tu nombre, esclavo?—volvió a preguntar.
Él se quedó perplejo con aquella respuesta, pero no pudo por menos de contestar a lo que se le pedía.
—Señora, mi nombre es Ibara.
—Ibara...—repitió ella para sí como queriendo fijar la palabra en su mente, casi saboreándola—es un nombre extraño pero suena bonito. ¿No me miras, Ibara?
La espalda del esclavo se tensó y éste se obligó a mantener la cabeza baja. A los esclavos se les prohibía terminantemente levantar la vista salvo si se les daba orden expresa de hacer lo contrario.
—No me lo permiten, Señora. No me permiten decidirlo por mí mismo—aclaró, dándose cuenta de que por la razón que fuera no habían informado a Dama Luna sobre los pormenores del protocolo en la mansión, ni en cuanto a cómo acostumbraban las Dóminas a tratar a los esclavos allí—sólo puedo hacerlo si usted me lo ordena.
Ella guardó unos segundos de silencio y se quedó quieta detrás de él. Asintió levemente e Ybara no pudo verlo, aunque sí pudo sentir aquel par de ojos clavándose como estiletes en su culo.
—¿Y si te lo pido?—inquirió, avanzando hasta situarse frente a él. Con delicadeza extendió el brazo y le tocó el hombro.
Ibara no pudo evitar sonreír un poco, si tan solo fuera porque le descolocaba sobremanera un trato tan dulce. Dado que la Dama le había hecho una pregunta, contestó como mejor supo.
—Supongo que sería suficiente, Señora—murmuró sintiéndose tosco bajo la tibia caricia, ojos clavados en los pies descalzos de ella. Rara vez las Dóminas mostraban sus pies; mostrar los pies era algo que se utilizaba normalmente para recompensar la buena conducta de un esclavo, pues algunos de ellos-la mayoría- acertaba a tener fetiche arraigado con esta parte de la anatomía femenina. Los pies de Dama Luna se veían sencillos, las uñas estaban cortadas rectas, sin pintura ni decoración. Eran unos pies pequeños, que aún conservaban la profunda marca del reborde de los zapatos de tacón que su dueña había elegido llevar aquella noche.
—Bueno, pues te lo pido—repuso ella en tono calmado—mírame, Ibara, por favor.
Tímidamente, él levantó la cabeza para obedecer y devolverle la mirada. Las pupilas de Dama Luna parecieron tragarle entonces de manera casi mística, y él tuvo la sensación de haber quedado atrapado en ellas.
—Eres muy guapo—murmuró ella.
Le costó amoldar el plug a su cuerpo y tuvo que dar pequeños paseos para acostumbrarse a caminar con él. En previsión de lo que la Dama pudiera querer hacer con su cuerpo, Ibara había escogido un buen tamaño y, a pesar de haber lubricado el trasto a conciencia tras retirar el envoltorio estéril, su aceitado agujero protestaba resistiéndose a desdibujarse en torno a él.
ibara estaba acostumbrado a no hacer demasiado caso al dolor físico, así que se limitó a aguantarse y siguió andando, esta vez acercándose a otro saliente donde había algunas telas apiladas que los esclavos podían usar para cubrir su desnudez. Sólo se les permitía tapar su sexo a medias, dejando el trasero al aire como símbolo de disposición y accesibilidad, indicando que el esclavo podía ser follado en cualquier momento por el culo sin ropa que molestase. Cuanto menos superficie de tela se utilizara, mejor. Ibara escogió uno de aquellos trapos, cuyo color blanco contrastaba con su piel, y se lo anudó rápidamente a la cintura a la manera usual en la mansión. Si él fuera un esclavo neófito probablemente invertiría mucho más tiempo haciendo aquellas maniobras, pero era experimentado y toda esta sesión de "chapa y pintura" sólo le llevó unos minutos.
De vuelta en el corredor, ya yendo hacia las escaleras para ascender de nuevo a los mundos superiores, Ibara dedicó un último pensamiento a aquel que estaba allí encerrado en el mismo sótano, relativamente cerca de la galería que él cruzaba en aquel momento: su hermano Ulkie. Era frustrante como pocas cosas pasar por delante de donde él estaba, saberse a unos pocos pasos de él y no poder hacer nada. De ninguna manera podía acercarse a ver a Ulkie ahora; no tendría ninguna lógica para los guardianes de la puerta -nadie en la mansión sabía que eran hermanos-, y por otra parte podría llegar tarde a la presencia de Dama Luna, cosa que en ningún modo le convenía.
A Ibara le interesaba, por lo pronto, mantener una conducta intachable en aquel lugar. No sólo por ahorrarse castigos y sufrimiento, sino porque Ulkie estaba allí, y él no podía permitirse el riesgo de ser expulsado. Cuando llegara el momento de actuar, Ibara actuaría, pero hasta entonces sólo le quedaba apretar dientes y esperar.
Pensar en Ulkie era doloroso. Ibara contaba los días esperando el momento en que le tocara a él la tarea de alimentarle, para aprovechar al máximo esos instantes que otorgaban sentido a estar con él bajo las normas de la mansión. Como esclavo no podía interferir en el duro trato que Ulkie recibía, y eso le hacía arder las venas. Pero también pensaba que la situación de su hermano en la mansión de la Reina Patricia era bastante mejor que cuando ambos trabajaban en el circo. Aunque al menos en el circo Ibara podía cuidar de Ulkie, cosa que en la mansión quedaba a años luz de estar a su alcance.
Tratando de centrarse en cada paso que daba hacia las dependencias de invitados, finalmente el esclavo llegó ante la puerta de Dama Luna.
Respiró hondo, dio un último vistazo a la tela que le cubría entre las piernas para verificar su posición, se secó unas gotas de sudor de la frente con el dorso de la mano y dio un par de golpecitos en la puerta.
—Está abierto—escuchó la voz femenina desde dentro de la habitación.
Ibara empujó la puerta con suavidad y entró a la estancia en penumbra.
—Señora—murmuró, deteniéndose un par de pasos más allá de la puerta, manos atrás, mirada baja al suelo como dictaba el protocolo—este esclavo está a su total disposición.
Advirtió movimiento a su derecha, justo donde se recortaba contra el fuego de la chimenea la silueta de un diván frente a la enorme cama con dosel. Un rumor de telas que se levantaban pareció llenar la habitación por un momento y, como el ave fénix surgiendo de sus cenizas, Dama Luna se puso en pie. Estaba desnuda, y aunque Ibara no podía ver esto a contraluz, sí que pudo olerlo.
—¿Cuál es tu nombre, esclavo?
Dama Luna se había acercado por un lateral y le contemplaba ahora sin tapujos. Ybara podía sentir su mirada ávida perforándole de arriba a abajo al tiempo que ella se movía en torno a él, trazando un lento círculo paso a paso.
—El nombre de este esclavo es el que Usted quiera, Dama.
—¿Siempre hablas en tercera persona?—inquirió ella en un susurro directo al cuello de Ibara desde atrás.
Él se quedó un poco parado sin saber qué responder, estremecido por el choque de su aliento. Normalmente una Dómina no se acercaba tanto a un esclavo, a menos que éste estuviera de rodillas.
—Es el protocolo, Señora—musitó al fin, no sabiendo realmente si a Ella le había molestado su manera de expresarse.
—Pues olvidemos el protocolo por una noche, ¿sí?—una risa cantarina y queda decoró estas palabras—¿Cuál es tu nombre, esclavo?—volvió a preguntar.
Él se quedó perplejo con aquella respuesta, pero no pudo por menos de contestar a lo que se le pedía.
—Señora, mi nombre es Ibara.
—Ibara...—repitió ella para sí como queriendo fijar la palabra en su mente, casi saboreándola—es un nombre extraño pero suena bonito. ¿No me miras, Ibara?
La espalda del esclavo se tensó y éste se obligó a mantener la cabeza baja. A los esclavos se les prohibía terminantemente levantar la vista salvo si se les daba orden expresa de hacer lo contrario.
—No me lo permiten, Señora. No me permiten decidirlo por mí mismo—aclaró, dándose cuenta de que por la razón que fuera no habían informado a Dama Luna sobre los pormenores del protocolo en la mansión, ni en cuanto a cómo acostumbraban las Dóminas a tratar a los esclavos allí—sólo puedo hacerlo si usted me lo ordena.
Ella guardó unos segundos de silencio y se quedó quieta detrás de él. Asintió levemente e Ybara no pudo verlo, aunque sí pudo sentir aquel par de ojos clavándose como estiletes en su culo.
—¿Y si te lo pido?—inquirió, avanzando hasta situarse frente a él. Con delicadeza extendió el brazo y le tocó el hombro.
Ibara no pudo evitar sonreír un poco, si tan solo fuera porque le descolocaba sobremanera un trato tan dulce. Dado que la Dama le había hecho una pregunta, contestó como mejor supo.
—Supongo que sería suficiente, Señora—murmuró sintiéndose tosco bajo la tibia caricia, ojos clavados en los pies descalzos de ella. Rara vez las Dóminas mostraban sus pies; mostrar los pies era algo que se utilizaba normalmente para recompensar la buena conducta de un esclavo, pues algunos de ellos-la mayoría- acertaba a tener fetiche arraigado con esta parte de la anatomía femenina. Los pies de Dama Luna se veían sencillos, las uñas estaban cortadas rectas, sin pintura ni decoración. Eran unos pies pequeños, que aún conservaban la profunda marca del reborde de los zapatos de tacón que su dueña había elegido llevar aquella noche.
—Bueno, pues te lo pido—repuso ella en tono calmado—mírame, Ibara, por favor.
Tímidamente, él levantó la cabeza para obedecer y devolverle la mirada. Las pupilas de Dama Luna parecieron tragarle entonces de manera casi mística, y él tuvo la sensación de haber quedado atrapado en ellas.
—Eres muy guapo—murmuró ella.
Ibara agradecía en lo más profundo la amabilidad de Dama Luna. Era este un rasgo terriblemente inusual. Pero, precisamente por eso, la situación le perturbaba. No estaba acostumbrado a la conversación horizontal con una Mujer dentro de aquellos muros, manteniendo a pulso los ojos al mismo nivel, y que además ésta le dijera un comentario agradable aunque se tratara de algo tan trivial como alabar su físico.
—Gracias, Señora—respondió de forma automática. Y añadió con cierta osadía—Usted es muy bella, si me permite decirlo.
En la mansión de la Reina Patricia un esclavo no tenía derecho a opinar. Menos aún sobre el aspecto físico de una Dómina. Pero Ibara se daba cuenta de que Dama Luna era diferente, y de algún modo se sintió lo bastante valiente como para decir aquello.
Ella sonrió y, ante el asombro del esclavo, bajó la mirada por instinto. Ese gesto primario sin pensar casi hizo retroceder a Ibara; eso era algo que decididamente ninguna Dómina nunca, nunca jamás había hecho ni haría delante de él. Para colmo, Ibara era un poco más alto que Dama Luna, así que, al estar los dos de pie, que ella bajara la mirada la colocaba de inmediato en una "esfera" inferior según el lenguaje corporal, literalmente un escalón por debajo. Nunca, nunca jamás una Dómina se pondría a sí misma por debajo de un esclavo, y mucho menos por instinto.
—Te lo agradezco, Ibara. Lo fui—dijo meneando la cabeza—Ahora mírame. Mi cuerpo... es una pena.
Ibara pestañeó, logrando mantenerse en su sitio. Se preguntó si lo último que había dicho la Dama significaba que ella quería que él la mirase, que se fijara en su cuerpo. No lo sabía; realmente no tenía ni idea de qué hacer, y ella parecía estar esperando una respuesta. Resolviendo arriesgarse, el esclavo se permitió dar un pequeño paso atrás para observarla mejor a la luz del fuego de la chimenea.
El cuerpo de Dama Luna era hermoso. Ella había hablado como si hubiera tenido un pasado florecido, como si de hecho tuviera más edad de la que parecía tener. Sus formas se veían aún gloriosas bajo la piel blanca; lo único que desconcertaba un poco era la tupida mata de vello canoso en la zona del pubis e ingles, donde los ojos de Ibara tropezaron y se detuvieron sin remedio.
—Oh, lo sé, es un asco—murmuró ella para el pasmo del esclavo, refiriéndose con toda certeza a aquellas greñas, pues se había dado cuenta de cómo él la había mirado—Verás, es que... me da miedo rasurarme—rio con algo de vergüenza como admitiendo algo inconfesable—me da miedo...cortarme. Es una zona tan...
Ibara tragó saliva. Aquí no valía echar mano del arsenal habitual. Estaba al corriente de los gustos de las Dóminas allí y sabía cómo satisfacerlas, pero estar con Dama Luna era como tener que actuar sin guion, improvisando. Y dado quién era ella no podía permitirse cometer el más mínimo error.
A pesar de que ella se había referido a su propio pubis como "un asco", él no osó contradecirla.
—Si está incómoda y quiere quitarse el vello, yo puedo hacerlo, Señora.—con eso no había problema, en definitiva. Lo había hecho más veces de las que podía recordar, tanto a hombres como a mujeres.—No se preocupe, no la cortaré.
—¿Sí...?—inquirió ella, genuinamente dubitativa.—pero ¿eso no es algo muy... desagradable para ti?
