lazo
—Ay, Eres…—susurró Alicia, casi pegando los labios al colgante Universo que sujetaba entre los dedos. Era cierto que no esperaba respuesta, pero tampoco se paraba a pensar si estaba hablando sola, porque sentía que no. —Eres, no sé… no sé si he hecho bien. Voy a ver a Alan, ¿sabes? Hemos… hemos quedado esta tarde.
Rectificó su postura sobre la silla de la cocina y suspiró. Al cruzar las piernas se dio cuenta de que estas le temblaban, no sabía si de frío. Se abrazó a sí misma, por si acaso, ya que el elfito de las estrellas no estaba físicamente ahí para darle calor.
—Es un buen hombre, creo…—continuó murmurándole a la esfera de cristal, refiriéndose al náufrago—No sé por qué yo pensaba que… Bueno. Creo que tenías razón, ¿sabes? Que no me odia, y yo… —suspiró de nuevo, bajando la cabeza y descansando por un momento su frente contra el colgante y la mano que lo sostenía—Yo tampoco le odio a él. Es raro, porque siento que me apetece conocerle. ¿Has hecho tú algo? Estoy… estoy un poco desconcertada.
A decir verdad, sentía como si entre la timidez de Alan y la propia se estrechase un lazo. Como si llegaran a tocarse con todo aquello que ninguno de los dos mostraba cada uno por su lado. Como si la nada de uno y de otro coincidieran hasta reconocerse de algún modo. Era extraño pero no descabellado, lo mismo que no era descabellado contar con la cara oculta de la luna que, aunque no podía verse, existía.
Soltó una risita nerviosa y abrió de nuevo los ojos, distanciándose otra vez de la gema de galaxias para poder verla. Aparte de simbolizar ese “Alma de Universo”, evocaba los ojos de Eres y eso le gustaba.
—No sé si he hecho bien. Y supongo que tú me dirías… me dirías que claro que sí, porque qué cosa mala podría pasar si nos vemos, ¿verdad? Pero me cuesta, Eres. Me cuesta porque siempre he creído que yo no soy fuerte, pero es que no sabía lo que “fuerza” significaba. Lo soy. Tú me dices que lo soy. No puedo oírte, pero puedo sentirlo.
Sonrió y negó con la cabeza.
—Te echo de menos tanto, y a la vez ya no me asusta estar sola. Dime, ¿cómo puede ser? Nunca podré contarle a nadie que… —se encogió un poco sobre la silla, basculando hacia delante, de nuevo notando la familiar sensación de recalentamiento por detrás de los ojos—En realidad quiero verle porque necesito saber… de dónde naciste tú—concluyó en un hilo de voz que se rompió en un sollozo repentino e inoportuno.
De alguna forma, en ese mismo momento, su sentir se colaba sin saberlo ella en una hoja de papel. Una hoja que pertenecía a un cuaderno con encuadernación espiral, abierto, con alguna que otra mancha de tinta y de café.
Rectificó su postura sobre la silla de la cocina y suspiró. Al cruzar las piernas se dio cuenta de que estas le temblaban, no sabía si de frío. Se abrazó a sí misma, por si acaso, ya que el elfito de las estrellas no estaba físicamente ahí para darle calor.
—Es un buen hombre, creo…—continuó murmurándole a la esfera de cristal, refiriéndose al náufrago—No sé por qué yo pensaba que… Bueno. Creo que tenías razón, ¿sabes? Que no me odia, y yo… —suspiró de nuevo, bajando la cabeza y descansando por un momento su frente contra el colgante y la mano que lo sostenía—Yo tampoco le odio a él. Es raro, porque siento que me apetece conocerle. ¿Has hecho tú algo? Estoy… estoy un poco desconcertada.
A decir verdad, sentía como si entre la timidez de Alan y la propia se estrechase un lazo. Como si llegaran a tocarse con todo aquello que ninguno de los dos mostraba cada uno por su lado. Como si la nada de uno y de otro coincidieran hasta reconocerse de algún modo. Era extraño pero no descabellado, lo mismo que no era descabellado contar con la cara oculta de la luna que, aunque no podía verse, existía.
Soltó una risita nerviosa y abrió de nuevo los ojos, distanciándose otra vez de la gema de galaxias para poder verla. Aparte de simbolizar ese “Alma de Universo”, evocaba los ojos de Eres y eso le gustaba.
—No sé si he hecho bien. Y supongo que tú me dirías… me dirías que claro que sí, porque qué cosa mala podría pasar si nos vemos, ¿verdad? Pero me cuesta, Eres. Me cuesta porque siempre he creído que yo no soy fuerte, pero es que no sabía lo que “fuerza” significaba. Lo soy. Tú me dices que lo soy. No puedo oírte, pero puedo sentirlo.
Sonrió y negó con la cabeza.
—Te echo de menos tanto, y a la vez ya no me asusta estar sola. Dime, ¿cómo puede ser? Nunca podré contarle a nadie que… —se encogió un poco sobre la silla, basculando hacia delante, de nuevo notando la familiar sensación de recalentamiento por detrás de los ojos—En realidad quiero verle porque necesito saber… de dónde naciste tú—concluyó en un hilo de voz que se rompió en un sollozo repentino e inoportuno.
De alguna forma, en ese mismo momento, su sentir se colaba sin saberlo ella en una hoja de papel. Una hoja que pertenecía a un cuaderno con encuadernación espiral, abierto, con alguna que otra mancha de tinta y de café.
lazo
Había vuelto a quedar absorto en una masa de pensamientos y sentimientos cuando sonó el timbre de la puerta. No había caído en la cuenta de la hora que era, porque estaba con la cabeza ida y el corazón presente en ti. Siento que entre tu muro y el mío hay un lazo de fuego. Eres (o Yinn, que no sé si él te ha dicho que también le llamo así) está bailando como los indios en torno a la hoguera dentro de mí, haciéndote el amor en mi imaginación una y otra vez al mismo tiempo.
“—Doctor, me siento mal.
—Pues siéntese bien.
—¡No puedo! Hay un duende bailando con fuego.
—¿Qué dice, dónde?
—¡Dentro!”
Me gusta cómo se siente, y a la vez me supera y me rompe. Quizá por eso voy anestesiado, porque siento demasiado. En todo. No sé si algún día podría explicárselo a alguien; de momento no lo he necesitado, porque si te soy sincero me repugna lloriquearle a la gente. Estoy bien con lo que no sé, pero últimamente (en los últimos quince años) me fatigué de vivir entre rotura y reconstrucción continua. No sé, suena estúpido pero creo que me agoté de sentirme vivo y a la vez muerto.
Ahora me siento vivo en ti, y no comprendo el motivo. No me angustia; tengo ganas de reír, y a la vez estoy a un pelo de llorar. Me encanta. Me encantas. ¿Te quiero? Si me lo pregunto es que sí. No lo entiendo, pero no necesito entenderlo.
Estos últimos años me siento vivo solamente cuando escribo, y he estado bien con ello. Tal vez es algún tipo de sacrificio gracias al cual los libros están vivos, y no solo me refiero a los míos, claro que no. Pero en fin, las historias, los personajes... los personajes están vivos y hablan por los codos. Siempre he estado bien con eso; mentiría si dijera que no lo disfruto. Sin embargo, te confieso que no sé qué ha pasado desde que te vi el día de la presentación, pero siento que todo ha cambiado y no entiendo cómo ni por qué. Quizá solo te miré. ¿Te leí, me leíste? No lo sé. Siento que necesito decirte que eres más fuerte de lo que crees; el corazón no es vulnerable, el corazón es donde reside la fuerza, y yo me siento tan cerca del tuyo...
...me siento tan cerca del tuyo que necesito recordártelo, pero a la vez no soy nadie para decirte nada. Así que me callaré. Me callo. Y escribo.
Eres dice que tengo miedo. No a ti, sino a todo. No creía que eso fuera verdad, pero ahora me da miedo que me mires y volverme papel bajo la lluvia.
He ido a abrir cuando han llamado al timbre, porque eran dos hombres de la empresa de portes especiales. El camión de mudanzas viene mañana, pero los pianos van aparte. Habían venido a buscar ahora el pequeño Nicholas Prard; ya les he dicho a los transportistas que el pobrecito está hecho polvo y necesita ser tratado con delicadeza, pero no sé si me han entendido. Más o menos dentro de una hora vendrán a por el otro. Es un Yamaha color caoba de segunda mano, creo que tranquilamente puedo decir que es mi mejor amigo. Yami.
No te creas que soy músico; solo toco por placer. Estudié un poco, solo lo justo y necesario para que Yami me salvara la vida cuando tenía quince años. Desde la década de los noventa somos uno y, aunque no estamos juntos siempre, nunca me separo de él. Bueno, menos ahora, claro, en la mudanza esta de los cojones.
Supongo que una vez en la nueva casa tendré que afinarlo, pero eso tampoco será un problema. Tal vez incluso pueda reparar a Nicholas, porque –aunque me de alergia juntar las palabras “ventas” y “libro”- las ventas de Per-Sona han ido bien. En este sistema donde gobierna todo aquello que es innecesario para ser, el dinero es importante. Y no creo que yo llegue a ver otra realidad, así que no me queda otro remedio que ser parte del sistema.
Discúlpame por contarte toda esta mierda. Son cosas que sin razón me gustaría decirte, y no creo que esta tarde encuentre ocasión para ello; quizá ni siquiera me surjan. Tal vez las puedo decir ahora solamente y de este modo: escribiendo en un cuaderno que nunca vas a leer ni por milagro. Visto así es genial, porque puedo permitirme el lujo de contarte tooodo lo que quiera sin molestarte, incluso hasta lo que muy probablemente tú no querrías saber. Es muy egoísta y muy tonto, pero nunca el tiempo es perdido si la dicha es buena -y si no haces daño a nadie, todavía mejor… aunque ya sabes lo que pienso sobre eso de “hacer daño” en términos no físicos. Hacer daño en términos no físicos solo es posible a dos tipos de humanos: los niños, y los adultos que lo permiten (dando por hecho que nadie lo permite por deporte, y que nadie le da poder a otro humano por gusto o por mero pasatiempo.)-
En fin, pues eso. Ahora, cuando se lleven a Yami, me iré a dar una vuelta cortita con Lisi. No le gusta mucho salir por la noche, aunque sí agradece los largos paseos por la mañana. En el barrio donde vamos a vivir creo que estará encantada, porque hay zonas donde podrá corretear a sus anchas. Nunca la llevo agarrada y algún día me va a caer una multa, pero lo hago por ella. Es mayor ya; es buena, no se mete con otros perros y no quiere más humano que yo, así que va todo el tiempo pegada a mis talones.