Ibara no pudo evitar un resoplido para no reír. Se pregunto si estaba soñando porque, definitivamente, ese trato no era normal. Sus preferencias no importaban allí, ¿por qué Dama Luna se interesaba por su maldito bienestar?
—En absoluto, Señora.—y no mentía al decir esto. No le daba ninguna repugnancia hacer algo así. Era un acto mucho más inocente y blanco que lo que algunas Dóminas llegaban a hacerle a los esclavos en aquella casa, desde usarlos como ceniceros y apagarles los cigarros en la boca hasta obligarles a comer su propia mierda.—si lo necesita, estaré encantado de hacerlo.
Dama Luna sonrió y volvió a bajar los ojos con timidez.
—Gracias—murmuró.—Mi hermana te señaló como un buen esclavo, y veo que no se equivocaba.
A pesar del surrealismo de la situación, Ibara no podía negar que ella era un encanto.
—Gracias a Usted, Dama. ¿Quiere entonces que lo haga?—añadió para confirmar si ella hablaba en serio.
—Sí, por favor.
Ibara inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Era una buena idea, y estaba claro que Dama Luna disfrutaría más, mucho más de cualquier actividad sexual después de haberse quitado de en medio esa mata de vello.
—Señora, si me permite decirlo, si se da un baño caliente el vello se ablandará y será más fácil cortarlo—musitó casi de carrerilla— Si quiere puedo prepararle un baño, e ir a por lo que necesito mientras Usted se relaja.
Ella casi aplaudió.
—¡Oh! En realidad es una idea estupenda, Ibara. Eres un sueño de esclavo, ¿lo sabías? Muchas gracias.
—Es Usted muy generosa, Dama. Me pondré colorado—sonrió él, esquivándole la mirada a Dama Luna por puro respeto para fijar los ojos en el suelo. En realidad no decía aquello por decir. Sentía calor subiéndole por las mejillas, y se hacía cargo del rubor que probablemente las colorearía en aquel momento.
—Solo digo la verdad—insistió ella sin importarle lo más mínimo la reacción de él ante los halagos.
—Si le parece iré... iré a prepararle el baño, Dama.
—Gracias, Señora—respondió de forma automática. Y añadió con cierta osadía—Usted es muy bella, si me permite decirlo.
En la mansión de la Reina Patricia un esclavo no tenía derecho a opinar. Menos aún sobre el aspecto físico de una Dómina. Pero Ibara se daba cuenta de que Dama Luna era diferente, y de algún modo se sintió lo bastante valiente como para decir aquello.
Ella sonrió y, ante el asombro del esclavo, bajó la mirada por instinto. Ese gesto primario sin pensar casi hizo retroceder a Ibara; eso era algo que decididamente ninguna Dómina nunca, nunca jamás había hecho ni haría delante de él. Para colmo, Ibara era un poco más alto que Dama Luna, así que, al estar los dos de pie, que ella bajara la mirada la colocaba de inmediato en una "esfera" inferior según el lenguaje corporal, literalmente un escalón por debajo. Nunca, nunca jamás una Dómina se pondría a sí misma por debajo de un esclavo, y mucho menos por instinto.
—Te lo agradezco, Ibara. Lo fui—dijo meneando la cabeza—Ahora mírame. Mi cuerpo... es una pena.
Ibara pestañeó, logrando mantenerse en su sitio. Se preguntó si lo último que había dicho la Dama significaba que ella quería que él la mirase, que se fijara en su cuerpo. No lo sabía; realmente no tenía ni idea de qué hacer, y ella parecía estar esperando una respuesta. Resolviendo arriesgarse, el esclavo se permitió dar un pequeño paso atrás para observarla mejor a la luz del fuego de la chimenea.
El cuerpo de Dama Luna era hermoso. Ella había hablado como si hubiera tenido un pasado florecido, como si de hecho tuviera más edad de la que parecía tener. Sus formas se veían aún gloriosas bajo la piel blanca; lo único que desconcertaba un poco era la tupida mata de vello canoso en la zona del pubis e ingles, donde los ojos de Ibara tropezaron y se detuvieron sin remedio.
—Oh, lo sé, es un asco—murmuró ella para el pasmo del esclavo, refiriéndose con toda certeza a aquellas greñas, pues se había dado cuenta de cómo él la había mirado—Verás, es que... me da miedo rasurarme—rio con algo de vergüenza como admitiendo algo inconfesable—me da miedo...cortarme. Es una zona tan...
Ibara tragó saliva. Aquí no valía echar mano del arsenal habitual. Estaba al corriente de los gustos de las Dóminas allí y sabía cómo satisfacerlas, pero estar con Dama Luna era como tener que actuar sin guion, improvisando. Y dado quién era ella no podía permitirse cometer el más mínimo error.
A pesar de que ella se había referido a su propio pubis como "un asco", él no osó contradecirla.
—Si está incómoda y quiere quitarse el vello, yo puedo hacerlo, Señora.—con eso no había problema, en definitiva. Lo había hecho más veces de las que podía recordar, tanto a hombres como a mujeres.—No se preocupe, no la cortaré.
—¿Sí...?—inquirió ella, genuinamente dubitativa.—pero ¿eso no es algo muy... desagradable para ti?
Ibara no pudo evitar un resoplido para no reír. Se pregunto si estaba soñando porque, definitivamente, ese trato no era normal. Sus preferencias no importaban allí, ¿por qué Dama Luna se interesaba por su maldito bienestar?
—En absoluto, Señora.—y no mentía al decir esto. No le daba ninguna repugnancia hacer algo así. Era un acto mucho más inocente y blanco que lo que algunas Dóminas llegaban a hacerle a los esclavos en aquella casa, desde usarlos como ceniceros y apagarles los cigarros en la boca hasta obligarles a comer su propia mierda.—si lo necesita, estaré encantado de hacerlo.
Dama Luna sonrió y volvió a bajar los ojos con timidez.
—Gracias—murmuró.—Mi hermana te señaló como un buen esclavo, y veo que no se equivocaba.
A pesar del surrealismo de la situación, Ibara no podía negar que ella era un encanto.
—Gracias a Usted, Dama. ¿Quiere entonces que lo haga?—añadió para confirmar si ella hablaba en serio.
—Sí, por favor.
Ibara inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Era una buena idea, y estaba claro que Dama Luna disfrutaría más, mucho más de cualquier actividad sexual después de haberse quitado de en medio esa mata de vello.
—Señora, si me permite decirlo, si se da un baño caliente el vello se ablandará y será más fácil cortarlo—musitó casi de carrerilla— Si quiere puedo prepararle un baño, e ir a por lo que necesito mientras Usted se relaja.
Ella casi aplaudió.
—¡Oh! En realidad es una idea estupenda, Ibara. Eres un sueño de esclavo, ¿lo sabías? Muchas gracias.
—Es Usted muy generosa, Dama. Me pondré colorado—sonrió él, esquivándole la mirada a Dama Luna por puro respeto para fijar los ojos en el suelo. En realidad no decía aquello por decir. Sentía calor subiéndole por las mejillas, y se hacía cargo del rubor que probablemente las colorearía en aquel momento.
—Solo digo la verdad—insistió ella sin importarle lo más mínimo la reacción de él ante los halagos.
—Si le parece iré... iré a prepararle el baño, Dama.
II
El esclavo conocía lo suficiente la mansión para saber que en la habitación de toda Dómina había integrado un cuarto de baño, si no era que se trataba de dependencias más grandes destinadas a personalidades de peso. En realidad no sabía si el antiguo caserón se trataba de un viejo hotel restaurado, o simplemente había sido diseñado de esa forma por la propia Reina Patricia o por quien fuera, pero en cualquiera de los casos contaba con todas las comodidades.
Ibara preparó la bañera redonda encastrada en el suelo de mármol y vertió aceites aromáticos bajo el potente chorro que caía desde el grifo dorado. Pronto la fragancia relajante del espliego y los vapores del agua caliente inundaron la estancia, empañando el gran espejo que iba de suelo a techo en la pared frente a la bañera.
—¿Quiere que ponga algún tipo de sales aromáticas especiales, Señora?—preguntó al tiempo que se incorporaba, evitando una vez más enfrentarse a la mirada de Dama Luna.
Ésta le observaba apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
—De magnolia... estaría bien—musitó por debajo del murmullo del agua, aunque Ibara pudo entenderla—¿podríamos apagar la luz y poner unas velas... por favor?
—Claro, Señora.
Aquel modo que tenía Dama Luna de "pedirle" las cosas le descomponía, pero no se sentía del todo desagradable salvo por la pura desorientación experimentada en consecuencia. Era como si a Ibara le dieran un mazazo en la cabeza cada vez que ella le daba una "no orden". Después de llevar prácticamente un año metido allí, sometido día tras día al trato vejatorio de las féminas, aquella dulzura no había por donde cogerla y sentía que no sabía muy bien qué hacer con ella.
Por un momento se sintió tentado de preguntar a Dama Luna si todo aquello era algún tipo de broma urdida entre ella y su hermana, pero le pareció tan sumamente irrespetuoso decir aquello que optó por cerrar la boca y buscar lo que ella le había pedido.
—No tiene sales ni aceite de magnolia aquí—informó a la Dama tras echar una mirada a los botecitos apilados en un estante—pero puedo conseguírselo. Lo traeré en un momento junto con todo lo demás, si le parece bien, Señora.
Ella le dio su beneplácito, y el salió de las habitaciones tan rápido como si los pies le ardieran. Se había terminado sintiendo atrapado allí, incluso se le había volteado el estómago. Le estaba costando asumir una realidad no sólo diferente sino contraria a la experimentada durante el último año de su vida; no estaba preparado para un giro como aquel, no podía haberlo imaginado.
"Tranquilízate, Ibara" se dijo mientras enfilaba el corredor principal, rumbo al pequeño almacén sanitario al fondo del pasillo donde se guardaban, entre otras cosas, las cuchillas desechables de afeitar. "No tiene nada de malo. En lo que queda de noche te acostumbrarás".
No tardó en conseguir gel y cuchillas para llevar a cabo su tarea. La esencia de magnolia le costó un poco más encontrarla; tuvo que insistir en la búsqueda y colarse en algunas habitaciones vacías hasta que dio con ella y con las sales. Por último, fue a buscar velas aromáticas y cerillas en una especie de stock que tenían montado en el vestíbulo, teóricamente vigilado por un esclavo de alto rango las veinticuatro horas del día, aunque en aquel momento no había nadie allí. Ibara sabía que probablemente habría cámaras vigilando aún así -las paredes tenían ojos literalmente en aquella mansión-, por eso sólo se limitó a coger lo que necesitaba. Al fin y al cabo, si alguien preguntaba luego él podría justificarlo, no era como si las hubiera robado de allí.
Considerando que era importante no hacer esperar a Dama Luna, apretó el paso, portando los enseres contra su torso desnudo, para volver a sus habitaciones. El corazón le latía deprisa cuando alcanzó la puerta entreabierta. Esta vez entró directamente, osando no llamar. Dejó lo que traía en un mueble auxiliar, y mirando alrededor comprobó que ella ya debía de estar metida en la bañera, pues no se la veía por ninguna parte.
Se aventuró con paso vacilante hacia la franja de luz procedente del cuarto de baño, sosteniendo las velas en las manos. Las velas acertaban a ser rojas, no porque él las hubiera elegido así, sino porque fueron las primeras que vio y no había querido perder tiempo.
—¿Señora...?—preguntó educadamente antes de entrar.
Tal y como Ibara había pensado, se escuchó un chapoteo al otro lado de la puerta que indicaba que Dama Luna estaba ya metida en el agua.
—Entra, por favor.
El esclavo abrió la puerta para encontrarse con la mujer desnuda recostada en la bañera. La espuma blanca la besaba a mitad de sus pechos y el largo cabello plateado caía suelto por sus hombros, rizándose y quedando empapado en las puntas.
—¿Puedes apagar la luz...?
—Claro, Dama. En seguida.
Ibara se dispuso a satisfacerla, encendiendo las velas y apagando la lámpara como lágrima de cristal que pendía del techo antes de preguntarle a ella cómo quería colocarlas.
—Pues... puedes poner una vela aquí, otra allí...—ella indicaba un sitio u otro con la ilusión de una niña. Tal vez le faltaba un tornillo, pensó Ibara; tal vez estaba mal de la cabeza, pero era encantadora y dulce como ninguna otra mujer allí.
—¿Así está bien, Dama?—preguntó el esclavo suavemente cuando hubo colocado las velas como ella quería.
—Está muy bien. Está perfecto, gracias—replicó ella con susurrante entusiasmo.
—¿Quiere que le traiga el aceite y las sales de magnolia? ¿Le sigue apeteciendo, Señora?
Ibara preparó la bañera redonda encastrada en el suelo de mármol y vertió aceites aromáticos bajo el potente chorro que caía desde el grifo dorado. Pronto la fragancia relajante del espliego y los vapores del agua caliente inundaron la estancia, empañando el gran espejo que iba de suelo a techo en la pared frente a la bañera.
—¿Quiere que ponga algún tipo de sales aromáticas especiales, Señora?—preguntó al tiempo que se incorporaba, evitando una vez más enfrentarse a la mirada de Dama Luna.