Me pregunto dónde querrás tomar el café. En el centro hay buenos sitios. Si fuera por cafeterías y por ópticas… virgen santa, las hay por todas partes, hasta debajo de las piedras. Yo solía ir al Café Mercedes con una antigua novia a la que quería mucho. Pero el Café Mercedes ya no existe, y bueno, la verdad es que si existiera no estoy muy seguro de que mi deseo fuera volver. Así que esperaré a que tú lo decidas, porque quizá tú tienes algún sitio favorito, y yo al fin y al cabo estaré a gusto donde tú estés bien. Si lo pienso, en realidad el lugar para mí es lo de menos.
Bueno, te decía que cuando recojan a Yami iré a pasear con Lisi. Cuando regrese a casa, me daré una ducha e intentaré encontrar algo de ropa aceptable. Ya partimos de la base de que mi ropa está rota –me estoy riendo-, pero en ciertas prendas los rotos no se ven demasiado, y ese será mi criterio de elección. Aquí puedo decir libremente que los rotos más grandes están bajo la ropa; roturas que no me molestan, si te digo la verdad, aunque tampoco es que me sienta orgulloso (¿orgulloso de estar roto? Sería como estar orgulloso de caminar y tener pies). Algún que otro remiendo también hay. Algún que otro parche. Esas cicatrices habituales que tenemos los humanos, taaan sobrevaloradas.
Me viene la idea de que precisamente tú entenderías de rotos, porque casi los mismos –aunque peculiares a tu manera, claro- se retuercen como bestias negras en esa poesía tuya, desgarrando y devorando entrañas.
Perdóname por haber pasado por alto tus fieras internas y por haber visto solo tus máscaras. Es muy tonta esa confusión porque las fieras son el dibujo que hay en las máscaras, y se ven perfectamente si uno sabe mirar. O al menos su contorno, como las ideas del Mito de la Caverna.
Es gracioso porque siento que tuve que escribir ese libro, “Per-Sona”, para poder entenderte; sé que tiene que ver contigo, porque cuando lo terminé no me di cuenta de lo que había aprendido, pero cuando te vi, sí.
Ah, me estoy acordando de algo importante ahora. Esto sí que te lo voy a proponer, aunque me va a costar (¿o tal vez no?). Desde hace tiempo me ronda la cabeza un proyecto, y necesito la ayuda de otros escritores. Ni siquiera se lo he comentado a mi editora, porque temo la respuesta cualquiera que sea: si es un “no”, me joderá mucho porque me confirmará lo podrido que el sistema está, y si me dice “sí” será como abrir la ventana y dejar entrar un huracán –el Huracán Marta, ja, ja -, y se pondrá a manejar todo como loca ella sola. Así que... bueno, siento (porque esto no lo he pensado mucho, solo lo siento) que el mejor camino es comentártelo a ti primero que nada. Hace unos días no hubiera dado un duro por tu apoyo, pero ahora no sé, creo que quizá te guste el proyecto. Ya me dirás. Eres y yo lo hemos llamado “Toque de musa”.
“—Doctor, me siento mal.
—Pues siéntese bien.
—¡No puedo! Hay un duende bailando con fuego.
—¿Qué dice, dónde?
—¡Dentro!”
Me gusta cómo se siente, y a la vez me supera y me rompe. Quizá por eso voy anestesiado, porque siento demasiado. En todo. No sé si algún día podría explicárselo a alguien; de momento no lo he necesitado, porque si te soy sincero me repugna lloriquearle a la gente. Estoy bien con lo que no sé, pero últimamente (en los últimos quince años) me fatigué de vivir entre rotura y reconstrucción continua. No sé, suena estúpido pero creo que me agoté de sentirme vivo y a la vez muerto.
Ahora me siento vivo en ti, y no comprendo el motivo. No me angustia; tengo ganas de reír, y a la vez estoy a un pelo de llorar. Me encanta. Me encantas. ¿Te quiero? Si me lo pregunto es que sí. No lo entiendo, pero no necesito entenderlo.
Estos últimos años me siento vivo solamente cuando escribo, y he estado bien con ello. Tal vez es algún tipo de sacrificio gracias al cual los libros están vivos, y no solo me refiero a los míos, claro que no. Pero en fin, las historias, los personajes... los personajes están vivos y hablan por los codos. Siempre he estado bien con eso; mentiría si dijera que no lo disfruto. Sin embargo, te confieso que no sé qué ha pasado desde que te vi el día de la presentación, pero siento que todo ha cambiado y no entiendo cómo ni por qué. Quizá solo te miré. ¿Te leí, me leíste? No lo sé. Siento que necesito decirte que eres más fuerte de lo que crees; el corazón no es vulnerable, el corazón es donde reside la fuerza, y yo me siento tan cerca del tuyo...
...me siento tan cerca del tuyo que necesito recordártelo, pero a la vez no soy nadie para decirte nada. Así que me callaré. Me callo. Y escribo.
Eres dice que tengo miedo. No a ti, sino a todo. No creía que eso fuera verdad, pero ahora me da miedo que me mires y volverme papel bajo la lluvia.
He ido a abrir cuando han llamado al timbre, porque eran dos hombres de la empresa de portes especiales. El camión de mudanzas viene mañana, pero los pianos van aparte. Habían venido a buscar ahora el pequeño Nicholas Prard; ya les he dicho a los transportistas que el pobrecito está hecho polvo y necesita ser tratado con delicadeza, pero no sé si me han entendido. Más o menos dentro de una hora vendrán a por el otro. Es un Yamaha color caoba de segunda mano, creo que tranquilamente puedo decir que es mi mejor amigo. Yami.
No te creas que soy músico; solo toco por placer. Estudié un poco, solo lo justo y necesario para que Yami me salvara la vida cuando tenía quince años. Desde la década de los noventa somos uno y, aunque no estamos juntos siempre, nunca me separo de él. Bueno, menos ahora, claro, en la mudanza esta de los cojones.
Supongo que una vez en la nueva casa tendré que afinarlo, pero eso tampoco será un problema. Tal vez incluso pueda reparar a Nicholas, porque –aunque me de alergia juntar las palabras “ventas” y “libro”- las ventas de Per-Sona han ido bien. En este sistema donde gobierna todo aquello que es innecesario para ser, el dinero es importante. Y no creo que yo llegue a ver otra realidad, así que no me queda otro remedio que ser parte del sistema.
Discúlpame por contarte toda esta mierda. Son cosas que sin razón me gustaría decirte, y no creo que esta tarde encuentre ocasión para ello; quizá ni siquiera me surjan. Tal vez las puedo decir ahora solamente y de este modo: escribiendo en un cuaderno que nunca vas a leer ni por milagro. Visto así es genial, porque puedo permitirme el lujo de contarte tooodo lo que quiera sin molestarte, incluso hasta lo que muy probablemente tú no querrías saber. Es muy egoísta y muy tonto, pero nunca el tiempo es perdido si la dicha es buena -y si no haces daño a nadie, todavía mejor… aunque ya sabes lo que pienso sobre eso de “hacer daño” en términos no físicos. Hacer daño en términos no físicos solo es posible a dos tipos de humanos: los niños, y los adultos que lo permiten (dando por hecho que nadie lo permite por deporte, y que nadie le da poder a otro humano por gusto o por mero pasatiempo.)-
En fin, pues eso. Ahora, cuando se lleven a Yami, me iré a dar una vuelta cortita con Lisi. No le gusta mucho salir por la noche, aunque sí agradece los largos paseos por la mañana. En el barrio donde vamos a vivir creo que estará encantada, porque hay zonas donde podrá corretear a sus anchas. Nunca la llevo agarrada y algún día me va a caer una multa, pero lo hago por ella. Es mayor ya; es buena, no se mete con otros perros y no quiere más humano que yo, así que va todo el tiempo pegada a mis talones.
Me pregunto dónde querrás tomar el café. En el centro hay buenos sitios. Si fuera por cafeterías y por ópticas… virgen santa, las hay por todas partes, hasta debajo de las piedras. Yo solía ir al Café Mercedes con una antigua novia a la que quería mucho. Pero el Café Mercedes ya no existe, y bueno, la verdad es que si existiera no estoy muy seguro de que mi deseo fuera volver. Así que esperaré a que tú lo decidas, porque quizá tú tienes algún sitio favorito, y yo al fin y al cabo estaré a gusto donde tú estés bien. Si lo pienso, en realidad el lugar para mí es lo de menos.
Bueno, te decía que cuando recojan a Yami iré a pasear con Lisi. Cuando regrese a casa, me daré una ducha e intentaré encontrar algo de ropa aceptable. Ya partimos de la base de que mi ropa está rota –me estoy riendo-, pero en ciertas prendas los rotos no se ven demasiado, y ese será mi criterio de elección. Aquí puedo decir libremente que los rotos más grandes están bajo la ropa; roturas que no me molestan, si te digo la verdad, aunque tampoco es que me sienta orgulloso (¿orgulloso de estar roto? Sería como estar orgulloso de caminar y tener pies). Algún que otro remiendo también hay. Algún que otro parche. Esas cicatrices habituales que tenemos los humanos, taaan sobrevaloradas.
Me viene la idea de que precisamente tú entenderías de rotos, porque casi los mismos –aunque peculiares a tu manera, claro- se retuercen como bestias negras en esa poesía tuya, desgarrando y devorando entrañas.
Perdóname por haber pasado por alto tus fieras internas y por haber visto solo tus máscaras. Es muy tonta esa confusión porque las fieras son el dibujo que hay en las máscaras, y se ven perfectamente si uno sabe mirar. O al menos su contorno, como las ideas del Mito de la Caverna.
Es gracioso porque siento que tuve que escribir ese libro, “Per-Sona”, para poder entenderte; sé que tiene que ver contigo, porque cuando lo terminé no me di cuenta de lo que había aprendido, pero cuando te vi, sí.
Ah, me estoy acordando de algo importante ahora. Esto sí que te lo voy a proponer, aunque me va a costar (¿o tal vez no?). Desde hace tiempo me ronda la cabeza un proyecto, y necesito la ayuda de otros escritores. Ni siquiera se lo he comentado a mi editora, porque temo la respuesta cualquiera que sea: si es un “no”, me joderá mucho porque me confirmará lo podrido que el sistema está, y si me dice “sí” será como abrir la ventana y dejar entrar un huracán –el Huracán Marta, ja, ja -, y se pondrá a manejar todo como loca ella sola. Así que... bueno, siento (porque esto no lo he pensado mucho, solo lo siento) que el mejor camino es comentártelo a ti primero que nada. Hace unos días no hubiera dado un duro por tu apoyo, pero ahora no sé, creo que quizá te guste el proyecto. Ya me dirás. Eres y yo lo hemos llamado “Toque de musa”.
...
Los transportistas llegaron más tarde de lo acordado a recoger a Yami, lo cual acortó el paseo de la pobre Lisi. Aun así y todo, fue agradable caminar por la ciudad de plomo al atardecer. Según como uno se lo planteara, pasear esquivando personas en dirección opuesta por la estrecha avenida -topándose de vez en cuando con algún ser humano paseado por su perro- podía tener su encanto. Alan fantaseaba con subirse a los bolardos y desplazarse de uno a otro dando saltos, tal vez encontrando setas (o incluso moneditas) por el camino como Mario Bros.
El paseo había sido amable, sí. La ducha ya no tanto. Se había distraído en el supermercado el martes y había comprado, por error, un gel con olor a vainilla barata de la marca blanca de siempre, en lugar del gel de la misma gama que solía comprar. Uno era blanco (el que solía usar), y otro con un matiz amarillento que al momento de cogerlo no había advertido. No que fuera mucho mejor el blanco, había que reconocerlo; ese en cuya etiqueta se lea “zen” -cosa que era del todo inexplicable-, pero ya se había acostumbrado a la fragancia anodina y, bueno, la vainilla era ahora como un puñetazo en las narices. Tanto era así que el pobre salió de la ducha oliendo como el pelo de las muñecas de Famosa, y lamentablemente poco arreglo tenía eso.
Se puso un poco de after-shave en la cara para compensar, y su sensible nariz le advirtió de que la estaba cagando al mezclar olores. Se echó desodorante “para hombre”- ja- pero ni eso disimulaba la fragancia dulzona. Qué ascazo.
En el armario realizó una minuciosa búsqueda digna de un minero fondeador, y solo por y para Alicia, aunque de eso no llegaba a ser consciente. Le faltó ponerse el casco con linterna incorporada mientras revolvía en las caóticas profundidades, y gritar “¡Eureka!” cuando finalmente halló algo que pudiera ponerse para salir a hacer algo que no fuera pasear a la perra. Encontró unos vaqueros decentes –algo desgastadillos y con algún roto pequeño, pero decentes-; una camiseta negra de manga larga, estilo… ¿estilo “casual”? –casual de “casual-mente no tengo nada mejor que ponerme”-, y una sudadera de color azul oscuro que, aunque había conocido mejores tiempos, tampoco estaba mal o eso le pareció. El problema fueron un poco los calcetines, y digo “un poco” porque, al fin y al cabo, nadie tenía por qué enterarse de que se había puesto uno de cada color. Era demasiado tarde para buscar la pareja del negro y la del azul, qué iba a hacer. Su madre solía decir “por la noche todos los gatos son pardos”, bueno… pues eso.
Renegando por aquel olor a vainilla chunga que era imposible de camuflar, se vistió. Comprobó que los vaqueros le iban grandes -¿tanto tiempo hacía que no se los ponía?- pero por fortuna no los perdería. Se puso las gafas de camino al baño, y una vez allí trató de “arreglarse” un poco el cabello frente al espejo cubierto de vaho. Si ya hacía siglos que no saltaba en los mencionados pantalones, ni se acordaba de la última vez que había hecho algo por ponerse un poco “guapo”.
El ritual de chapa y pintura consistió en lavarse los dientes con minuciosidad psicótica, pasarse la hojilla de afeitar por las mejillas y el cuello–aunque realmente nunca había sido un hombre oso- y dudar, dudar, dudar, si ese pelo al que jamás prestaba atención debía agarrárselo en una coletilla o simplemente pasar de él. No que tuviera melenas como Rapunzel pero, vaya, era incómodo si se le iba a la cara. Se lo cortaba él mismo cuando le resultaba muy molesto, y últimamente andaba dejado para todo.
En vista de que aún tenía los cabellos mojados, decidió agarrar una goma y ponérsela a la muñeca por si luego le hacía falta. Una decisión que le hizo un poquito feliz, porque una vez tomada ya salió del baño y, por consiguiente, se apartó del espejo. No era que no soportase su propio reflejo tampoco, pero llevaba tiempo sin prestarle atención y, de pronto, se sentía muy extraño verse el rostro propio aunque fuera en una superficie empañada.
Había algo violento en mirarse al espejo y comprobar que no, no era ¿joven?¿niño? ya, como en su imaginación él se veía. Y no era que Alan tuviera pintas tampoco de viejales, al contrario… solo quizá, bueno, quizá sufría vagamente los daños colaterales de haberse perdido de vista durante demasiado tiempo.
Desde algún lugar que no era la cabeza del no-escritor, Eres sonreía. Para la musa, los pensamientos de su creador eran transparentes como el agua más pura y cristalina, y, por esa razón, el náufrago y él estaban en comunicación continuada. “Ay Alan. Si tú recordases que cómo te ve otra persona tiene más relación con cómo te sientes tú mismo contigo que con ninguna otra cosa”, pensó. Pero no lo tradujo en voz alta, porque pensó que sería bonito que Alan descubriese esto por sí mismo cuando la vida –o quizá otro ser humano- se lo mostrase. La musa no veía el futuro; ¿cómo ver algo que no es real? No obstante sabía que la vida era un maravilloso misterio, y una oportunidad continuada en cada punto del camino.
A las siete menos cuarto más o menos, Alan se puso el abrigo raído de corte entre militar y hippy, color verde retro, que tenía guardado por lo menos desde la treintena post-adolescente (unos cuantos años atrás ya). No era la última moda, claro que no, pero la prenda abrigaba. Usaba ese abrigo para todo, por la sencilla razón de que tampoco tenía otro, y bueno, si le preguntaras a él te diría que ni falta que le hacía. Botas negras bajo la caña de los desgastados pantalones, calcetines desparejados escondidos en ellas, y la capucha de la sudadera por fuera del abrigo para que no molestase como la joroba de Igor-"¿Joroba? ¿Qué joroba?”-, ya solo faltaba agarrara cartera y llaves y salir.
Se despidió de Lisi con una sonora lluvia de besos que el pobre animal aguantó con estoicismo.
—Volveré pronto—le dijo desde la puerta, advirtiendo por el rabillo del ojo un resplandor azulado que duró medio segundo—Vaya, Aldérik. Cómo no. No trastornes mi vida demasiado esta vez, ¿quieres?—añadió entre dientes, antes de salir al descansillo y cerrar tras de sí.
**************************************
Habían quedado en encontrarse junto a la estatua en el centro de la plaza principal, bajo el entramado de acebo luminoso, arabescos y otras fantasías en hilera. “El Ángel Solitario” llamaba Alicia para sí a aquella escultura que era, en realidad, la figura un tanto herrumbrosa de un hombre que ni siquiera tenía alas. Desde las siete menos cuarto esperaba allí, más maniática que puntual, comenzando a congelársele los dedos de frío en los mitones de lana.
Sin darse cuenta juntaba las piernas bajo la falda del vestido blanco que llevaba, tal vez demasiado fino para final de noviembre, pero adecuado sin lugar a dudas en aquella ocasión (ni ella misma sabía por qué). Se abrazaba el propio cuerpo también para entrar en calor, el culo apoyado contra el pedestal donde se encorvaba aquel ángel sin alas.
No podía dejar de pensar en Eres, y no era exactamente que le buscara el rastro en la memoria, sino que le sentía cerca. Tan cerca como si estuviera ahí. Como si, de hecho, hubiera estado ahí todo el tiempo. Tampoco le abandonaba la certeza –absurda como tantas otras certezas, si pensaba en ella- de que aquella cita con Alan era importante. Un momento, ¿pensaba en aquel encuentro como “cita”, usando esa palabra precisamente? ¿En serio?
—De ninguna manera—se sorprendió mascullando entre dientes para sí misma.
Los minutos transcurrían asombrosamente lentos y fríos junto al ángel que no era ángel. Pasaron las siete, las siete y cinco, las siete y diez. Cuando ya empezaba Alicia a dudar si Alan se presentaría, sobre las siete y veinte, por fin le vio acercarse. Vaya, suponiendo que ese hombre que caminaba hacia ella fuera Alan, claro.
—…
Se preguntó si acaso era que nunca antes se había fijado bien en el náufrago. Aunque no era solo la fachada física lo que ahora la tenía clavada en el sitio. Sintió que veía a Alan por primera vez en aquel instante, y una bola de fuego líquido ascendió por su garganta como una especie de inoportuna supernova. Fue a saludar, pero apenas le salió un susurro roto rubricando el nombre ajeno entre nubes de vaho, mucho antes de que Alan deshiciera la distancia con ella lo bastante como para poder oírlo.
El hombre alto enfundado en ese abrigo verde militar se quedó parado frente a ella sin decir nada, los cabellos aun humedecidos agitados por el viento sobre la capucha de la sudadera azul tras su espalda. Ladeó levemente la cabeza y esbozó una sonrisa de niño bajo la mirada cálida. Alicia creyó advertir, durante un nanosegundo, un chispazo verde esmeralda en sus ojos tras los cristales de las gafas, y tembló. Estaba alucinando, seguro. Se le agolparon en la garganta un montón de frases absurdas: “casi no te reconozco, Alan”, “qué joven te ves”, “me alegra tanto verte”, “no sabía que tenías el pelo largo”. Banalidades que de pronto se sentían como puñetazos, ¿por qué? Evidentemente, no dijo nada de esto.