Ésta le observaba apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
—De magnolia... estaría bien—musitó por debajo del murmullo del agua, aunque Ibara pudo entenderla—¿podríamos apagar la luz y poner unas velas... por favor?
—Claro, Señora.
Aquel modo que tenía Dama Luna de "pedirle" las cosas le descomponía, pero no se sentía del todo desagradable salvo por la pura desorientación experimentada en consecuencia. Era como si a Ibara le dieran un mazazo en la cabeza cada vez que ella le daba una "no orden". Después de llevar prácticamente un año metido allí, sometido día tras día al trato vejatorio de las féminas, aquella dulzura no había por donde cogerla y sentía que no sabía muy bien qué hacer con ella.
Por un momento se sintió tentado de preguntar a Dama Luna si todo aquello era algún tipo de broma urdida entre ella y su hermana, pero le pareció tan sumamente irrespetuoso decir aquello que optó por cerrar la boca y buscar lo que ella le había pedido.
—No tiene sales ni aceite de magnolia aquí—informó a la Dama tras echar una mirada a los botecitos apilados en un estante—pero puedo conseguírselo. Lo traeré en un momento junto con todo lo demás, si le parece bien, Señora.
Ella le dio su beneplácito, y el salió de las habitaciones tan rápido como si los pies le ardieran. Se había terminado sintiendo atrapado allí, incluso se le había volteado el estómago. Le estaba costando asumir una realidad no sólo diferente sino contraria a la experimentada durante el último año de su vida; no estaba preparado para un giro como aquel, no podía haberlo imaginado.
"Tranquilízate, Ibara" se dijo mientras enfilaba el corredor principal, rumbo al pequeño almacén sanitario al fondo del pasillo donde se guardaban, entre otras cosas, las cuchillas desechables de afeitar. "No tiene nada de malo. En lo que queda de noche te acostumbrarás".
No tardó en conseguir gel y cuchillas para llevar a cabo su tarea. La esencia de magnolia le costó un poco más encontrarla; tuvo que insistir en la búsqueda y colarse en algunas habitaciones vacías hasta que dio con ella y con las sales. Por último, fue a buscar velas aromáticas y cerillas en una especie de stock que tenían montado en el vestíbulo, teóricamente vigilado por un esclavo de alto rango las veinticuatro horas del día, aunque en aquel momento no había nadie allí. Ibara sabía que probablemente habría cámaras vigilando aún así -las paredes tenían ojos literalmente en aquella mansión-, por eso sólo se limitó a coger lo que necesitaba. Al fin y al cabo, si alguien preguntaba luego él podría justificarlo, no era como si las hubiera robado de allí.
Considerando que era importante no hacer esperar a Dama Luna, apretó el paso, portando los enseres contra su torso desnudo, para volver a sus habitaciones. El corazón le latía deprisa cuando alcanzó la puerta entreabierta. Esta vez entró directamente, osando no llamar. Dejó lo que traía en un mueble auxiliar, y mirando alrededor comprobó que ella ya debía de estar metida en la bañera, pues no se la veía por ninguna parte.
Se aventuró con paso vacilante hacia la franja de luz procedente del cuarto de baño, sosteniendo las velas en las manos. Las velas acertaban a ser rojas, no porque él las hubiera elegido así, sino porque fueron las primeras que vio y no había querido perder tiempo.
—¿Señora...?—preguntó educadamente antes de entrar.
Tal y como Ibara había pensado, se escuchó un chapoteo al otro lado de la puerta que indicaba que Dama Luna estaba ya metida en el agua.
—Entra, por favor.
El esclavo abrió la puerta para encontrarse con la mujer desnuda recostada en la bañera. La espuma blanca la besaba a mitad de sus pechos y el largo cabello plateado caía suelto por sus hombros, rizándose y quedando empapado en las puntas.
—¿Puedes apagar la luz...?
—Claro, Dama. En seguida.
Ibara se dispuso a satisfacerla, encendiendo las velas y apagando la lámpara como lágrima de cristal que pendía del techo antes de preguntarle a ella cómo quería colocarlas.
—Pues... puedes poner una vela aquí, otra allí...—ella indicaba un sitio u otro con la ilusión de una niña. Tal vez le faltaba un tornillo, pensó Ibara; tal vez estaba mal de la cabeza, pero era encantadora y dulce como ninguna otra mujer allí.
—¿Así está bien, Dama?—preguntó el esclavo suavemente cuando hubo colocado las velas como ella quería.
—Está muy bien. Está perfecto, gracias—replicó ella con susurrante entusiasmo.
—¿Quiere que le traiga el aceite y las sales de magnolia? ¿Le sigue apeteciendo, Señora?
La aludida asintió y cerró los ojos, volviendo a reclinar la espalda contra la bañera y descansando la nuca en el borde. Había hecho un viaje largo para llegar hasta allí, y después del trasiego y de haber sorteado preguntas indiscretas durante la comilona, los kilómetros recorridos empezaban a pasar factura.
En un abrir y cerrar de ojos, Ibara estaba de vuelta a su lado con el aceite y las sales de baño.
—¿Quiere que ponga unas gotas en la bañera? Puedo darle un masaje, si Usted quiere.
Empezó a acariciar en su mente el deseo real de satisfacer a aquella mujer. Realmente él no estaba en la mansión por haberlo elegido sino que había ido a parar allí por otras circunstancias, así que hacía lo que hacía porque se lo imponían. Tragaba con ello por razones, y se había acostumbrado; había vivido realidades más hostiles y peores, pero eso no significaba que se excitara complaciendo a las Dóminas ni que deseara siquiera hacerlo. Por supuesto, Ibara se guardaba mucho de mostrar lo que sentía y esta ausencia de vocación en la mansión... y en aquel momento, junto a Dama Luna, sentía por primera vez que quería hacer algo por ella. Sí. No le importaría en lo más mínimo darle placer a aquella mujer. La mayoría de "Señoras" allí eran verdaderas brujas que merecían ser escupidas a la cara, ¡incluida la Reina Patricia! Pero Dama Luna no. Sus tímidos accesos de locura eran demasiado auténticos para que todo aquello se tratara de una broma, y de pronto Ibara sentía que deseaba hacerla disfrutar. Se dio cuenta de que se había endurecido sensiblemente bajo el taparrabos sólo con pensar en darle a la Dama todo lo que ella quisiera... no recordaba que nunca antes una Dómina le hubiera hecho empalmarse sin ni siquiera tocarle, sin dirigirse a él como un maldito perro.
—Un masaje vendría bien. ¿Quieres entrar a la bañera conmigo?
Oh, no, eso sí que no.
—No puedo hacer eso, Señora—repuso el esclavo inmediatamente, rectificando la posición y arrodillándose junto a la bañera para alcanzar los hombros de Dama Luna y comenzar a darle el mencionado masaje—Lo siento, no me lo permiten.
Ella se echó hacia delante y se apartó el cabello de la espalda, ofreciéndole a Ibara la huesuda y marcada columna vertebral como raspa de sirena.
—¿Por qué no?—inquirió con sincera curiosidad.
—Un esclavo es algo sucio, Señora—respondió Ibara mientras vertía unas gotas de aceite de magnolia en la palma de su mano, casi recitando aquello como un mantra—un esclavo es algo sucio por definición. Si me metiera ahí con Usted, contaminaría el agua de su baño.
Era triste, pero por su propio bien el esclavo había aprendido rápido a fijar ese tipo de ideas en su cabeza. Esa clase de cosas formaban parte del corolario tácito de conducta allí, siguiendo la línea de constantemente marcar la diferencia entre las Diosas y la escoria, entre las Mujeres y los hombres.
—Bueno, pero ¿y si a mí no me importa que contamines el agua?
Ibara rió. No le sorprendiómucho a aquellas alturas que ella dijera algo así.
—Señora, me sentiría... me sentiría muy raro haciéndolo—murmuró— ¿Realmente quiere que lo haga?
Se sentiría raro y no sólo eso: algo así podría traerle problemas si alguien lo veía. No había nadie allí con ellos, pero en las habitaciones privadas también podría haber cámaras. Ibara no sabía si Dama Luna tenía conocimiento de esto.
Ella guardó silencio y cerró los ojos cuando el esclavo comenzó a masajear su espalda.
—¿...Y qué más cosas no te permiten hacer?—preguntó al fin después de su reflexión.
El esclavo sonrió. Había una lista larga para dar como respuesta, muchísimas cosas, miles. Hundió con cuidado las yemas de los dedos en la piel de Dama Luna y comenzó con suaves y lentos movimientos circulares siguiendo el contorno de los músculos.
—¿Te permiten follar?—preguntó ésta antes de que él pudiera decir nada. Las manos de Ibara se crisparon.
—No, Señora.
—¿No?—La incredulidad era ahora patente en el tono de voz de la Dama, incluso se giró un poco para mirarle a la cara por encima del hombro.
—No.—Ibara había logrado no romper el contacto piel con piel y continuó masajeando, pues nadie le había dicho que parase, pero seguía obcecado en rehuir el contacto visual—No, Señora. Sólo se me permite ser follado. No puedo penetrar.
—¿Estás castrado?—preguntó ella ladeando levemente la cabeza.
—Oh, no, Dama...
—Sé que algunos esclavos están castrados aquí en la mansión. Mi hermana me lo ha dicho.
—Así es, Señora, pero yo no—murmuró Ibara—sólo tengo prohibido meterla. Pero soy funcional.
Se permitió la licencia de decir aquello porque ya se encontraba medio borracho con aquella ninfa entre vapores aromáticos. Le descolocaban sus preguntas, eso no podía negarlo, pero también disfrutaba de su extraña compañía. Cuando él dijo eso, ella soltó una carcajada y meneó la cabeza.
—Ya veo. Qué cosas más absurdas hace mi hermana... ¿es que no follan las mujeres aquí?
Ibara movió las manos trazando olas sobre la espalda de la mujer, alcanzando una zona de tensión a nivel del trapecio.
—Los esclavos no las follan, Señora. O, dicho de otro modo, si un hombre las folla no es un esclavo.
—Entiendo. Y supongo que tampoco estará bien visto que una Dómina le haga a un esclavo una felación...
Él se revolvió inquieto con esta última pregunta, aunque se esforzó por continuar deshaciendo nudos musculares con el masaje.
—Bueno. No, no estaría muy bien visto eso, Señora, la verdad.
—¿Y qué tengo que hacer si tengo hambre?—le espetó ella entonces, aun pretendiendo buscarle la mirada.
Ibara no pudo evitar reír otra vez, aunque en esta ocasión a causa de los nervios.
—Señora, me temo que yo no puedo...
—¿Y si quiero que me follen, Ibara?¿Me tengo que ir de putos a un motel de carretera? Panda de frígidas...—añadió para sí con una agresividad que casi resultaba inocente.
El esclavo se mantuvo en silencio por unos instantes. No sabía qué decir. Por supuesto que Dama Luna tenía razón en su opinión, pero decir que sí a eso sería cuestionar con dos cojones a la Reina Patricia y reírse del reglamento dictado por ella en la mansión. Y por mucho que Dama Luna dijera verdades como puños, no dejaba de ser hermana de la Reina Patricia, así que todo lo que él dijera podría -quién sabe- ser usado en su contra más adelante.
Sin darse cuenta se encontró reflexionando en aguas más profundas mientras masajeaba la espalda pecosa de la mujer. Nunca lo había pensado de ese modo, pero no podía negar que ella defendía algo muy lógico: ¿qué ocurría si una mujer sentía el deseo de ser penetrada por un hombre, no por un objeto sino por una polla de verdad? ¿Estaba eso reñido con su dominación? ¿No sería lo normal que en ese caso buscara ese tipo de satisfacción en un esclavo, como hacía con todas las demás necesidades? Había esclavos bien dotados en la mansión cuyos venosos rabos podrían llevar a una mujer al cielo... ¿es que ninguna Dómina allí sentía ese tipo de deseo? No, pensándolo bien resultaba difícil de creer que todas quisieran follar exclusivamente como hombres, usando arneses y prótesis, sin sentir nunca la necesidad de ser llenada por vagina y culo o de hacer una mamada aunque fuera dominando.
En un abrir y cerrar de ojos, Ibara estaba de vuelta a su lado con el aceite y las sales de baño.
—¿Quiere que ponga unas gotas en la bañera? Puedo darle un masaje, si Usted quiere.
Empezó a acariciar en su mente el deseo real de satisfacer a aquella mujer. Realmente él no estaba en la mansión por haberlo elegido sino que había ido a parar allí por otras circunstancias, así que hacía lo que hacía porque se lo imponían. Tragaba con ello por razones, y se había acostumbrado; había vivido realidades más hostiles y peores, pero eso no significaba que se excitara complaciendo a las Dóminas ni que deseara siquiera hacerlo. Por supuesto, Ibara se guardaba mucho de mostrar lo que sentía y esta ausencia de vocación en la mansión... y en aquel momento, junto a Dama Luna, sentía por primera vez que quería hacer algo por ella. Sí. No le importaría en lo más mínimo darle placer a aquella mujer. La mayoría de "Señoras" allí eran verdaderas brujas que merecían ser escupidas a la cara, ¡incluida la Reina Patricia! Pero Dama Luna no. Sus tímidos accesos de locura eran demasiado auténticos para que todo aquello se tratara de una broma, y de pronto Ibara sentía que deseaba hacerla disfrutar. Se dio cuenta de que se había endurecido sensiblemente bajo el taparrabos sólo con pensar en darle a la Dama todo lo que ella quisiera... no recordaba que nunca antes una Dómina le hubiera hecho empalmarse sin ni siquiera tocarle, sin dirigirse a él como un maldito perro.