—Hola, Alicia. Qué guapa estás—soltó él entonces, sin filtro alguno—Me alegra verte.
Ella sonrió sin darse cuenta. Vaya, se le había adelantado.
—Qué va. Tú sí que estás…—¿“guapo”? Pero se le cortó la frase cuando el no-escritor se aproximó de sopetón para darle un beso en cada mejilla—¿Hueles… hueles a vainilla, Alan?
Él se echó a reír y se apartó con un ataque violento de vergüenza.
—Vainilla chunga. Perdona. Me… me hice un lío en el supermercado.
Alicia rio sin entender. Lo cierto era que se había quedado un poco en shock por aquellos dos besos a bocajarro, estampados un poco a trompicones porque Alan se había movido directo pero con torpeza. Bien era verdad que se trataba del saludo cortés más típico del mundo, pero ellos dos nunca se lo habían prodigado. Jamás habían atravesado la frontera física del contacto, y menos para rozarse las caras.
—¿Vainilla chunga? —se le escapó otra carcajada—Pues huele bien. A mí me gusta.
No mentía. Los olores y los sabores dulces le encantaban, salvo alguna rara excepción.
—¿Sí? Pues no te alabo el gusto. Ja, ja.
—Ja, ja. Bueno, don Simpático. ¿Dónde quieres ir a tomar el café?
Se encogió de hombros el náufrago, dando una mirada de barrido alrededor sin detenerse en ninguna parte.
—¿Hay algún sitio que te guste? —inquirió. Cafeterías, tabernas, en definitiva tenían donde elegir.
El paseo había sido amable, sí. La ducha ya no tanto. Se había distraído en el supermercado el martes y había comprado, por error, un gel con olor a vainilla barata de la marca blanca de siempre, en lugar del gel de la misma gama que solía comprar. Uno era blanco (el que solía usar), y otro con un matiz amarillento que al momento de cogerlo no había advertido. No que fuera mucho mejor el blanco, había que reconocerlo; ese en cuya etiqueta se lea “zen” -cosa que era del todo inexplicable-, pero ya se había acostumbrado a la fragancia anodina y, bueno, la vainilla era ahora como un puñetazo en las narices. Tanto era así que el pobre salió de la ducha oliendo como el pelo de las muñecas de Famosa, y lamentablemente poco arreglo tenía eso.
Se puso un poco de after-shave en la cara para compensar, y su sensible nariz le advirtió de que la estaba cagando al mezclar olores. Se echó desodorante “para hombre”- ja- pero ni eso disimulaba la fragancia dulzona. Qué ascazo.
En el armario realizó una minuciosa búsqueda digna de un minero fondeador, y solo por y para Alicia, aunque de eso no llegaba a ser consciente. Le faltó ponerse el casco con linterna incorporada mientras revolvía en las caóticas profundidades, y gritar “¡Eureka!” cuando finalmente halló algo que pudiera ponerse para salir a hacer algo que no fuera pasear a la perra. Encontró unos vaqueros decentes –algo desgastadillos y con algún roto pequeño, pero decentes-; una camiseta negra de manga larga, estilo… ¿estilo “casual”? –casual de “casual-mente no tengo nada mejor que ponerme”-, y una sudadera de color azul oscuro que, aunque había conocido mejores tiempos, tampoco estaba mal o eso le pareció. El problema fueron un poco los calcetines, y digo “un poco” porque, al fin y al cabo, nadie tenía por qué enterarse de que se había puesto uno de cada color. Era demasiado tarde para buscar la pareja del negro y la del azul, qué iba a hacer. Su madre solía decir “por la noche todos los gatos son pardos”, bueno… pues eso.
Renegando por aquel olor a vainilla chunga que era imposible de camuflar, se vistió. Comprobó que los vaqueros le iban grandes -¿tanto tiempo hacía que no se los ponía?- pero por fortuna no los perdería. Se puso las gafas de camino al baño, y una vez allí trató de “arreglarse” un poco el cabello frente al espejo cubierto de vaho. Si ya hacía siglos que no saltaba en los mencionados pantalones, ni se acordaba de la última vez que había hecho algo por ponerse un poco “guapo”.
El ritual de chapa y pintura consistió en lavarse los dientes con minuciosidad psicótica, pasarse la hojilla de afeitar por las mejillas y el cuello–aunque realmente nunca había sido un hombre oso- y dudar, dudar, dudar, si ese pelo al que jamás prestaba atención debía agarrárselo en una coletilla o simplemente pasar de él. No que tuviera melenas como Rapunzel pero, vaya, era incómodo si se le iba a la cara. Se lo cortaba él mismo cuando le resultaba muy molesto, y últimamente andaba dejado para todo.
En vista de que aún tenía los cabellos mojados, decidió agarrar una goma y ponérsela a la muñeca por si luego le hacía falta. Una decisión que le hizo un poquito feliz, porque una vez tomada ya salió del baño y, por consiguiente, se apartó del espejo. No era que no soportase su propio reflejo tampoco, pero llevaba tiempo sin prestarle atención y, de pronto, se sentía muy extraño verse el rostro propio aunque fuera en una superficie empañada.
Había algo violento en mirarse al espejo y comprobar que no, no era ¿joven?¿niño? ya, como en su imaginación él se veía. Y no era que Alan tuviera pintas tampoco de viejales, al contrario… solo quizá, bueno, quizá sufría vagamente los daños colaterales de haberse perdido de vista durante demasiado tiempo.
Desde algún lugar que no era la cabeza del no-escritor, Eres sonreía. Para la musa, los pensamientos de su creador eran transparentes como el agua más pura y cristalina, y, por esa razón, el náufrago y él estaban en comunicación continuada. “Ay Alan. Si tú recordases que cómo te ve otra persona tiene más relación con cómo te sientes tú mismo contigo que con ninguna otra cosa”, pensó. Pero no lo tradujo en voz alta, porque pensó que sería bonito que Alan descubriese esto por sí mismo cuando la vida –o quizá otro ser humano- se lo mostrase. La musa no veía el futuro; ¿cómo ver algo que no es real? No obstante sabía que la vida era un maravilloso misterio, y una oportunidad continuada en cada punto del camino.
A las siete menos cuarto más o menos, Alan se puso el abrigo raído de corte entre militar y hippy, color verde retro, que tenía guardado por lo menos desde la treintena post-adolescente (unos cuantos años atrás ya). No era la última moda, claro que no, pero la prenda abrigaba. Usaba ese abrigo para todo, por la sencilla razón de que tampoco tenía otro, y bueno, si le preguntaras a él te diría que ni falta que le hacía. Botas negras bajo la caña de los desgastados pantalones, calcetines desparejados escondidos en ellas, y la capucha de la sudadera por fuera del abrigo para que no molestase como la joroba de Igor-"¿Joroba? ¿Qué joroba?”-, ya solo faltaba agarrara cartera y llaves y salir.
Se despidió de Lisi con una sonora lluvia de besos que el pobre animal aguantó con estoicismo.
—Volveré pronto—le dijo desde la puerta, advirtiendo por el rabillo del ojo un resplandor azulado que duró medio segundo—Vaya, Aldérik. Cómo no. No trastornes mi vida demasiado esta vez, ¿quieres?—añadió entre dientes, antes de salir al descansillo y cerrar tras de sí.
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Habían quedado en encontrarse junto a la estatua en el centro de la plaza principal, bajo el entramado de acebo luminoso, arabescos y otras fantasías en hilera. “El Ángel Solitario” llamaba Alicia para sí a aquella escultura que era, en realidad, la figura un tanto herrumbrosa de un hombre que ni siquiera tenía alas. Desde las siete menos cuarto esperaba allí, más maniática que puntual, comenzando a congelársele los dedos de frío en los mitones de lana.
Sin darse cuenta juntaba las piernas bajo la falda del vestido blanco que llevaba, tal vez demasiado fino para final de noviembre, pero adecuado sin lugar a dudas en aquella ocasión (ni ella misma sabía por qué). Se abrazaba el propio cuerpo también para entrar en calor, el culo apoyado contra el pedestal donde se encorvaba aquel ángel sin alas.
No podía dejar de pensar en Eres, y no era exactamente que le buscara el rastro en la memoria, sino que le sentía cerca. Tan cerca como si estuviera ahí. Como si, de hecho, hubiera estado ahí todo el tiempo. Tampoco le abandonaba la certeza –absurda como tantas otras certezas, si pensaba en ella- de que aquella cita con Alan era importante. Un momento, ¿pensaba en aquel encuentro como “cita”, usando esa palabra precisamente? ¿En serio?
—De ninguna manera—se sorprendió mascullando entre dientes para sí misma.
Los minutos transcurrían asombrosamente lentos y fríos junto al ángel que no era ángel. Pasaron las siete, las siete y cinco, las siete y diez. Cuando ya empezaba Alicia a dudar si Alan se presentaría, sobre las siete y veinte, por fin le vio acercarse. Vaya, suponiendo que ese hombre que caminaba hacia ella fuera Alan, claro.
—…
Se preguntó si acaso era que nunca antes se había fijado bien en el náufrago. Aunque no era solo la fachada física lo que ahora la tenía clavada en el sitio. Sintió que veía a Alan por primera vez en aquel instante, y una bola de fuego líquido ascendió por su garganta como una especie de inoportuna supernova. Fue a saludar, pero apenas le salió un susurro roto rubricando el nombre ajeno entre nubes de vaho, mucho antes de que Alan deshiciera la distancia con ella lo bastante como para poder oírlo.
El hombre alto enfundado en ese abrigo verde militar se quedó parado frente a ella sin decir nada, los cabellos aun humedecidos agitados por el viento sobre la capucha de la sudadera azul tras su espalda. Ladeó levemente la cabeza y esbozó una sonrisa de niño bajo la mirada cálida. Alicia creyó advertir, durante un nanosegundo, un chispazo verde esmeralda en sus ojos tras los cristales de las gafas, y tembló. Estaba alucinando, seguro. Se le agolparon en la garganta un montón de frases absurdas: “casi no te reconozco, Alan”, “qué joven te ves”, “me alegra tanto verte”, “no sabía que tenías el pelo largo”. Banalidades que de pronto se sentían como puñetazos, ¿por qué? Evidentemente, no dijo nada de esto.
—Hola, Alicia. Qué guapa estás—soltó él entonces, sin filtro alguno—Me alegra verte.
Ella sonrió sin darse cuenta. Vaya, se le había adelantado.
—Qué va. Tú sí que estás…—¿“guapo”? Pero se le cortó la frase cuando el no-escritor se aproximó de sopetón para darle un beso en cada mejilla—¿Hueles… hueles a vainilla, Alan?
Él se echó a reír y se apartó con un ataque violento de vergüenza.
—Vainilla chunga. Perdona. Me… me hice un lío en el supermercado.
Alicia rio sin entender. Lo cierto era que se había quedado un poco en shock por aquellos dos besos a bocajarro, estampados un poco a trompicones porque Alan se había movido directo pero con torpeza. Bien era verdad que se trataba del saludo cortés más típico del mundo, pero ellos dos nunca se lo habían prodigado. Jamás habían atravesado la frontera física del contacto, y menos para rozarse las caras.
—¿Vainilla chunga? —se le escapó otra carcajada—Pues huele bien. A mí me gusta.
No mentía. Los olores y los sabores dulces le encantaban, salvo alguna rara excepción.
—¿Sí? Pues no te alabo el gusto. Ja, ja.
—Ja, ja. Bueno, don Simpático. ¿Dónde quieres ir a tomar el café?
Se encogió de hombros el náufrago, dando una mirada de barrido alrededor sin detenerse en ninguna parte.
—¿Hay algún sitio que te guste? —inquirió. Cafeterías, tabernas, en definitiva tenían donde elegir.
Como si tácitamente acordasen decidirlo sobre la marcha, comenzaron a caminar.
Se detuvieron a las puertas de un local llamado “Galaxia”, parándose allí quizá por la sombra de música techno que se adivinaba desde el interior. Lo cierto era que se veía agradable el sitio en su aspecto exterior, un poco entre el estilo futurista y el steam-punk a juzgar por la decoración de engranajes dorados en las puertas. Alan se preguntó si allí darían café, pero bueno, si acaso la música no hacía retumbar las paredes una vez dentro, a él no le importaba tomar otra cosa.
Una mirada le bastó para confirmar que a Alicia también le pareció una buena elección.
—No había visto nunca este sitio…
—Yo tampoco—admitió el náufrago mientras se aventuraban juntos al interior.
—¿Crees que será una discoteca?
Le dio la risa a Alan. “Hay que joderse” pensó, “quién nos lo iba a decir”.
—Pues no lo sé.
Discoteca o no, el local estaba pero que muy bien. No había mucha gente, por otra parte, lo cual era un puntazo para el náufrago alérgico a las multitudes. Se trataba de una sala espaciosa, iluminada por una luz entre “negra” y violeta que resultaba cómoda cuando uno se acostumbraba a la intimidad que promovía. La música sonaba a volumen aceptable para poder hablar sin elevar la voz, lo bastante envolvente como para satisfacer al bailarín interior de cualquiera.
(“Doctor, hay un hombre bailando con una estela de fuego, dentro. Dentro de mí.”).
Se acercaron a la barra larguísima que cruzaba la estancia de parte a parte. Al otro lado se veían algunas mesas contra la pared opuesta, separadas por biombos de celosía trenzada entre madera y metal a media altura. Sobre sus cabezas, miles de puntitos de luz se iluminaban como estrellas inteligentes que pudieran sincopar el ritmo de la música ochentera.
Tras la barra, un chaval de cabello rubio movía una coctelera plateada sin mucho aspaviento, abriéndola luego para verter un líquido de extrañísimo y rabioso color morado en unos vasos de tubo. El líquido parecía tener irisaciones y reflejos opalescentes bajo la iluminación casi mágica del local. No había nadie a quien atender aparte de ellos dos ahora, de modo que quizá el chico dejaba preparado el brebaje de la casa para la hora feliz o algo semejante.
—¿Quieres que pregunte si tienen…—inquirió Alan casi al oído de Alicia.
Pero ella ya había abierto la boca, al parecer sin poderse contener.
—Oiga, ¿qué bebida… qué bebida es? —le preguntó al camarero, refiriéndose al líquido que este acababa de sacar de la coctelera.
El náufrago se sonrió al mirarla a ella. Realmente parecía una niña feliz y de pronto deslumbrada en aquella cueva de las maravillas. Una niña hermosa, adulta y vestida de blanco.
El chico levantó la cabeza y sonrió tan solo un poco.
—“Rayito violeta” —respondió—es el cóctel de esta noche. ¿Lo quieres probar?
Alicia cruzó una mirada con Alan. “¿Lo probamos?” Él asintió. “Claro”.
—Sí. Sí—asintió. De cabeza, a lo kamikaze, sin preguntar siquiera qué llevaba o cuánto alcohol tenía aquel brebaje. Rio porque era consciente de la pequeña locura que iba a cometer. Bueno, que todas las locuras fueran así.
Vaso en mano se dirigieron a la hilera de mesitas para ocupar una al fondo de la sala.
—¿Sabes? Creo que a Eres le hubiera encantado este sitio—sonrió Alicia bajo las estrellitas móviles del techo, nada más sentarse.
—¿Oh? —Alan tomó asiento frente a ella—¿A Eres? Seguro que sí. Estaría bailando ahora mismo y disfrutando como un enano.
“Como el enano que es”, no pudo evitar pensar, y soltó una pequeña carcajada.
—Ah. ¿Le gusta bailar?
El no-escritor se encogió levemente de hombros.
—Creo que sí. Aquí lo haría.
—¿…Y tú lo harías?
—¿Yo? —Alan retrocedió un poco sobre el asiento de cuero repujado. No hubiera esperado esa pregunta por nada del mundo, y se sorprendió él mismo tratando de responder con sinceridad plena—Pues a lo mejor sí. Me gustaría. Pero yo bailo fatal—añadió y volvió a reír.
—Bueno, seguro que la música lo hace más fácil de lo que crees—bromeó Alicia—Ah, Alan. Eres… maravilloso personaje, de verdad. ¿Cómo conseguiste hacerle tan… perfecto?
—¿Perfecto?
El no-escritor frunció el ceño, sintiendo la risotada de la musa en su cabeza.
—Sí.
—No. Perfecto no. ¿Vivo, te refieres?
Alicia asintió vehemente mientras tomaba un pequeño sorbo del “Rayito violeta”. Al volver a dejar la copa en la mesa, sus labios estaban suavemente tornasolados en igual color.
—Vivo. Eso es.
—No lo sé—admitió Alan, sin poder evitar fijar la mirada en los labios de Alicia. Se lamió los suyos instintivamente por sentirlos resecos, y, sin dejar de mirarla a ella, tomó su vaso para beber—Simplemente le dejé salir.
—Muy… valiente por tu parte, eso—respondió Alicia sin pensar.
—Oye, está buena la mierda esta morada. No por cambiar de tema—se apresuró a añadir—Solo que está... está buena.
—Y desde… ¿desde cuándo quería él…?—De pronto Alicia no encontraba freno a su curiosidad, quizá porque Eres no había dejado de estar presente en todo momento, y tanto era así que hasta a ratos parecía ¿poseer? a Alan. La bebida estaba buena, suave y con un toque dulce que era excelente para su gusto, pero no quería alejarse ni por asomo del hilo principal.
—Ellos. Ellas—retocó el náufrago—¿Elles? —rio. Nunca se le dieron bien las etiquetas. Ah, qué asco daba a veces tener que tener identidad—Perdona. Es que son varios. ¿Te refieres a desde cuándo están queriendo salir?
—Sí. ¿Varios?
Alan asintió y bebió otro pequeño trago de Rayito Violeta. Para él estaba más bien fuerte, aunque no se notaba traza de alcohol por ningún lado.
—Ajá. Son siete. Ocho, si cuentas a Owl.
—Oh.
El náufrago observó a Alicia por encima del borde de su vaso. Se dio cuenta de que las pupilas de ella se dilataban progresivamente bajo los juegos de luces. ¿Era interés lo que había en esa mirada? Nunca lo hubiera imaginado, no así.
—¿Quieres… quieres que te cuente más? —inquirió. Si fuera por él, podría tirarse horas dando la chapa con el tema, pero le horrorizaba dar la turra.
—Sí, por favor. Cuéntame.
Se acomodó Alicia contra el mullido respaldo y descruzó las piernas sin darse cuenta, mirando fijamente al náufrago sin disimular sus ganas de escuchar. Parecía una niña deseando que le contasen el más bonito cuento “otra vez”.
—Son… son musas—explicó Alan—aunque eso, si te has leído el libro, ya lo sabes.
Ella asintió. Sí, sabía que Eres-Alma-de-Universo era una musa, pero no que hubiera más como él.
—A Eres le conocí… le conocí en la consulta de la Bruja Roja. Mi psicoanalista—aclaró—la Bruja Roja es mi psicoanalista, ella no sabe que yo la llamo así. Je, je.
No era una manera peyorativa para referirse a ella de todas formas, ni muchísimo menos, pero aun así Alan siempre se había guardado este dato para sí mismo… salvo ahora, que lo compartía con Alicia.
Ella rio.
—Qué interesante.
—Hay tres brujas en mi vida. Les debo mucho a las tres. Ni que decir tiene que para mí bruja es buena palabra, aunque sé que a una de ellas no le agradaría en absoluto ser llamada así.
Alicia frunció el ceño.
—¿Te refieres a mí?
—¿A ti? ¡No! —Alan negó vehemente con la cabeza y casi se ahoga con el trago que estaba a punto de tomar—Si tengo que disfrazarte de criatura mítica, tú serías un hada y no una bruja.
Los ojos de ella se abrieron como platos, e inconscientemente se llevó la mano al pecho.
—¿Un hada?¿Yo? —preguntó, perpleja, no reconociendo su propio reflejo en aquel espejo que ahora eran los ojos de Alan.