—Un masaje vendría bien. ¿Quieres entrar a la bañera conmigo?
Oh, no, eso sí que no.
—No puedo hacer eso, Señora—repuso el esclavo inmediatamente, rectificando la posición y arrodillándose junto a la bañera para alcanzar los hombros de Dama Luna y comenzar a darle el mencionado masaje—Lo siento, no me lo permiten.
Ella se echó hacia delante y se apartó el cabello de la espalda, ofreciéndole a Ibara la huesuda y marcada columna vertebral como raspa de sirena.
—¿Por qué no?—inquirió con sincera curiosidad.
—Un esclavo es algo sucio, Señora—respondió Ibara mientras vertía unas gotas de aceite de magnolia en la palma de su mano, casi recitando aquello como un mantra—un esclavo es algo sucio por definición. Si me metiera ahí con Usted, contaminaría el agua de su baño.
Era triste, pero por su propio bien el esclavo había aprendido rápido a fijar ese tipo de ideas en su cabeza. Esa clase de cosas formaban parte del corolario tácito de conducta allí, siguiendo la línea de constantemente marcar la diferencia entre las Diosas y la escoria, entre las Mujeres y los hombres.
—Bueno, pero ¿y si a mí no me importa que contamines el agua?
Ibara rió. No le sorprendiómucho a aquellas alturas que ella dijera algo así.
—Señora, me sentiría... me sentiría muy raro haciéndolo—murmuró— ¿Realmente quiere que lo haga?
Se sentiría raro y no sólo eso: algo así podría traerle problemas si alguien lo veía. No había nadie allí con ellos, pero en las habitaciones privadas también podría haber cámaras. Ibara no sabía si Dama Luna tenía conocimiento de esto.
Ella guardó silencio y cerró los ojos cuando el esclavo comenzó a masajear su espalda.
—¿...Y qué más cosas no te permiten hacer?—preguntó al fin después de su reflexión.
El esclavo sonrió. Había una lista larga para dar como respuesta, muchísimas cosas, miles. Hundió con cuidado las yemas de los dedos en la piel de Dama Luna y comenzó con suaves y lentos movimientos circulares siguiendo el contorno de los músculos.
—¿Te permiten follar?—preguntó ésta antes de que él pudiera decir nada. Las manos de Ibara se crisparon.
—No, Señora.
—¿No?—La incredulidad era ahora patente en el tono de voz de la Dama, incluso se giró un poco para mirarle a la cara por encima del hombro.
—No.—Ibara había logrado no romper el contacto piel con piel y continuó masajeando, pues nadie le había dicho que parase, pero seguía obcecado en rehuir el contacto visual—No, Señora. Sólo se me permite ser follado. No puedo penetrar.
—¿Estás castrado?—preguntó ella ladeando levemente la cabeza.
—Oh, no, Dama...
—Sé que algunos esclavos están castrados aquí en la mansión. Mi hermana me lo ha dicho.
—Así es, Señora, pero yo no—murmuró Ibara—sólo tengo prohibido meterla. Pero soy funcional.
Se permitió la licencia de decir aquello porque ya se encontraba medio borracho con aquella ninfa entre vapores aromáticos. Le descolocaban sus preguntas, eso no podía negarlo, pero también disfrutaba de su extraña compañía. Cuando él dijo eso, ella soltó una carcajada y meneó la cabeza.
—Ya veo. Qué cosas más absurdas hace mi hermana... ¿es que no follan las mujeres aquí?
Ibara movió las manos trazando olas sobre la espalda de la mujer, alcanzando una zona de tensión a nivel del trapecio.
—Los esclavos no las follan, Señora. O, dicho de otro modo, si un hombre las folla no es un esclavo.
—Entiendo. Y supongo que tampoco estará bien visto que una Dómina le haga a un esclavo una felación...
Él se revolvió inquieto con esta última pregunta, aunque se esforzó por continuar deshaciendo nudos musculares con el masaje.
—Bueno. No, no estaría muy bien visto eso, Señora, la verdad.
—¿Y qué tengo que hacer si tengo hambre?—le espetó ella entonces, aun pretendiendo buscarle la mirada.
Ibara no pudo evitar reír otra vez, aunque en esta ocasión a causa de los nervios.
—Señora, me temo que yo no puedo...
—¿Y si quiero que me follen, Ibara?¿Me tengo que ir de putos a un motel de carretera? Panda de frígidas...—añadió para sí con una agresividad que casi resultaba inocente.
El esclavo se mantuvo en silencio por unos instantes. No sabía qué decir. Por supuesto que Dama Luna tenía razón en su opinión, pero decir que sí a eso sería cuestionar con dos cojones a la Reina Patricia y reírse del reglamento dictado por ella en la mansión. Y por mucho que Dama Luna dijera verdades como puños, no dejaba de ser hermana de la Reina Patricia, así que todo lo que él dijera podría -quién sabe- ser usado en su contra más adelante.
Sin darse cuenta se encontró reflexionando en aguas más profundas mientras masajeaba la espalda pecosa de la mujer. Nunca lo había pensado de ese modo, pero no podía negar que ella defendía algo muy lógico: ¿qué ocurría si una mujer sentía el deseo de ser penetrada por un hombre, no por un objeto sino por una polla de verdad? ¿Estaba eso reñido con su dominación? ¿No sería lo normal que en ese caso buscara ese tipo de satisfacción en un esclavo, como hacía con todas las demás necesidades? Había esclavos bien dotados en la mansión cuyos venosos rabos podrían llevar a una mujer al cielo... ¿es que ninguna Dómina allí sentía ese tipo de deseo? No, pensándolo bien resultaba difícil de creer que todas quisieran follar exclusivamente como hombres, usando arneses y prótesis, sin sentir nunca la necesidad de ser llenada por vagina y culo o de hacer una mamada aunque fuera dominando.
—Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?—murmuró el esclavo. Sin darse cuenta había extendido los largos dedos y ahora rozaba los pechos de la mujer desde atrás con ambas manos. No sentía codicia por su piel y sin embargo siguió ahí, sin dejar de mover los dedos, extendiendo el masaje también a aquella zona.
—Claro, Ibara.
—¿Usted siente necesidad de ser penetrada ahora, Señora?
Ella se agitó encogiendo levemente las piernas y levantando olitas de agua templada que se estrellaron contra el borde de la bañera.
—Sí—respondió sin titubear.
Ibara se armó de valor y levantó la mirada hacia aquel rostro que volvía a asomarse por encima del hombro que masajeaba. Trago saliva y asintió con un movimiento casi imperceptible.
—Puedo... puedo meterle algo si quiere... cuando Usted me diga, Dama.
—No quiero objetos—replicó ella con un súbito resplandor de ferocidad en la mirada—quiero que me folles. Es injusto que no puedas. Es absurdo que seas un esclavo y no puedas cumplir y echarle un polvo en condiciones a una hembra.
El esclavo respiró hondo. La última vez que penetró a una mujer fue hace mucho, mucho tiempo.
—Es injusto, mi Señora—se mordió la lengua inmediatamente porque se dio cuenta de que se le había escapado un adjetivo posesivo como lo más natural—Disculpe, quise decir... es injusto, Señora.
Ella no pareció darse cuenta del error pues le miró sin saber por qué se disculpaba.
—¿Y tú no tienes ganas?—le espetó entonces con la mezcla de descaro y dulzura habitual, tan desconcertante como el aura que la rodeaba—¿no te apetece follar, Ibara?
El interpelado casi se echó a reír otra vez.
—Creo que nunca nadie me ha preguntado eso aquí desde que llegué, Señora.—musitó.
—No me has respondido—puntualizó Dama Luna—sé sincero, por favor.
¿Sincero? Llevaba tiempo excitado contra la pared exterior de la bañera, ¡claro que le apetecía pegar un polvo!, más aún cuando temía que se le hubiera olvidado lo que se sentía al meterla y sacarla bombeando duro. No se trataba sólo de que allí no pudieran follar; todo acto que significara o simbolizara penetrar estaba prohibido salvo si las Dóminas lo ordenaban: los besos con lengua, pajear el coño metiendo y sacando dedos, o cualquier cosa que implicara "meter" parte de la anatomía masculina en la femenina. Claro que Ibara, como hombre, echaba de menos esas cosas... por supuesto que sí, pero sabiendo que todo eso estaba vetado para él en aquella casa ni pensaba en ello.
—Claro que me apetece, Señora—respondió obligándose a ser sincero. Su propia voz le sonó algo más ronca de lo habitual al escucharla, casi como un gruñido.
—Ah, qué terrible es que aquí uno no pueda hacer lo que le apetece—se lamentó ella entonces, dirigiendo la vista al frente—tanto palacio, tanto lujo y tanto protocolo, para luego esto.
Ibara se dio cuenta de que tenía ambas manos casi agarrando los pechos de la mujer, rodeándola con los brazos desde atrás. Su miembro estaba hinchado y duro contra la superficie de mármol que alicataba la bañera, y sintió que le apetecía de pronto manosear aquellos pechos como manzanas, apretarlos en sus manos, frotar y pellizcar los pezones con los dedos impregnados en aceite.
Para terminar de empeorarlo todo, ella seguía hablando y echando más leña al fuego.
—Te confesaré algo, Ibara, ¿o eso tampoco está permitido?—era una pregunta retórica o en cualquier caso le daba igual la respuesta, porque continuó hablando—me gusta que me monten y me follen, me gusta sentir algo dentro que me llene, me encantaría chupártela hasta que me dieras tu corrida en la boca. Me gusta que me derramen cera caliente por la espalda porque amo esa sensación, ¿tampoco puedes hacer eso por mí?
Sobre el tema de la cera no había ninguna norma. Bien mirado no tenía por qué tratarse de una práctica extraña de sometimiento invertido sino de un simple juego de sensaciones y calor. Hasta donde Ibara sabía, a algunas personas les dolería aquella práctica pero, aun en el caso de que a Dama Luna le gustara el dolor, ¿quién era él para juzgar? él solamente cumplía órdenes.
—¿Quiere que derrame cera caliente por su espalda, Señora?
Ella se mordió el labio con fuerza y asintió, inclinándose todavía más hacia delante para ofrecerle al esclavo su desnudez hasta donde comenzaba el hueso sacro.
—Sí, por favor.—También quería sentir la cera en sus pechos, resbalando entre sus nalgas, y en los labios de su sexo cuando Ibara lo rasurase, pero por alguna razón no se atrevió a decirlo.
—¿La quiere ahora, Dama?
—Sí.
El esclavo jadeaba cuando tomó la vela más próxima en su mano derecha. Se irguió y estiró el brazo sobre la espalda de la mujer, tomando distancia para no quemarla. Sabía que la cera se enfriaba rápido y que la manera segura de hacer aquello era simplemente darle espacio que recorrer antes de aterrizar sobre la piel. Despacio, con los ojos fijos en la espalda tersa a la temblorosa luz de la llama, Ibara inclinó un poco la vela y dejó que un delgado torrente de cera roja cayera sobre Dama Luna.
Ella dio un respingo al notar el calor y los ríos densos que se deslizaban por su espalda, enfriándose al momento sobre su piel.
—Más...—musitó con voz temblorosa—más, por favor.
Ibara se había quedado con los ojos fijos en la espalda cubierta de cera roja. En la penumbra del cuarto de baño le parecía estar contemplando una ominosa mancha de sangre, densa, como si Dama Luna hubiera tenido alas y él se las acabara de arrancar de cuajo. Se pasó la lengua por los labios resecos y, espoleado por el placer de ella, no vaciló en satisfacerla una segunda vez.
—Sí, Dama.
Inclinó de nuevo la vela y vertió otro grueso río de cera caliente entre los omóplatos de Dama Luna. Ella se abrazó las rodillas con los brazos formando tifones en el agua de la bañera y gimió.
—Ibara, fóllame.
—No puedo, Señora—le costó trabajo decir aquello, casi le dolió.
—Nadie lo sabrá...
Él se inclinó entonces hacia su hombro para hablarle al oído, aun sujetando la vela por encima de ella.
—Hay cámaras, Señora.
—¿Qué?
—Hay cámaras por todas partes, también aquí en la habitación.
—Ah...—los ojos de Dama Luna se abrieron cuando al parecer ella recordó algo—sí, mi hermana me dijo... que por morbo algunas Dóminas suelen grabar lo que pasa en sus habitaciones a puerta cerrada. Pero hay un cuadro de mandos que puedo programar si quiero cerrar las cámaras para tener intimidad en mi habitación.
Ibara la escuchaba con atención. Lo que la Dama decía era lógico. No tenía ningún sentido que la grabaran a ella si ella no quería que lo hicieran, ¿verdad?. Según eso, entonces, ¿estarían a salvo de miradas allí dentro? Teóricamente sí, pero... quién podía poner la mano en el fuego.