El náufrago asintió de nuevo, como si no hubiera tenido certeza mayor en esta vida. No sintió asomo de vergüenza; tal vez la música y la bebida estaban ya trazando algún efecto. Y bueno, eso era lo que veía en ella, definitivamente.
—Un hada, sí.
Un hada en blanco y negro: Alicia y Malicia. La Luz y la Sombra, la voz y la máscara, la cara y la cruz. Y magia envolviéndolo todo; magia como red de plata y ensueño de otro mundo.
—¿Y cuál es la diferencia entre un hada y una bruja…?
—Uf…—Alan soltó una carcajada y elevó por un momento los ojos al techo estrellado, como tratando de buscar algo en su cerebro—No tengo ni idea. No tengo palabras. Es algo que siento, pero hay diferencia.
“¿Que te quiero, quizá? Que te deseo aunque no te lo diga. Que no quiero nada y a la vez quiero todo. Que estoy loco. Que tienes magia y no entrañas vacías.” No obstante, no tuvo que decir nada que se acercara remotamente a esto, porque Alicia pareció conforme con la no-explicación anterior.
—¿Y quiénes son las brujas? —inquirió, sin querer perder detalle, aprovechando para desviar de en medio el concepto “hada” que le había dejado de nuevo en shock, casi como aquellos dos besos inesperados de antes.
Tenía su vaso agarrado entre ambas manos y basculaba levemente sobre su asiento, como si se marcara un bailecito continuado en el sitio. Había placer reflejado en su mirada y en cada uno de sus movimientos, y qué feliz le hacía a Alan ver que ella se divertía.
—Las brujas son: La bruja roja, la bruja violeta como lo que hay en este vaso, y la bruja blanca—volvió a beber el no-escritor antes de seguir hablando, apurando su copa hasta la mitad—La roja es mi psicoanalista, gracias a quien escuché a Eres por primera vez. La blanca es mi editora, Marta Blanco. Sin ella no hubiera podido sacar nada a la luz, porque vomito cada vez que entro en contacto con el sistema de mercado. Odio la promoción, el “ganar premios”, los concursos, el reconocimiento y el encajar—se quedó un poco ojoplático internamente por su propia sinceridad a chorro, pero eso no le frenó para seguir hablando—Desde el principio ella fue la mano ejecutiva en todo eso, y permitió que yo me desentendiera de toda la mierda. Si alguien puede leerme es gracias a ella, porque, de ser por mí, nada hubiera salido jamás de mis cuadernos y de mi ordenador.
—Vaya. Es más bien un hada madrina, entonces—sonrió Alicia, sin afán de corregirle pero aportando su punto de vista. Quizá la línea que separaba una “bruja” de un “hada” era fina y permeable a matices—¿Y la Bruja Violeta?
El náufrago suspiró con la mirada fija en su vaso medio lleno. Bajo aquellos destellos de luz parecía de pronto un niño canoso y pensativo, una especie de Peter Pan que, aunque sabía dónde estaba su sombra, no estaba seguro de querer encontrarla.
—La Bruja Violeta se llama Lourdes—respondió finalmente, levantando los ojos hacia Alicia con un súbito fulgor momentáneo en ellos—Es la mujer que hace ocho años me enseñó a trabajar de verdad.
—¿A trabajar?¿A escribir, quieres decir?
Alan negó con la cabeza.
—No, a escribir no. A escribir aprendí leyendo. Me refiero al otro trabajo que tengo. El más importante. El que me tiene muerto del asco por mi culpa y sin poder mov-… da igual. —hizo el gesto con la mano de espantar una mosca invisible, no queriendo seguir—Ella me enseñó a controlar una tara mental que tengo de pequeño. Mental y global, bueno.
—¿Una tara? ¿Lo dices de broma?
—En absoluto. Empatía cuántica es la tara.
Alicia le miró perpleja.
—Soy un empático energético, como concepto. Soy una esponja que absorbe, absorbe, absorbe… lo que no es Alta Vibración en otras… en otros seres humanos.
Esperanzadoramente, considerando que Ali había leído el mamotreto que enmascaraba su desahogo, al menos Alan no tenía que poner más palabras para enfocar el significado de “Alta Vibración”. Alicia seguramente sabía ya que era una forma más de decir “Amor” para él.
—Es un drama cuando eres niño, y de adulto a veces también. No somos muchos, pero muchas esponjas empáticas no saben que lo son—continuó, siendo demasiado tarde ya para callar. Nunca había verbalizado esto con alguien que no fuera Lou (para quien esa condición era el pan de cada día y absolutamente normal), y le parecía que ahora estaba en el mejor lugar para ello, con la mejor compañía. Y de todas maneras, fuera como fuera, Alicia ya había abierto la caja de pandora. —No es nada extraordinario. No es un don. Se parece más a una desgracia que a un don, según lo mires.
Tomó aire ante la estupefacta mirada de Alicia y enganchó otro trago antes de seguir. Se dio cuenta de que las manos le temblaban levemente, pero le dio igual.
—De pequeño lloraba por tristezas ajenas que no comprendía. Mi madre me amenazaba con pegarme para darme motivos para llorar, ante la tesitura de que ni yo mismo sabía por qué estaba llorando ni podía explicarlo. Desde que tengo recuerdos mi vida era así. Ahora, de adulto, comprendo la sobrecarga de mi padre… y la de mi pobre madre también.
—Oh, Alan. Eso… todo eso suena como una película.
—Ya lo sé. Ya lo sé. Es un asco, suena a delirio. La Bruja Violeta me ayudó a entenderlo y a controlarlo. Ahora “absorbo” como parte de un trabajo que ni siquiera me pagan.
—No sé si te estoy entendiendo. Discúlpame.
—Sí. A veces vienen a pedirme ayuda y pagan la voluntad—seguía el náufrago subido al carro ,como si el desconcierto y la curiosidad de Alicia le hubieran literalmente dado alas—Otras veces ni siquiera saben que les he ayudado. Pero bueno, que se vaya al carajo el dinero.
—Pero…
—Absorbo todo, TODO, lo que no es conexión real y otro no puede eliminar. Las interferencias, lo que no es Amor, todo me lo como y tengo que transmutarlo en Amor otra vez, que es lo que originariamente es Todo. La última persona a la que ayudé era alcohólica y no me lo dijo; lo supe porque tuve impulso irrefrenable de beber yo mismo, y créeme que odio el alcohol porque… porque mi padre vivía impregnado en él. Es horrible. Me enfermo, pero aun así vale la pena, ¿sabes por qué? Porque lo que para una persona han podido ser veinte años de dolor, para mí como humano son solo tres días de enfermedad en mi cuerpo hasta que puedo transmutarlo, o como mucho una semana. Afortunadamente, las interferencias se enclavan en mi cuerpo físico la mayoría de las veces, y no me parasitan el ánimo… normalmente.
—Alan… Alan, espera, esto… esto que me estás contando es…
—Una ida de olla total, ya lo sé. Perdona. —“Es mi vida”, se le quedó a flor de labios. “Ya me gustaría no necesitar hablar de esto.” Aunque bueno, su vida tampoco estaba tan mal. Era una especie de mártir energético en secreto por algunas ocasiones, nada más. No podía hacer nada, ni querría cambiarlo, porque estaba bien. Y al contarlo sonaba "surreal", lo cual no dejaba de ser un disparate considerando que "la realidad" ni siquiera existía como algo monolítico e igual para todos, fuera de la mente particular de cada persona.
Acabó el náufrago su copa y se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos. Se quitó las gafas y uso el dorso de la mano para secarse con cierta rabia. Impotencia, más bien.
—No, no. Por favor, no pidas… no hay nada que perdonar. Solo es que… me cuesta entender, me cuesta asimilar que sea…—“que sea real lo que me cuentas”. Pero no completó la frase Alicia, y no la completó solo por una razón: había conocido a Eres. Eres le había mostrado el reverso luminoso de todo esto en diversas maneras; le había mostrado la parte positiva de lo que Alan contaba, la conexión real de Amor. Había sido la musa quien le había mostrado la diferencia entre “Amor” y “factores de interferencia”. Cómo no iba a creer a Alan ahora.
—Perdona—insistió el náufrago. De pronto quería meterse debajo de la mesa y tirarse un mes ahí—¿Quieres… quieres otra copa?
—Quiero abrazarte—le salió solo a ella, sin previo aviso y sin pasar por filtro mental alguno. Tal y como lo sentía, así lo verbalizó—¿Te… te importa? Y quiero… quiero saber más. Por favor.
Alan se encogió en su asiento.
—Alicia, ahora… ahora no sé si puedo—se obligó a admitir.
“No sé si puedo ser abrazado. No sé si lo soportaría. No sé si es miedo lo que tengo o simple estupidez, pero por favor, déjame asimilar que en efecto quieres hacer eso.”
No necesitó decir más. Ella le entendió. No se sintió atacada ni rechazada en lo personal. Sin embargo, extendió el brazo sobre la mesa para colocar la mano sobre la de Alan. La oprimió levemente y el náufrago sintió una caricia de hada. Y deseó que ella no apartase esa mano, aunque no dijo nada. No tenía intención Alicia de deshacer la caricia, sin embargo.
—Alan. Entonces, ¿me estás diciendo que tu otro “trabajo” es absorber interferencias en otras personas?
El aludido asintió con renovada timidez pero con alivio al mismo tiempo, girando la mano para “abrazar” la de Alicia en su palma y corresponder al suave apretón.
—Es necesario—respondió— Así la Conexión entre seres se limpia, y cada ser puede ver la presencia Divina en él. Todos tenemos derecho a liberarnos de lo que no es real, de lo que no es Amor. Pero tiene uno que estar muy desconectado de ego para poder hacerlo porque nadie… nadie lo reconocerá jamás—añadió, sin variar un ápice su inflexión neutra—Incluso aquellos que positivamente te pidieron ayuda luego dirán que quizás “has tenido algo que ver” o que fueron ellos mismos los que movieron todo. El trabajo de luz nunca se ve, y pocas veces te lo agradecen. Y cuando te enfermas no hay nada que atenúe eso.
Ni “gracias”, ni dinero. Y la cosa de enfermarse tampoco era algo que Alan pudiera ir contando, porque entonces nadie se dejaría ayudar. Porque las personas dirían algo como “no quiero que te enfermes por mi culpa”, y de nada serviría que Alan gastara saliva explicando por pasiva y por activa que de hecho no era culpa de nadie. Era un proceso natural que estaba fuera, completamente fuera, de la voluntad de las (voces tras las máscaras) personas, pero habría que hacer un esfuerzo titánico para que otros no se sintieran culpables… y Alan no sentía que tuviera muchas fuerzas ni tiempo para eso.
Ni “gracias” ni dinero atenuaba los síntomas, pero aun así el trabajo seguía mereciendo la pena. Era un extraño privilegio que tal vez no todo el mundo aceptaría o comprendería, pero Alan sí. Por mucho que el precio fuera fumar como un carretero al borde del fin del mundo y no poder moverse a veces del sofá.
No dio lugar el náufrago a que el tenso silencio que temía llegara a cernirse entre ambos. Se levantó de su asiento tras decir lo último, casi como impulsado por un resorte pero al mismo tiempo a espantosa cámara lenta. Cual autómata enfiló hacia la barra tras decirle a Ali que iría a buscar dos copas de lo mismo que acababan de beber, porque en eso estaban de acuerdo al fin y al cabo ambos: la bebida estaba mejor que buena.
Alicia se quedó sentada viéndole marchar. Bajo aquellos juegos de luces en tonos violetas, azules y rosas, y visto desde atrás ya sin el abrigo puesto, Alan parecía una auténtica versión de Eres que midiera casi un metro ochenta de estatura. Se sonrió Alicia, ¿se sentía acaso agradecida por esto? Sabía que con toda probabilidad era su propia cabeza la responsable de tal mimetismo, pero bueno, ahí estaba ciertamente “su realidad”, ¿cierto? En su mente, de hecho. En su mundo mental, Alan era el padre de Eres y las semejanzas físicas tenían una lógica aplastante, cómo no.
Se sentía aun bastante perdida con lo que él acababa de contarle. No había que ser un lince para darse cuenta de que Alan se había sincerado mucho de golpe, de que incluso había pasado… ¿vergüenza? al hablar de aquello, a pesar de que la música, la bebida, el entorno y las preguntas de Alicia le habían alentado a hacerlo. Y bueno, no era que Alicia no le creyese, pero… la verdad era que aquella historia de “empatía cuántica” no era fácil de asimilar. Sonaba un poco a delirio, sí… pero también sonaría a delirio si ella le contase que se había tirado a Eres, que este la había visitado y que la semana anterior le ayudó a recoger los pedazos de su propia máscara esparcidos por el asfalto. Era todo demasiado loco, pero también tenía demasiado sentido como para ser irreal. Y, además, mentalmente podría argumentar lo que quisiera… porque el corazón decía que sí, porque ella Sentía que Todo era Real… y frente a eso, ningún argumento parcial tenía nada que hacer.
—¿Estás bien, guapo? —preguntó al momento que él regresó, habiendo decidido sin saberlo que se dirigiría a él exactamente igual que lo haría hacia Eres. Y a la musa le habría hablado con aquellas palabras precisas, ni más ni menos.
Alan sintió calor en el rostro y desvió la mirada. Colocó sobre la mesa las copas y empujó una de ellas suavemente hacia Alicia antes de volver a tomar asiento.
—Guapa eres tú—repuso sin embargo, y lo dijo casi gruñendo—No sé cómo se te ocurrió ponerte Malicia de nombre artístico, con lo preciosa que eres por dentro y por fuera.
Boquiabierta es poco para describir cómo se quedó ella al escucharle decir esto. Frunció el ceño y ladeó la cabeza, tratando de desentrañar si Alan acababa de lanzarle el halago más sentido y sincero o a lo peor un venablo, y finalmente rompió a reír.
—¡Oh! Pero… pero… Malicia… Malicia es solo un nombre. Es… No es…—“No es de verdad”.
El no-escritor sonrió como niño que confirmase que él también sabía un secreto.
—Ya. Ya lo sé. Es una mujer dura, fuerte y poderosa, Malicia.
Se mordió el labio. No podía evitar jugar un poquito, pero ni de lejos pretendía hacer sangre o ensañarse.
Alicia sacudió la cabeza de forma tan vehemente que sus cabellos se agitaron, como si en aquel momento quisiera por todos los medios quitarse de encima a Malicia y todo cuanto tuviera que ver con ella.
—Falsa. Falsedad, Alan. Todo fachada. Nunca tuve fortaleza.
—No creo que la fortaleza se lleve por fuera o viva en un estereotipo, Ali. Tú sí tienes fortaleza, pero no necesitas a Malicia para ser… —“Para ser.” Eso era todo. Enmudeció en cuanto lo identificó—Lo siento. No quiero tampoco meterme en donde no me llaman. Es tu nombre artístico y está bien, tus motivos tendrás para llevarlo.
—No, no. Por favor—ella levantó las manos y rio de nuevo—¡Métete, por favor! —“Métete en mi vida todo lo que quieras, descolócala, trastórnala” —Ya lo hiciste con… Ya lo hizo Eres, y no me morí.
—Ah, Eres.
Alan rio a su vez y asintió. Jo, sí que parecía haberse quedado Ali marcada con su criaturita Oscura.
—Sí. Gracias. Gracias por crearle—ahora era ella la que parecía querer hundirse en su asiento delante del náufrago.
—Lo siento, no puedo morderme la lengua con esto. ¿Me explicas eso de que te lo follaste?
Rio de nuevo Alan porque sonaba a coña, demasiado, y a la vez tenía la escalofriante certeza de que iba en serio. ¡Bueno, aparte de que el propio Eres había sido quien se lo dijo!
—Ay. Dios.
Alicia tomó su vaso con la mano libre sin soltar la de Alan, y bebió hasta más de la mitad de un solo trago mientras era incapaz de pensar qué responder. Acertaba a pasarle que solo la verdad quería salir a gritos, ¿qué hacer contra eso? ¡No quería luchar contra sí misma para esconderlo!
"Sabes, todo fue tan bonito, Alan. Tan real. De pronto me estaba riendo y... la máscara había volado, y él me lanzó esa... bola de luz desde sus manos. Y sentí alivio cuando lo hizo, tanto que fue... como volver a nacer. Y luego vi el Universo en sus ojos, y sentí que ese Universo también... también estaba en mí. Y entonces... "
Tomó aire temerosa de transmitir su pensamiento, y exhaló sonoramente, desviando los ojos a la maravillosa decoración en las paredes del local. Más engranajes de rueda dentada, unos encajando en otros y otros no; bujías enroscadas a ramales de tuberías, símbolos arcanos bajo las cambiantes estrellas del techo.
"Y entonces hicimos el amor. Bestialmente, ¿sabes? Sin pensar en nada, sintiendo todo. Toda... toda la noche. Todo el resto de esa noche, Alan, sintiéndonos con todo.
Le miró en aquel instante a los ojos, aquellos ojos que ahora parecían tener la capacidad de hablar de una forma tan concreta que asustaba. “No voy a pensar, tranquila. No voy a juzgar ni a interpretar en ningún modo lo que me cuentes. Solo siento curiosidad por saber lo que sientes/sentiste”, parecían decir. Y quizá lo que ocurría era que entre Alan y Alicia, ahora, tenía lugar un fenómeno de implicaciones casi cuánticas que el propio Alan defendía a ultranza: “si le hablas desde tu alma a un humano, el alma de ese humano responde”. Un fenómeno que el no-escritor había confirmado y constatado muchas veces a través de la experimentación. “Si le hablas como Universo al Universo, el Universo responde”, también el Universo en otra persona. En otro ser humano, más bien. En otro ser. Porque “Per-sona” como tal (“sonido a través de máscara”) estaba a años luz de “ser”.
Por eso era que tal vez Alicia sentía la necesidad de responder su verdad en aquel momento, aunque no lo verbalizase, porque responderse a sí misma era lo mismo que responder a Alan a este respecto. Y sin embargo, si llegaba a verbalizar, tal vez le sobrevendría un enorme y merecido alivio. Vendría la calma después de exteriorizarlo. Ella lo sabía porque así lo sentía, y por eso quería intentarlo.
—Le conocí, Alan—musitó, mientras una sonrisa involuntaria tensaba sus labios. No se sintió capaz de seguir mirando al empático a los ojos y fijo las pupilas en las ondulaciones violeta dentro de su vaso—A Eres. Le vi.
Los labios de Alan se curvaron también hacia arriba y hacia los lados ampliamente.
—Yo también le veo. Hasta le oigo.
—Me refiero a que…—“le vi en la calle”, iba a decir ella. Pero Alan entonces dijo algo que provocó el sellado inmediato de los labios.
—De hecho, ahora, está aquí.
—¿Sí?
Retrocedió Alicia en su asiento y se tapó la boca, porque su voz había sonado demasiado esperanzada.
—Sí. Bueno, qué te voy a decir. Está conmigo, está en mí, todo el tiempo.
Qué diablos, claro. Y es cómo podría ser de otro modo.
—Qué tonta soy, perdona. Claro. Claro que está en ti. Cómo… cómo no iba a estar—musitó ella antes de beber un trago breve.
—Es un poco deshonesto por mi parte usarle para hacer el amor, pero a mí no me ven—comentó Alan como lo más natural. Total, qué más daba, ¿verdad? “De perdidos, al río”, que dicen. Tanto Eres como él eran sinceros en modo kamikaze a la hora de la verdad—Aunque tampoco creas que es exactamente así. No le “uso”, no sé quién usa ya a quién. Y “hacer el amor” significa tantas cosas…
Sí. Todo estaba relacionado y el no-escritor lo sabía bien. El toque de musa a larga distancia, tocarse entre humanos de esa manera, en silencio y sin tacto, bien podría ser tan íntimo y obsceno -si obsceno no fuese una palabra lamentablemente ahogada en el tabú- como hacer el amor. Había presenciado desde fuera (y lamentablemente participado, aunque no era como que se arrepintiese tampoco) sesiones tórridas de sexo en las que “hacer el amor” era una entelequia. El sexo en sí no tenía nada de malo, pero hacer el amor era distinto, y por eso “hacer el amor” tenía tantos significados. Porque el amor se podía “hacer” de muchas maneras. Porque el amor era Todo. Y el sexo solo una parte. Una parte divertida, sí; una parte chachi, sobre todo cuando dejabas ir al animal… pero no era Todo. En Todo cabía el sexo… y cabía mucho más; “hacer el amor” era el Todo en un encuentro.