—Si quita las cámaras le daré todo lo que quiera—se oyó a sí mismo decir al oído de la Dama en un susurro quebrado. Sabía que nada era allí seguro al cien por cien, sabía bien que se arriesgaba con aquello, pero al mismo tiempo no podía evitar dejarse llevar.
—¿Todo?—ella sonreía sin querer moverse, mostrando aquel hermoso mapa de cera roja en su espalda.
—Todo—jadeó Ibara, y a continuación se vio mencionando todo aquello que no podía hacer allí—besos en la boca, follarla y pajearla como Usted quiera. Mi corrida en la boca si la quiere.
—Me gusta duro, Ibara. ¿Te ves capaz?
Él se obligó a mantener la compostura para no golpear el lateral la bañera con las caderas.
—¿Se refiere a que le gusta que la follen duro, Señora?
—Sí...—jadeó ella—¿crees que podrás hacerlo, o eres de los que les gusta que les traten como a una mujer?
El esclavo sofocó una risa tras los labios apretados.
—No, Señora, no me gusta que me feminicen ni que me traten como a una mujer. Soy un hombre, Dama, me gusta follar yo, no que me follen a mí.
"Y entonces, ¿qué demonios haces aquí?" podría haber preguntado ella, con toda la lógica del mundo considerando que cada quien estaba ahí por propia voluntad. Sin embargo no dijo nada y pareció recrearse en las últimas palabras de él durante unos segundos, columpiándose en ellas como si fueran música.
—Quitaré las cámaras—dijo al fin—hay que meter algún tipo de código pero me lo han dejado apuntado.
Sin esperar respuesta por parte de Ibara, Dama Luna se irguió y se preparó para salir de la bañera. El esclavo se apresuró a levantarse para brindarle apoyo con su cuerpo y evitar que ella se resbalara debido a la precipitación. Por un momento vio que el cuerpo de ella trastabillaba y con suavidad colocó una mano en su cintura por si acaso ella perdía el equilibrio.
—Claro, Ibara.
—¿Usted siente necesidad de ser penetrada ahora, Señora?
Ella se agitó encogiendo levemente las piernas y levantando olitas de agua templada que se estrellaron contra el borde de la bañera.
—Sí—respondió sin titubear.
Ibara se armó de valor y levantó la mirada hacia aquel rostro que volvía a asomarse por encima del hombro que masajeaba. Trago saliva y asintió con un movimiento casi imperceptible.
—Puedo... puedo meterle algo si quiere... cuando Usted me diga, Dama.
—No quiero objetos—replicó ella con un súbito resplandor de ferocidad en la mirada—quiero que me folles. Es injusto que no puedas. Es absurdo que seas un esclavo y no puedas cumplir y echarle un polvo en condiciones a una hembra.
El esclavo respiró hondo. La última vez que penetró a una mujer fue hace mucho, mucho tiempo.
—Es injusto, mi Señora—se mordió la lengua inmediatamente porque se dio cuenta de que se le había escapado un adjetivo posesivo como lo más natural—Disculpe, quise decir... es injusto, Señora.
Ella no pareció darse cuenta del error pues le miró sin saber por qué se disculpaba.
—¿Y tú no tienes ganas?—le espetó entonces con la mezcla de descaro y dulzura habitual, tan desconcertante como el aura que la rodeaba—¿no te apetece follar, Ibara?
El interpelado casi se echó a reír otra vez.
—Creo que nunca nadie me ha preguntado eso aquí desde que llegué, Señora.—musitó.
—No me has respondido—puntualizó Dama Luna—sé sincero, por favor.
¿Sincero? Llevaba tiempo excitado contra la pared exterior de la bañera, ¡claro que le apetecía pegar un polvo!, más aún cuando temía que se le hubiera olvidado lo que se sentía al meterla y sacarla bombeando duro. No se trataba sólo de que allí no pudieran follar; todo acto que significara o simbolizara penetrar estaba prohibido salvo si las Dóminas lo ordenaban: los besos con lengua, pajear el coño metiendo y sacando dedos, o cualquier cosa que implicara "meter" parte de la anatomía masculina en la femenina. Claro que Ibara, como hombre, echaba de menos esas cosas... por supuesto que sí, pero sabiendo que todo eso estaba vetado para él en aquella casa ni pensaba en ello.
—Claro que me apetece, Señora—respondió obligándose a ser sincero. Su propia voz le sonó algo más ronca de lo habitual al escucharla, casi como un gruñido.
—Ah, qué terrible es que aquí uno no pueda hacer lo que le apetece—se lamentó ella entonces, dirigiendo la vista al frente—tanto palacio, tanto lujo y tanto protocolo, para luego esto.
Ibara se dio cuenta de que tenía ambas manos casi agarrando los pechos de la mujer, rodeándola con los brazos desde atrás. Su miembro estaba hinchado y duro contra la superficie de mármol que alicataba la bañera, y sintió que le apetecía de pronto manosear aquellos pechos como manzanas, apretarlos en sus manos, frotar y pellizcar los pezones con los dedos impregnados en aceite.
Para terminar de empeorarlo todo, ella seguía hablando y echando más leña al fuego.
—Te confesaré algo, Ibara, ¿o eso tampoco está permitido?—era una pregunta retórica o en cualquier caso le daba igual la respuesta, porque continuó hablando—me gusta que me monten y me follen, me gusta sentir algo dentro que me llene, me encantaría chupártela hasta que me dieras tu corrida en la boca. Me gusta que me derramen cera caliente por la espalda porque amo esa sensación, ¿tampoco puedes hacer eso por mí?
Sobre el tema de la cera no había ninguna norma. Bien mirado no tenía por qué tratarse de una práctica extraña de sometimiento invertido sino de un simple juego de sensaciones y calor. Hasta donde Ibara sabía, a algunas personas les dolería aquella práctica pero, aun en el caso de que a Dama Luna le gustara el dolor, ¿quién era él para juzgar? él solamente cumplía órdenes.
—¿Quiere que derrame cera caliente por su espalda, Señora?
Ella se mordió el labio con fuerza y asintió, inclinándose todavía más hacia delante para ofrecerle al esclavo su desnudez hasta donde comenzaba el hueso sacro.
—Sí, por favor.—También quería sentir la cera en sus pechos, resbalando entre sus nalgas, y en los labios de su sexo cuando Ibara lo rasurase, pero por alguna razón no se atrevió a decirlo.
—¿La quiere ahora, Dama?
—Sí.
El esclavo jadeaba cuando tomó la vela más próxima en su mano derecha. Se irguió y estiró el brazo sobre la espalda de la mujer, tomando distancia para no quemarla. Sabía que la cera se enfriaba rápido y que la manera segura de hacer aquello era simplemente darle espacio que recorrer antes de aterrizar sobre la piel. Despacio, con los ojos fijos en la espalda tersa a la temblorosa luz de la llama, Ibara inclinó un poco la vela y dejó que un delgado torrente de cera roja cayera sobre Dama Luna.
Ella dio un respingo al notar el calor y los ríos densos que se deslizaban por su espalda, enfriándose al momento sobre su piel.
—Más...—musitó con voz temblorosa—más, por favor.
Ibara se había quedado con los ojos fijos en la espalda cubierta de cera roja. En la penumbra del cuarto de baño le parecía estar contemplando una ominosa mancha de sangre, densa, como si Dama Luna hubiera tenido alas y él se las acabara de arrancar de cuajo. Se pasó la lengua por los labios resecos y, espoleado por el placer de ella, no vaciló en satisfacerla una segunda vez.
—Sí, Dama.
Inclinó de nuevo la vela y vertió otro grueso río de cera caliente entre los omóplatos de Dama Luna. Ella se abrazó las rodillas con los brazos formando tifones en el agua de la bañera y gimió.
—Ibara, fóllame.
—No puedo, Señora—le costó trabajo decir aquello, casi le dolió.
—Nadie lo sabrá...
Él se inclinó entonces hacia su hombro para hablarle al oído, aun sujetando la vela por encima de ella.
—Hay cámaras, Señora.
—¿Qué?
—Hay cámaras por todas partes, también aquí en la habitación.
—Ah...—los ojos de Dama Luna se abrieron cuando al parecer ella recordó algo—sí, mi hermana me dijo... que por morbo algunas Dóminas suelen grabar lo que pasa en sus habitaciones a puerta cerrada. Pero hay un cuadro de mandos que puedo programar si quiero cerrar las cámaras para tener intimidad en mi habitación.
Ibara la escuchaba con atención. Lo que la Dama decía era lógico. No tenía ningún sentido que la grabaran a ella si ella no quería que lo hicieran, ¿verdad?. Según eso, entonces, ¿estarían a salvo de miradas allí dentro? Teóricamente sí, pero... quién podía poner la mano en el fuego.
—Si quita las cámaras le daré todo lo que quiera—se oyó a sí mismo decir al oído de la Dama en un susurro quebrado. Sabía que nada era allí seguro al cien por cien, sabía bien que se arriesgaba con aquello, pero al mismo tiempo no podía evitar dejarse llevar.
—¿Todo?—ella sonreía sin querer moverse, mostrando aquel hermoso mapa de cera roja en su espalda.
—Todo—jadeó Ibara, y a continuación se vio mencionando todo aquello que no podía hacer allí—besos en la boca, follarla y pajearla como Usted quiera. Mi corrida en la boca si la quiere.
—Me gusta duro, Ibara. ¿Te ves capaz?
Él se obligó a mantener la compostura para no golpear el lateral la bañera con las caderas.
—¿Se refiere a que le gusta que la follen duro, Señora?
—Sí...—jadeó ella—¿crees que podrás hacerlo, o eres de los que les gusta que les traten como a una mujer?
El esclavo sofocó una risa tras los labios apretados.
—No, Señora, no me gusta que me feminicen ni que me traten como a una mujer. Soy un hombre, Dama, me gusta follar yo, no que me follen a mí.
"Y entonces, ¿qué demonios haces aquí?" podría haber preguntado ella, con toda la lógica del mundo considerando que cada quien estaba ahí por propia voluntad. Sin embargo no dijo nada y pareció recrearse en las últimas palabras de él durante unos segundos, columpiándose en ellas como si fueran música.
—Quitaré las cámaras—dijo al fin—hay que meter algún tipo de código pero me lo han dejado apuntado.
Sin esperar respuesta por parte de Ibara, Dama Luna se irguió y se preparó para salir de la bañera. El esclavo se apresuró a levantarse para brindarle apoyo con su cuerpo y evitar que ella se resbalara debido a la precipitación. Por un momento vio que el cuerpo de ella trastabillaba y con suavidad colocó una mano en su cintura por si acaso ella perdía el equilibrio.
III
—Señora, si quiere volver a la bañera cuando termine le retiraré la cera de la espalda...—musitó Ibara tímidamente.
Había seguido a Dama Luna hasta la habitación principal, pero se había quedado parado unos pasos por detrás mientras ella revisaba el mencionado cuadro de mandos en la pared junto a la puerta. De pie, con las piernas ligeramente separadas como dictaba el protocolo y las manos atrás, ya visible el abultamiento que levantaba de forma rotunda el paño colocado entre sus piernas, el esclavo simplemente esperaba el siguiente movimiento de la Dama.
La visión del cuerpo de ella le absorbía acaparando toda su atención, distrayéndole de todo cuanto había a su alrededor. Devoraba con los ojos el rojo rabioso de la cera contra la blanca piel, y eso que con el movimiento se habían desprendido algunas lascas resecas; las hebras plateadas de cabello derramadas sobre sus hombros, la redondez incólume de sus nalgas.
Ella consultaba algo anotado en un papel mientras manipulaba con cuidado el panel que había descubierto en la pared tras una pequeña compuerta.
—Ya está.—murmuró para sí cuando se escuchó un doble pitido en la sala. En el panel, la luz verde que había reinado hasta hacía un segundo en el margen superior fue sustituida por una roja.
La Dama se volvió hacia Ibara entonces, sonriendo con cierto nerviosismo como si acabara de hacer una fechoría. Siempre había disfrutado rompiendo reglas, y ahora se sentía aún más placentero hacerlo sabiendo que había sido su propia hermana quien había puesto las normas. En realidad las dos hermanas experimentaban sentimientos encontrados la una para con la otra desde que tenían uso de razón -lo cual, por otra parte, sería fácil de dilucidar al verlas juntas durante una temporada-, pero en cualquier caso eso es otra historia.
Ibara se lamió los labios e intentó no dirigir los ojos hacia la mata canosa de vello en el sexo de Dama Luna.
—Señora, ¿sigue queriendo que la rasure?
Ella asintió y se acercó a él.
—Sí. Volveré a la bañera—añadió en un susurro y súbitamente abrazó a Ibara, rodeándole los hombros desnudos con los brazos y enroscando una pierna como el tallo de una enredadera en torno a sus muslos, pegándose a él cuerpo contra cuerpo—pero antes...
La Dama ladeó levemente la cabeza y lentamente se acercó más hasta chocar con Ibara labios contra labios. Sonrió allí segundos antes de entreabrir la boca y comenzar a besarle largo, lento, dulce. Fue un beso tímido al principio, de tanteo al probarse mutuamente, pero instante a instante se fue haciendo más profundo, más húmedo, hasta que los dos terminaron respirando aceleradamente el uno en el otro y comiéndose las bocas con ansia.
Ibara abrazó por impulso a la Dama sin dejar de responder al beso. El esclavo se estremecía con cada oleada de sabor y cada osado lengüetazo; sabía muy bien que alguien de su condición jamás podría ni soñar con ser besado así tras aquellos muros , casi como a un igual, con tan claro pulso de deseo. La lengua de la dama se retorcía con la suya y esto tenía efecto entre sus piernas, dejándole a cada momento más duro e incluso haciéndole humedecer la tela que le cubría; una erección terriblemente dolorosa y animal que Ibara necesitaba con urgencia presionar contra algo, tocar, agarrar fuerte.
Como si pudiera leer la mente de Ibara, la Dama dio un par de lametones a los labios de éste y le agarró con firmeza por debajo del taparrabos, sin poder evitar gemirle en la boca y dar un par de sacudidas al enhiesto miembro antes de romper el beso.
—Qué duro, Ibara.
—Lo siento, Señora.
Él rehuía mirarla otra vez, avergonzado y respirando de prisa, el corazón un tambor desaforado en el pecho.
Ella volvió a beberle los jadeos hambrienta, secuestrándole el labio inferior entre los dientes sin dejar de pajearle. Cuando por fin le soltó, dio un pasito atrás y se relamió mirando la tienda de campaña en la tela, coronada por aquella manchita de humedad. Ella también sentía urgencia entre las piernas y fuego en el cuerpo. Chorreaba por el coño con sólo mirar aquel tronco duro bajo el taparrabos y, por instinto, se llevó a la nariz la mano con la que le había tocado.
—No te disculpes, por favor.
Había seguido a Dama Luna hasta la habitación principal, pero se había quedado parado unos pasos por detrás mientras ella revisaba el mencionado cuadro de mandos en la pared junto a la puerta. De pie, con las piernas ligeramente separadas como dictaba el protocolo y las manos atrás, ya visible el abultamiento que levantaba de forma rotunda el paño colocado entre sus piernas, el esclavo simplemente esperaba el siguiente movimiento de la Dama.
La visión del cuerpo de ella le absorbía acaparando toda su atención, distrayéndole de todo cuanto había a su alrededor. Devoraba con los ojos el rojo rabioso de la cera contra la blanca piel, y eso que con el movimiento se habían desprendido algunas lascas resecas; las hebras plateadas de cabello derramadas sobre sus hombros, la redondez incólume de sus nalgas.
Ella consultaba algo anotado en un papel mientras manipulaba con cuidado el panel que había descubierto en la pared tras una pequeña compuerta.
—Ya está.—murmuró para sí cuando se escuchó un doble pitido en la sala. En el panel, la luz verde que había reinado hasta hacía un segundo en el margen superior fue sustituida por una roja.
La Dama se volvió hacia Ibara entonces, sonriendo con cierto nerviosismo como si acabara de hacer una fechoría. Siempre había disfrutado rompiendo reglas, y ahora se sentía aún más placentero hacerlo sabiendo que había sido su propia hermana quien había puesto las normas. En realidad las dos hermanas experimentaban sentimientos encontrados la una para con la otra desde que tenían uso de razón -lo cual, por otra parte, sería fácil de dilucidar al verlas juntas durante una temporada-, pero en cualquier caso eso es otra historia.
Ibara se lamió los labios e intentó no dirigir los ojos hacia la mata canosa de vello en el sexo de Dama Luna.
—Señora, ¿sigue queriendo que la rasure?
Ella asintió y se acercó a él.
—Sí. Volveré a la bañera—añadió en un susurro y súbitamente abrazó a Ibara, rodeándole los hombros desnudos con los brazos y enroscando una pierna como el tallo de una enredadera en torno a sus muslos, pegándose a él cuerpo contra cuerpo—pero antes...
La Dama ladeó levemente la cabeza y lentamente se acercó más hasta chocar con Ibara labios contra labios. Sonrió allí segundos antes de entreabrir la boca y comenzar a besarle largo, lento, dulce. Fue un beso tímido al principio, de tanteo al probarse mutuamente, pero instante a instante se fue haciendo más profundo, más húmedo, hasta que los dos terminaron respirando aceleradamente el uno en el otro y comiéndose las bocas con ansia.
Ibara abrazó por impulso a la Dama sin dejar de responder al beso. El esclavo se estremecía con cada oleada de sabor y cada osado lengüetazo; sabía muy bien que alguien de su condición jamás podría ni soñar con ser besado así tras aquellos muros , casi como a un igual, con tan claro pulso de deseo. La lengua de la dama se retorcía con la suya y esto tenía efecto entre sus piernas, dejándole a cada momento más duro e incluso haciéndole humedecer la tela que le cubría; una erección terriblemente dolorosa y animal que Ibara necesitaba con urgencia presionar contra algo, tocar, agarrar fuerte.
Como si pudiera leer la mente de Ibara, la Dama dio un par de lametones a los labios de éste y le agarró con firmeza por debajo del taparrabos, sin poder evitar gemirle en la boca y dar un par de sacudidas al enhiesto miembro antes de romper el beso.
—Qué duro, Ibara.
—Lo siento, Señora.
Él rehuía mirarla otra vez, avergonzado y respirando de prisa, el corazón un tambor desaforado en el pecho.
Ella volvió a beberle los jadeos hambrienta, secuestrándole el labio inferior entre los dientes sin dejar de pajearle. Cuando por fin le soltó, dio un pasito atrás y se relamió mirando la tienda de campaña en la tela, coronada por aquella manchita de humedad. Ella también sentía urgencia entre las piernas y fuego en el cuerpo. Chorreaba por el coño con sólo mirar aquel tronco duro bajo el taparrabos y, por instinto, se llevó a la nariz la mano con la que le había tocado.
—No te disculpes, por favor.
—Sólo es que no puedo... controlarlo, mi Dama.
El esclavo maldijo en su fuero interno al darse cuenta de que había vuelto a escapársele el "mi", aunque de nuevo a ella no pareció importarle.
—Ya lo sé—murmuró ella, volviendo a extender la mano para rozarle por encima del taparrabos con las puntas de los dedos—me encanta.
Sin dar tiempo a que él pudiera reaccionar, Dama Luna le despojó de la tela que le cubría con un seco tirón. Se mordió los labios durante el escaso par de segundos que invirtió en contemplarle, suficientes para llenarse los ojos de cuanto veía en él. Acto seguido volvió a agarrarle y de esta forma, tomándole por el miembro henchido y duro, tiró de él para cruzar la habitación como si le llevara de la mano.
—Ven aquí.
Se detuvo justo ante una silla junto a la chimenea, al lado del diván de donde ella había "resurgido" cuando Ibara había entrado por primera vez a la habitación. En comparación con la suntuosa tapicería del diván, la silla se veía burda contra la pared, casi parte del mobiliario que una casa rural tendría, con su asiento de esparto y el respaldo tosco de madera sin tratar.
La Dama sonrió y entonces empujó sin previo aviso al esclavo hacia atrás, quien cayó sentado en la silla, ya totalmente desnudo.
Ibara sentía el calor de la fiebre en las venas y cómo la cabeza le daba vueltas a velocidad vertiginosa. Pensaba en la bañera aún llena cuya agua iba a enfriarse gracias al cambio de planes; pensaba a la vez que eso le importaba un cuerno y que no tenía ni idea de lo que Dama Luna se proponía, pero eso daba igual, quería dejarla hacer, quería dejarse llevar. Al fin y al cabo eso era lo que hacía un esclavo, ¿verdad?: obedecer. Sin resistirse.
—Eres mío esta noche—murmuró ella, la voz regocijándose en la partícula posesiva pero al mismo tiempo, de forma inexplicable, empapada aún de timidez. La timidez de lo nuevo.
—Dama, lo soy.
—Estate quieto.
Igual que si estuviera apaciguando a un caballo bravo y joven, la Dama palmeó el muslo del esclavo y se inclinó para besar suavemente su mejilla, su sien, sus labios. Trepó con la mano derecha por detrás de su cabeza y tanteó hasta encontrar el cáñamo flexible que sujetaba su cabello. Tiró de él con cuidado hasta liberar la mata de pelo oscuro que llegaba un poco más abajo de los hombros del esclavo. Resistiendo el impulso de besar a Ibara de nuevo y de encaramarse a su regazo, la Dama estiró el trozo de caña en sus manos comprobando que era largo y daba para varias vueltas.
—Creo que esto servirá.
Murmurando para sí, Dama Luna se colocó detrás de la silla con el trozo de cuerda de cáñamo en la mano. Una vez situada detrás de Ibara, tomó con suavidad su mano derecha y luego hizo lo mismo con la otra para atar ambas muñecas juntas por detrás del respaldo de la silla. Como no podía ser de otro modo, el esclavo se dejó hacer, respirando hondo para relajarse tanto como sus nervios le permitían. Por alguna razón, el tener las manos atadas atrás le hizo endurecerse aún más y gotear; no recordaba nunca haber estado tan grande, tan rígido y tan mojado desde que llegó a la mansión. Sin poder evitarlo, dejó escapar un gemido por los labios entreabiertos cuando ella terminó de fijar el nudo en torno a sus muñecas y se inclinó para besarle el cuello.
—Tengo algo para ti, Ibara—susurró.
Él jadeó.
—¿Sí, mi Dama?
Se le iba la cabeza. Ya no sabía ni lo que decía.
—Sí. Voy a traerlo.
Dama Luna avanzó hacia un área en sombras de la habitación, donde a juzgar por el ruido de abrir y cerrar cajones había algún tipo de cómoda o mueble similar. Se tomó unos minutos rebuscando entre sus enseres y regresó llevando algo en las manos, algo que ella no miraba pues avanzaba abstraída en la mirada del esclavo cuyos ojos brillaban a la luz de las llamas.
Cuando llegó a un paso de la silla, la Dama le mostró a Ibara lo que traía en las manos. Se trataba de un collar, una tira de cuero sencilla de color negro, provista de una hebilla plateada y de un enganche para acoplarle una correa. Correa que ella también sostenía ante el esclavo en su otra mano: una cadena de eslabones ligeros y finos que sujetaba replegada, tendría más o menos un metro y medio de longitud.
—¿Eres un perro, Ibara?—gorjeó ella en tono juguetón—mi padre tenía perros de caza, muchos. Muchísimos.
¿Un perro? Él goteó más.
—Soy lo que Usted quiera, mi Señora.
Ella le sonrió casi con ternura. A pesar de la calidez en su mirada había también algo salvaje en sus ojos, un punto de locura infantil que a ratos Ibara no podía sino interpretar como un fulgor demente entre el eterno azoramiento. No le daba ningún miedo, en absoluto, pero sí le causaba incertidumbre pensar en lo que ella fuera a hacer con él. En realidad la veía capaz de casi cualquier cosa.
—Bueno...—dijo ella con una risita, dejando la cadena sobre los muslos de Ibara y extendiendo las manos hacia él para ponerle el collar—ahora vas a ser un perro por un rato. ¿Te importa?
—N-no me importa, mi Dama. Claro que no.
Se había puesto tan tenso al sentir el cuero del collar contra la piel de su cuello que tartamudeó. Nunca, nunca jamás había llevado un collar en la mansión de la Reina Patricia, ni siquiera para juegos. Le habían vestido de mujer y escondido las pelotas entre las piernas; le habían puesto arneses y otros adornos para engancharle correas y cadenas, y muy variopintos atuendos, pero el collar era algo diferente. Era algo serio allí.
Un collar en la mansión de la Reina Patricia era símbolo de propiedad. Significaba que un esclavo ya no estaba a libre disposición de las Dóminas, sino que pertenecía a una Ama o Casa en concreto. Existían códigos de materiales y colores para los collares que llevaba un esclavo. Las propiedades de mayor rango, como el hombre que le había hablado a Ibara en el comedor, solían llevar un sencillo aro de oro o de plata soldado en torno a su cuello, mientras que los de categoría inferior llevaban bronce, cuero e incluso pedazos de cuerda trenzada.
Ibara se sentía desconcertado, desorientado, pero a pesar de ello -y sabiendo que ella probablemente se iba a reír- sintió el impulso de dar las gracias. Fuera como fuera, aunque sólo se tratase de un juego que nadie salvo ellos dos verían, llevar un collar colocado por Dama Luna era un honor o de golpe así lo sentía. No supo el esclavo si pensó o sintió, en una fracción de segundo, como una ráfaga, que si estaban jugando el collar significaba más "vínculo" que propiedad, aunque fuera vínculo momentáneo. Eran muy diferentes esos conceptos; era muy distinto "vínculo" que "propiedad".
—Gracias, Ama—murmuró.
No supo exactamente por qué había dicho esa palabra, "Ama". No era que lo hubiera pensado. Y tampoco lo sentía así. Sabía perfectamente que él no era de ella, que él sólo era un esclavo sin dueño que la Reina Patricia había tenido a bien prestarle a su hermana por una noche, algo mucho más parecido a un juguete que a una propiedad. Pero qué demonios, ella le había puesto un collar... ¿no le daba eso a él alas para su propia fantasía, también? ¿No le daba ella con ello, paradójicamente, libertad?
Nunca pensó que diría esa palabra -Ama- desde el deseo. Siempre había pensado que, en caso de terminar siendo adoptado por alguien, la diría desde la obligación camuflada en la misma impecable conducta que día a día se esforzaba en mantener. La idea de ser adoptado por una Dómina se presentaba en su cabeza como un mero trámite a seguir, un paso adelante en la mansión que si acaso mejoraría su vida allí y le permitiría tal vez ver más a Ulkie... pero siembre había tenido la seguridad de que en su fuero interno nunca, nunca jamás sentiría absolutamente nada por "tener" Dueña. La idea de ser adoptado por una Dómina en la mansión no le emocionaba, pero era cierto que eso podría dar una serie de beneficios tales como otorgarle un mayor rango y en consecuencia más derechos. Para empezar, el primer "derecho" de un esclavo que era propiedad de alguien era negarse a ser usado por cualquier Dómina que lo requiriese, por razones obvias. Y eso significaba, al menos, descanso.
—Un perro—murmuró ella con satisfacción una vez le puso el collar, volviendo a retroceder para verle en perspectiva y estirando la cadena con suavidad, sin obligarle a mover el cuello pues la longitud daba de sobra para que los eslabones cayeran con holgura.
Ibara la miró a los ojos y por un momento la retó sin darse cuenta. Quizá fue el estar atado lo que le subió la adrenalina de tal modo para lanzarle esa mirada directa a Dama Luna, con un punto desafiante, su labio superior temblando e incluso levantándose un poco por un lado para mostrar los dientes durante un nanosegundo.
—SU perro, Señora—musitó, permitiéndose corregirla con osadía.
En lugar de enfadarse por esto, la Dama sonrió complacida y asintió como cría con zapatos nuevos.
—Mi perro. Mi perro Ibara—dijo mientras se llevaba la mano libre a la mata de vello púbico y empezaba a acariciarse delante de él.
El esclavo resopló para retirar un mechón de cabello que le caía por encima de la frente y se revolvió contra el respaldo de la silla. Necesitaba urgentemente que Dama Luna le aliviase tocándole como fuera; con su mano, con su pie, aunque fuera para ponerle un lazo en la polla, cualquier contacto valdría. Pero, por supuesto, hizo lo que todo esclavo haría: tragarse el deseo y las palabras para pedir, tragar también saliva, apretar dientes y aguantar.
—No sé si quiero montarte o chupártela...—la Dama pasaba el peso de un pie a otro dubitativa mientras Ibara se derretía sobre la silla, con el esparto del asiento clavándosele en las nalgas y notando, ahora mejor gracias a la posición, el plug de acero quirúrgico dentro de su cuerpo—seguro que serías una buena montura, pero... —ella se pasó la lengua obscenamente por los labios al decir aquello, concentrando la vista con glotonería en la erección del esclavo—tengo demasiadas ganas de probar eso. En fin. Decisiones, decisiones.
Ibara no hizo comentario alguno. ¿Qué podía decir? Se limitó a observarla desde la silla, con la cabeza ligeramente agachada pero la mirada aún encendida y clavada en ella.
—¿Qué te apetece más a ti?—inquirió la Dama, acercándose de nuevo sin soltar la correa. Lo que había dicho era verdad: tenía tantas ganas de bailar sobre sus muslos como de acogerle entero en la boca.
El esclavo se revolvió más. ¿Qué se suponía que debía contestar a eso?
—¿Seguro que quiere saberlo, mi Dama?—replicó entre dientes con la voz quebrada por la excitación. Había roto a sudar y la luz de las llamas se reflejaba en el humedecido pecho.
—¡Claro que quiero! de otro modo no te preguntaría.
Los labios de Ibara se curvaron en una sonrisa trémula. Jamás pensó que en la mansión de la Reina Patricia diría eso.
—Cómamela primero y luego mónteme—siseo sin dejar de mirarla a los ojos—así disfrutará las dos cosas.
—¿Aguantarás?—inquirió ella con una sombra de sorna en la voz.
El esclavo maldijo en su fuero interno al darse cuenta de que había vuelto a escapársele el "mi", aunque de nuevo a ella no pareció importarle.
—Ya lo sé—murmuró ella, volviendo a extender la mano para rozarle por encima del taparrabos con las puntas de los dedos—me encanta.
Sin dar tiempo a que él pudiera reaccionar, Dama Luna le despojó de la tela que le cubría con un seco tirón. Se mordió los labios durante el escaso par de segundos que invirtió en contemplarle, suficientes para llenarse los ojos de cuanto veía en él. Acto seguido volvió a agarrarle y de esta forma, tomándole por el miembro henchido y duro, tiró de él para cruzar la habitación como si le llevara de la mano.
—Ven aquí.
Se detuvo justo ante una silla junto a la chimenea, al lado del diván de donde ella había "resurgido" cuando Ibara había entrado por primera vez a la habitación. En comparación con la suntuosa tapicería del diván, la silla se veía burda contra la pared, casi parte del mobiliario que una casa rural tendría, con su asiento de esparto y el respaldo tosco de madera sin tratar.
La Dama sonrió y entonces empujó sin previo aviso al esclavo hacia atrás, quien cayó sentado en la silla, ya totalmente desnudo.
Ibara sentía el calor de la fiebre en las venas y cómo la cabeza le daba vueltas a velocidad vertiginosa. Pensaba en la bañera aún llena cuya agua iba a enfriarse gracias al cambio de planes; pensaba a la vez que eso le importaba un cuerno y que no tenía ni idea de lo que Dama Luna se proponía, pero eso daba igual, quería dejarla hacer, quería dejarse llevar. Al fin y al cabo eso era lo que hacía un esclavo, ¿verdad?: obedecer. Sin resistirse.
—Eres mío esta noche—murmuró ella, la voz regocijándose en la partícula posesiva pero al mismo tiempo, de forma inexplicable, empapada aún de timidez. La timidez de lo nuevo.
—Dama, lo soy.
—Estate quieto.
Igual que si estuviera apaciguando a un caballo bravo y joven, la Dama palmeó el muslo del esclavo y se inclinó para besar suavemente su mejilla, su sien, sus labios. Trepó con la mano derecha por detrás de su cabeza y tanteó hasta encontrar el cáñamo flexible que sujetaba su cabello. Tiró de él con cuidado hasta liberar la mata de pelo oscuro que llegaba un poco más abajo de los hombros del esclavo. Resistiendo el impulso de besar a Ibara de nuevo y de encaramarse a su regazo, la Dama estiró el trozo de caña en sus manos comprobando que era largo y daba para varias vueltas.
—Creo que esto servirá.
Murmurando para sí, Dama Luna se colocó detrás de la silla con el trozo de cuerda de cáñamo en la mano. Una vez situada detrás de Ibara, tomó con suavidad su mano derecha y luego hizo lo mismo con la otra para atar ambas muñecas juntas por detrás del respaldo de la silla. Como no podía ser de otro modo, el esclavo se dejó hacer, respirando hondo para relajarse tanto como sus nervios le permitían. Por alguna razón, el tener las manos atadas atrás le hizo endurecerse aún más y gotear; no recordaba nunca haber estado tan grande, tan rígido y tan mojado desde que llegó a la mansión. Sin poder evitarlo, dejó escapar un gemido por los labios entreabiertos cuando ella terminó de fijar el nudo en torno a sus muñecas y se inclinó para besarle el cuello.
—Tengo algo para ti, Ibara—susurró.
Él jadeó.
—¿Sí, mi Dama?
Se le iba la cabeza. Ya no sabía ni lo que decía.
—Sí. Voy a traerlo.
Dama Luna avanzó hacia un área en sombras de la habitación, donde a juzgar por el ruido de abrir y cerrar cajones había algún tipo de cómoda o mueble similar. Se tomó unos minutos rebuscando entre sus enseres y regresó llevando algo en las manos, algo que ella no miraba pues avanzaba abstraída en la mirada del esclavo cuyos ojos brillaban a la luz de las llamas.
Cuando llegó a un paso de la silla, la Dama le mostró a Ibara lo que traía en las manos. Se trataba de un collar, una tira de cuero sencilla de color negro, provista de una hebilla plateada y de un enganche para acoplarle una correa. Correa que ella también sostenía ante el esclavo en su otra mano: una cadena de eslabones ligeros y finos que sujetaba replegada, tendría más o menos un metro y medio de longitud.
—¿Eres un perro, Ibara?—gorjeó ella en tono juguetón—mi padre tenía perros de caza, muchos. Muchísimos.
¿Un perro? Él goteó más.
—Soy lo que Usted quiera, mi Señora.
Ella le sonrió casi con ternura. A pesar de la calidez en su mirada había también algo salvaje en sus ojos, un punto de locura infantil que a ratos Ibara no podía sino interpretar como un fulgor demente entre el eterno azoramiento. No le daba ningún miedo, en absoluto, pero sí le causaba incertidumbre pensar en lo que ella fuera a hacer con él. En realidad la veía capaz de casi cualquier cosa.
—Bueno...—dijo ella con una risita, dejando la cadena sobre los muslos de Ibara y extendiendo las manos hacia él para ponerle el collar—ahora vas a ser un perro por un rato. ¿Te importa?
—N-no me importa, mi Dama. Claro que no.
Se había puesto tan tenso al sentir el cuero del collar contra la piel de su cuello que tartamudeó. Nunca, nunca jamás había llevado un collar en la mansión de la Reina Patricia, ni siquiera para juegos. Le habían vestido de mujer y escondido las pelotas entre las piernas; le habían puesto arneses y otros adornos para engancharle correas y cadenas, y muy variopintos atuendos, pero el collar era algo diferente. Era algo serio allí.
Un collar en la mansión de la Reina Patricia era símbolo de propiedad. Significaba que un esclavo ya no estaba a libre disposición de las Dóminas, sino que pertenecía a una Ama o Casa en concreto. Existían códigos de materiales y colores para los collares que llevaba un esclavo. Las propiedades de mayor rango, como el hombre que le había hablado a Ibara en el comedor, solían llevar un sencillo aro de oro o de plata soldado en torno a su cuello, mientras que los de categoría inferior llevaban bronce, cuero e incluso pedazos de cuerda trenzada.
Ibara se sentía desconcertado, desorientado, pero a pesar de ello -y sabiendo que ella probablemente se iba a reír- sintió el impulso de dar las gracias. Fuera como fuera, aunque sólo se tratase de un juego que nadie salvo ellos dos verían, llevar un collar colocado por Dama Luna era un honor o de golpe así lo sentía. No supo el esclavo si pensó o sintió, en una fracción de segundo, como una ráfaga, que si estaban jugando el collar significaba más "vínculo" que propiedad, aunque fuera vínculo momentáneo. Eran muy diferentes esos conceptos; era muy distinto "vínculo" que "propiedad".
—Gracias, Ama—murmuró.
No supo exactamente por qué había dicho esa palabra, "Ama". No era que lo hubiera pensado. Y tampoco lo sentía así. Sabía perfectamente que él no era de ella, que él sólo era un esclavo sin dueño que la Reina Patricia había tenido a bien prestarle a su hermana por una noche, algo mucho más parecido a un juguete que a una propiedad. Pero qué demonios, ella le había puesto un collar... ¿no le daba eso a él alas para su propia fantasía, también? ¿No le daba ella con ello, paradójicamente, libertad?
Nunca pensó que diría esa palabra -Ama- desde el deseo. Siempre había pensado que, en caso de terminar siendo adoptado por alguien, la diría desde la obligación camuflada en la misma impecable conducta que día a día se esforzaba en mantener. La idea de ser adoptado por una Dómina se presentaba en su cabeza como un mero trámite a seguir, un paso adelante en la mansión que si acaso mejoraría su vida allí y le permitiría tal vez ver más a Ulkie... pero siembre había tenido la seguridad de que en su fuero interno nunca, nunca jamás sentiría absolutamente nada por "tener" Dueña. La idea de ser adoptado por una Dómina en la mansión no le emocionaba, pero era cierto que eso podría dar una serie de beneficios tales como otorgarle un mayor rango y en consecuencia más derechos. Para empezar, el primer "derecho" de un esclavo que era propiedad de alguien era negarse a ser usado por cualquier Dómina que lo requiriese, por razones obvias. Y eso significaba, al menos, descanso.
—Un perro—murmuró ella con satisfacción una vez le puso el collar, volviendo a retroceder para verle en perspectiva y estirando la cadena con suavidad, sin obligarle a mover el cuello pues la longitud daba de sobra para que los eslabones cayeran con holgura.
Ibara la miró a los ojos y por un momento la retó sin darse cuenta. Quizá fue el estar atado lo que le subió la adrenalina de tal modo para lanzarle esa mirada directa a Dama Luna, con un punto desafiante, su labio superior temblando e incluso levantándose un poco por un lado para mostrar los dientes durante un nanosegundo.
—SU perro, Señora—musitó, permitiéndose corregirla con osadía.
En lugar de enfadarse por esto, la Dama sonrió complacida y asintió como cría con zapatos nuevos.
—Mi perro. Mi perro Ibara—dijo mientras se llevaba la mano libre a la mata de vello púbico y empezaba a acariciarse delante de él.
El esclavo resopló para retirar un mechón de cabello que le caía por encima de la frente y se revolvió contra el respaldo de la silla. Necesitaba urgentemente que Dama Luna le aliviase tocándole como fuera; con su mano, con su pie, aunque fuera para ponerle un lazo en la polla, cualquier contacto valdría. Pero, por supuesto, hizo lo que todo esclavo haría: tragarse el deseo y las palabras para pedir, tragar también saliva, apretar dientes y aguantar.
—No sé si quiero montarte o chupártela...—la Dama pasaba el peso de un pie a otro dubitativa mientras Ibara se derretía sobre la silla, con el esparto del asiento clavándosele en las nalgas y notando, ahora mejor gracias a la posición, el plug de acero quirúrgico dentro de su cuerpo—seguro que serías una buena montura, pero... —ella se pasó la lengua obscenamente por los labios al decir aquello, concentrando la vista con glotonería en la erección del esclavo—tengo demasiadas ganas de probar eso. En fin. Decisiones, decisiones.
Ibara no hizo comentario alguno. ¿Qué podía decir? Se limitó a observarla desde la silla, con la cabeza ligeramente agachada pero la mirada aún encendida y clavada en ella.
—¿Qué te apetece más a ti?—inquirió la Dama, acercándose de nuevo sin soltar la correa. Lo que había dicho era verdad: tenía tantas ganas de bailar sobre sus muslos como de acogerle entero en la boca.
El esclavo se revolvió más. ¿Qué se suponía que debía contestar a eso?
—¿Seguro que quiere saberlo, mi Dama?—replicó entre dientes con la voz quebrada por la excitación. Había roto a sudar y la luz de las llamas se reflejaba en el humedecido pecho.
—¡Claro que quiero! de otro modo no te preguntaría.
Los labios de Ibara se curvaron en una sonrisa trémula. Jamás pensó que en la mansión de la Reina Patricia diría eso.
—Cómamela primero y luego mónteme—siseo sin dejar de mirarla a los ojos—así disfrutará las dos cosas.
—¿Aguantarás?—inquirió ella con una sombra de sorna en la voz.
El esclavo asintió. Si estaba entrenado en algo era precisamente en retrasar el orgasmo hasta tener permiso para correrse cuando se lo daban.
—Aguantaré, Señora. No se preocupe por eso.
Tras una breve vacilación, la dama se arrodilló entre las piernas del esclavo y le separó las rodillas. Dio un par de vueltas en torno a su muñeca a la cadena que llevaba en la mano derecha, creando una suave tensión pero aún permitiendo que Ibara mantuviera su postura y la espalda recta contra el respaldo de la silla. El esclavo sintió la leve presión en su cuello y rezongó, sin poder evitar levantar las caderas por reflejo hacia la cara de la Mujer. No recordaba cuándo se la habían chupado por última vez; diría que había sido en los tiempos en que trabajaba en el circo, o eso creía, y se lo había hecho Ulkie...
Dama Luna no dijo nada, simplemente cerró los dedos en torno al miembro duro y se metió el glande en la boca, comenzando a lamerlo como si fuera un helado, a ratos rozándolo con los dientes por pura ansiedad.
El abdomen de Ibara se contrajo y él perdió de golpe aquella seguridad con la que había aseverado hacía un momento que aguantaría. Había sido entrenado, sí, pero no con ese tipo de placer; como mucho masturbaciones o roce, o incluso estimulación trasera del supuesto punto G masculino cuando le sodomizaban, pero nunca con una boca cálida que le estuviera exprimiendo y ordeñando la polla. Durante su estancia en la mansión desde el día de su llegada había visto otros esclavos practicarse sexo oral mutuamente por decreto de las Dóminas, pero eso a él no le había tocado en suerte.
—H-ah... m-mi Dama...—jadeaba sin poderse contener, los músculos de sus brazos se tensaban por detrás del respaldo de la silla y sus muñecas luchaban instintivamente contra las ataduras.
Ella levantó la mirada para encontrar los ojos del esclavo sin dejar de succionarle, avanzando con los labios hasta casi alcanzar la base del tronco de aquel mástil glorioso. Podía sentir a Ibara palpitar dentro de su boca y contra su lengua a medida que saboreaba su rabo y lo insalivaba bien. Sin detener la mamada dio otra vuelta de cadena en torno a su mano derecha, obligando al esclavo a gruñir y a echar el torso ligeramente hacia delante. Sacó su miembro de la boca para cubrirlo de saliva de abajo a arriba; le pajeó rápida y torpemente con la mano izquierda provocando ruido húmedo y obsceno de chapoteo, le lamió las pelotas y la cara interna de los muslos y casi le hizo llorar de agonía cuando demoró a propósito el acto de volver a metérselo en la boca, estirando dolorosamente cada instante.
—M-mi Dama, D-dama...
Ibara temblaba de pies a cabeza sobre la silla, esquivando el maldito punto de no retorno desde el cual se catapultaría irremediablemente al orgasmo. Estaba echando mano de todos sus recursos y de cuanto había aprendido allí para no estallar, pero ante las expertas maniobras de Dama Luna todo parecía inútil. Le pasó por la cabeza que tal vez ella se empleaba a conciencia en ello por querer su lechada en la cara, por desear en efecto exprimirle hasta la última gota. Pero no, no podía dejarse llevar así, no quería, no al menos antes de que se corriera ella. Estaba claro que Dama Luna no era como la mayoría de Dominas allí, pero no por ello Ibara le mostraría menos respeto que a las demás; correrse antes que la Dómina en un juego sexual era algo considerado de penosa educación para un esclavo, a menos, claro está, que le ordenaran lo contrario.
Pero los esfuerzos de Ibara parecía que sólo alentaban a Dama Luna para incidir más a fondo en su tarea. La Dama tenía ganas de pollón y se notaba: tan pronto le mordía aún guardando suavidad como le tragaba hasta sentir el glande en la garganta; tan pronto le sacaba gemidos enroscando la lengua sobre el orificio de la uretra como le pajeaba mientras le lamía. Era una verdadera máquina de hacer mamadas, y por desgracia el esclavo no estaba preparado para algo así.
—Dama...—se mordió el labio tan fuerte que sangró—N-no p-puedo... Dama...m-me...
—Shh...—ella le apaciguó entre lamida y lamida soltándole para palmear su muslo, de nuevo en modo domadora de caballos.
—Dama...¡n-no qu-quiero!
No, claro que no. No quería correrse, aún no.
—¿Quieres que pare?
Ella le miraba desde el espacio entre sus piernas con la correa en la mano, sonriendo, los labios húmedos de su propia saliva mezclada con el fluido preseminal que el miembro del esclavo no cesaba de gotear.
Ibara le devolvió la mirada, jadeante.
—Si sigue haciéndolo, me voy a... —se le fue la voz y tragó saliva tratando de poner en orden su respiración para poder seguir hablando—me voy a correr si no para, Dama.
Ella sonrió más. Había algo en tenerle al límite que la volvía loca.
—Mi perro no aguanta...—murmuró con un resplandor juguetón en la mirada—Ya sabía yo que esto pasaría.
Chasqueó la lengua en broma y se retiró unos pasos, aún agachada en el suelo frente a él, estirando la cadena y disfrutando al ver cómo el torso del esclavo se inclinaba aún más hacia delante. Desde esa anómala posición, desde el suelo, le miraba con fijeza y curiosidad a la par que ejercía sobre él un control que, por rara que fuera aquella composición de imágenes, era incuestionable.
—Respira, Ibara.
Con regocijo tiró un poco más de la cadena y estiró el cuello para que sus rostros se acercaran, él doblado hacia delante sentado en la silla con la tensión de las manos atadas atrás, ella casi arrodillada en el suelo.
—Aguantaré, Señora. No se preocupe por eso.
Tras una breve vacilación, la dama se arrodilló entre las piernas del esclavo y le separó las rodillas. Dio un par de vueltas en torno a su muñeca a la cadena que llevaba en la mano derecha, creando una suave tensión pero aún permitiendo que Ibara mantuviera su postura y la espalda recta contra el respaldo de la silla. El esclavo sintió la leve presión en su cuello y rezongó, sin poder evitar levantar las caderas por reflejo hacia la cara de la Mujer. No recordaba cuándo se la habían chupado por última vez; diría que había sido en los tiempos en que trabajaba en el circo, o eso creía, y se lo había hecho Ulkie...
Dama Luna no dijo nada, simplemente cerró los dedos en torno al miembro duro y se metió el glande en la boca, comenzando a lamerlo como si fuera un helado, a ratos rozándolo con los dientes por pura ansiedad.
El abdomen de Ibara se contrajo y él perdió de golpe aquella seguridad con la que había aseverado hacía un momento que aguantaría. Había sido entrenado, sí, pero no con ese tipo de placer; como mucho masturbaciones o roce, o incluso estimulación trasera del supuesto punto G masculino cuando le sodomizaban, pero nunca con una boca cálida que le estuviera exprimiendo y ordeñando la polla. Durante su estancia en la mansión desde el día de su llegada había visto otros esclavos practicarse sexo oral mutuamente por decreto de las Dóminas, pero eso a él no le había tocado en suerte.
—H-ah... m-mi Dama...—jadeaba sin poderse contener, los músculos de sus brazos se tensaban por detrás del respaldo de la silla y sus muñecas luchaban instintivamente contra las ataduras.
Ella levantó la mirada para encontrar los ojos del esclavo sin dejar de succionarle, avanzando con los labios hasta casi alcanzar la base del tronco de aquel mástil glorioso. Podía sentir a Ibara palpitar dentro de su boca y contra su lengua a medida que saboreaba su rabo y lo insalivaba bien. Sin detener la mamada dio otra vuelta de cadena en torno a su mano derecha, obligando al esclavo a gruñir y a echar el torso ligeramente hacia delante. Sacó su miembro de la boca para cubrirlo de saliva de abajo a arriba; le pajeó rápida y torpemente con la mano izquierda provocando ruido húmedo y obsceno de chapoteo, le lamió las pelotas y la cara interna de los muslos y casi le hizo llorar de agonía cuando demoró a propósito el acto de volver a metérselo en la boca, estirando dolorosamente cada instante.
—M-mi Dama, D-dama...
Ibara temblaba de pies a cabeza sobre la silla, esquivando el maldito punto de no retorno desde el cual se catapultaría irremediablemente al orgasmo. Estaba echando mano de todos sus recursos y de cuanto había aprendido allí para no estallar, pero ante las expertas maniobras de Dama Luna todo parecía inútil. Le pasó por la cabeza que tal vez ella se empleaba a conciencia en ello por querer su lechada en la cara, por desear en efecto exprimirle hasta la última gota. Pero no, no podía dejarse llevar así, no quería, no al menos antes de que se corriera ella. Estaba claro que Dama Luna no era como la mayoría de Dominas allí, pero no por ello Ibara le mostraría menos respeto que a las demás; correrse antes que la Dómina en un juego sexual era algo considerado de penosa educación para un esclavo, a menos, claro está, que le ordenaran lo contrario.
Pero los esfuerzos de Ibara parecía que sólo alentaban a Dama Luna para incidir más a fondo en su tarea. La Dama tenía ganas de pollón y se notaba: tan pronto le mordía aún guardando suavidad como le tragaba hasta sentir el glande en la garganta; tan pronto le sacaba gemidos enroscando la lengua sobre el orificio de la uretra como le pajeaba mientras le lamía. Era una verdadera máquina de hacer mamadas, y por desgracia el esclavo no estaba preparado para algo así.
—Dama...—se mordió el labio tan fuerte que sangró—N-no p-puedo... Dama...m-me...
—Shh...—ella le apaciguó entre lamida y lamida soltándole para palmear su muslo, de nuevo en modo domadora de caballos.
—Dama...¡n-no qu-quiero!
No, claro que no. No quería correrse, aún no.
—¿Quieres que pare?
Ella le miraba desde el espacio entre sus piernas con la correa en la mano, sonriendo, los labios húmedos de su propia saliva mezclada con el fluido preseminal que el miembro del esclavo no cesaba de gotear.
Ibara le devolvió la mirada, jadeante.
—Si sigue haciéndolo, me voy a... —se le fue la voz y tragó saliva tratando de poner en orden su respiración para poder seguir hablando—me voy a correr si no para, Dama.
Ella sonrió más. Había algo en tenerle al límite que la volvía loca.
—Mi perro no aguanta...—murmuró con un resplandor juguetón en la mirada—Ya sabía yo que esto pasaría.
Chasqueó la lengua en broma y se retiró unos pasos, aún agachada en el suelo frente a él, estirando la cadena y disfrutando al ver cómo el torso del esclavo se inclinaba aún más hacia delante. Desde esa anómala posición, desde el suelo, le miraba con fijeza y curiosidad a la par que ejercía sobre él un control que, por rara que fuera aquella composición de imágenes, era incuestionable.
—Respira, Ibara.
Con regocijo tiró un poco más de la cadena y estiró el cuello para que sus rostros se acercaran, él doblado hacia delante sentado en la silla con la tensión de las manos atadas atrás, ella casi arrodillada en el suelo.