Crear un personaje, bien mirado, era hacer el amor también. Si acaso por el acto de dar vida, porque así fue como nació Eres y tod@s l@s demás. El acto de escritura era lo mismo; cualquiera que vertiera esfuerzo y se rompiera la cabeza tratando de traducir Sentimiento lo podría asegurar.
—Resulta un poco perturbador para mí ahora… lo mucho que te pareces a él—admitió Alicia—Perdóname, me siento muy tonta ahora mismo.
Alan rio.
—No eres tonta, y gracias por ser mi amiga. Pero, Ali, será más bien que él se parece a mí, ¿no? —volvió a reír mientras Eres se revolvía y le amenazaba cariñosamente con el bate de “lanzador” — Él es mi criatura. Si está viva aquí y ahora, es por ti y por mí.
Alicia frunció el ceño mientras asimilaba lo que para el empático era evidente. Justo en aquel mismo momento, una canción particularmente “cosquillera” empezó a sonar. “Cosquillera”, porque alentaba demasiado a moverse.
(I'm alive...)
Dejando la copa a medio terminar, ella se levantó de su asiento.
("I'm alive...!)
—¿Quieres bailar, Alan?
«Anda, niño. Vamos a bailar. ¿Te imaginas que se te va la olla y le decimos lo que necesitamos de verdad?»
Se puso en pie Alan con las piernas como gelatina y asintió:
—Enséñame cómo.
Alicia se quedó sentada viéndole marchar. Bajo aquellos juegos de luces en tonos violetas, azules y rosas, y visto desde atrás ya sin el abrigo puesto, Alan parecía una auténtica versión de Eres que midiera casi un metro ochenta de estatura. Se sonrió Alicia, ¿se sentía acaso agradecida por esto? Sabía que con toda probabilidad era su propia cabeza la responsable de tal mimetismo, pero bueno, ahí estaba ciertamente “su realidad”, ¿cierto? En su mente, de hecho. En su mundo mental, Alan era el padre de Eres y las semejanzas físicas tenían una lógica aplastante, cómo no.
Se sentía aun bastante perdida con lo que él acababa de contarle. No había que ser un lince para darse cuenta de que Alan se había sincerado mucho de golpe, de que incluso había pasado… ¿vergüenza? al hablar de aquello, a pesar de que la música, la bebida, el entorno y las preguntas de Alicia le habían alentado a hacerlo. Y bueno, no era que Alicia no le creyese, pero… la verdad era que aquella historia de “empatía cuántica” no era fácil de asimilar. Sonaba un poco a delirio, sí… pero también sonaría a delirio si ella le contase que se había tirado a Eres, que este la había visitado y que la semana anterior le ayudó a recoger los pedazos de su propia máscara esparcidos por el asfalto. Era todo demasiado loco, pero también tenía demasiado sentido como para ser irreal. Y, además, mentalmente podría argumentar lo que quisiera… porque el corazón decía que sí, porque ella Sentía que Todo era Real… y frente a eso, ningún argumento parcial tenía nada que hacer.
—¿Estás bien, guapo? —preguntó al momento que él regresó, habiendo decidido sin saberlo que se dirigiría a él exactamente igual que lo haría hacia Eres. Y a la musa le habría hablado con aquellas palabras precisas, ni más ni menos.
Alan sintió calor en el rostro y desvió la mirada. Colocó sobre la mesa las copas y empujó una de ellas suavemente hacia Alicia antes de volver a tomar asiento.
—Guapa eres tú—repuso sin embargo, y lo dijo casi gruñendo—No sé cómo se te ocurrió ponerte Malicia de nombre artístico, con lo preciosa que eres por dentro y por fuera.
Boquiabierta es poco para describir cómo se quedó ella al escucharle decir esto. Frunció el ceño y ladeó la cabeza, tratando de desentrañar si Alan acababa de lanzarle el halago más sentido y sincero o a lo peor un venablo, y finalmente rompió a reír.
—¡Oh! Pero… pero… Malicia… Malicia es solo un nombre. Es… No es…—“No es de verdad”.
El no-escritor sonrió como niño que confirmase que él también sabía un secreto.
—Ya. Ya lo sé. Es una mujer dura, fuerte y poderosa, Malicia.
Se mordió el labio. No podía evitar jugar un poquito, pero ni de lejos pretendía hacer sangre o ensañarse.
Alicia sacudió la cabeza de forma tan vehemente que sus cabellos se agitaron, como si en aquel momento quisiera por todos los medios quitarse de encima a Malicia y todo cuanto tuviera que ver con ella.
—Falsa. Falsedad, Alan. Todo fachada. Nunca tuve fortaleza.
—No creo que la fortaleza se lleve por fuera o viva en un estereotipo, Ali. Tú sí tienes fortaleza, pero no necesitas a Malicia para ser… —“Para ser.” Eso era todo. Enmudeció en cuanto lo identificó—Lo siento. No quiero tampoco meterme en donde no me llaman. Es tu nombre artístico y está bien, tus motivos tendrás para llevarlo.
—No, no. Por favor—ella levantó las manos y rio de nuevo—¡Métete, por favor! —“Métete en mi vida todo lo que quieras, descolócala, trastórnala” —Ya lo hiciste con… Ya lo hizo Eres, y no me morí.
—Ah, Eres.
Alan rio a su vez y asintió. Jo, sí que parecía haberse quedado Ali marcada con su criaturita Oscura.
—Sí. Gracias. Gracias por crearle—ahora era ella la que parecía querer hundirse en su asiento delante del náufrago.
—Lo siento, no puedo morderme la lengua con esto. ¿Me explicas eso de que te lo follaste?
Rio de nuevo Alan porque sonaba a coña, demasiado, y a la vez tenía la escalofriante certeza de que iba en serio. ¡Bueno, aparte de que el propio Eres había sido quien se lo dijo!
—Ay. Dios.
Alicia tomó su vaso con la mano libre sin soltar la de Alan, y bebió hasta más de la mitad de un solo trago mientras era incapaz de pensar qué responder. Acertaba a pasarle que solo la verdad quería salir a gritos, ¿qué hacer contra eso? ¡No quería luchar contra sí misma para esconderlo!
"Sabes, todo fue tan bonito, Alan. Tan real. De pronto me estaba riendo y... la máscara había volado, y él me lanzó esa... bola de luz desde sus manos. Y sentí alivio cuando lo hizo, tanto que fue... como volver a nacer. Y luego vi el Universo en sus ojos, y sentí que ese Universo también... también estaba en mí. Y entonces... "
Tomó aire temerosa de transmitir su pensamiento, y exhaló sonoramente, desviando los ojos a la maravillosa decoración en las paredes del local. Más engranajes de rueda dentada, unos encajando en otros y otros no; bujías enroscadas a ramales de tuberías, símbolos arcanos bajo las cambiantes estrellas del techo.
"Y entonces hicimos el amor. Bestialmente, ¿sabes? Sin pensar en nada, sintiendo todo. Toda... toda la noche. Todo el resto de esa noche, Alan, sintiéndonos con todo.
Le miró en aquel instante a los ojos, aquellos ojos que ahora parecían tener la capacidad de hablar de una forma tan concreta que asustaba. “No voy a pensar, tranquila. No voy a juzgar ni a interpretar en ningún modo lo que me cuentes. Solo siento curiosidad por saber lo que sientes/sentiste”, parecían decir. Y quizá lo que ocurría era que entre Alan y Alicia, ahora, tenía lugar un fenómeno de implicaciones casi cuánticas que el propio Alan defendía a ultranza: “si le hablas desde tu alma a un humano, el alma de ese humano responde”. Un fenómeno que el no-escritor había confirmado y constatado muchas veces a través de la experimentación. “Si le hablas como Universo al Universo, el Universo responde”, también el Universo en otra persona. En otro ser humano, más bien. En otro ser. Porque “Per-sona” como tal (“sonido a través de máscara”) estaba a años luz de “ser”.
Por eso era que tal vez Alicia sentía la necesidad de responder su verdad en aquel momento, aunque no lo verbalizase, porque responderse a sí misma era lo mismo que responder a Alan a este respecto. Y sin embargo, si llegaba a verbalizar, tal vez le sobrevendría un enorme y merecido alivio. Vendría la calma después de exteriorizarlo. Ella lo sabía porque así lo sentía, y por eso quería intentarlo.
—Le conocí, Alan—musitó, mientras una sonrisa involuntaria tensaba sus labios. No se sintió capaz de seguir mirando al empático a los ojos y fijo las pupilas en las ondulaciones violeta dentro de su vaso—A Eres. Le vi.
Los labios de Alan se curvaron también hacia arriba y hacia los lados ampliamente.
—Yo también le veo. Hasta le oigo.
—Me refiero a que…—“le vi en la calle”, iba a decir ella. Pero Alan entonces dijo algo que provocó el sellado inmediato de los labios.
—De hecho, ahora, está aquí.
—¿Sí?
Retrocedió Alicia en su asiento y se tapó la boca, porque su voz había sonado demasiado esperanzada.
—Sí. Bueno, qué te voy a decir. Está conmigo, está en mí, todo el tiempo.
Qué diablos, claro. Y es cómo podría ser de otro modo.
—Qué tonta soy, perdona. Claro. Claro que está en ti. Cómo… cómo no iba a estar—musitó ella antes de beber un trago breve.
—Es un poco deshonesto por mi parte usarle para hacer el amor, pero a mí no me ven—comentó Alan como lo más natural. Total, qué más daba, ¿verdad? “De perdidos, al río”, que dicen. Tanto Eres como él eran sinceros en modo kamikaze a la hora de la verdad—Aunque tampoco creas que es exactamente así. No le “uso”, no sé quién usa ya a quién. Y “hacer el amor” significa tantas cosas…
Sí. Todo estaba relacionado y el no-escritor lo sabía bien. El toque de musa a larga distancia, tocarse entre humanos de esa manera, en silencio y sin tacto, bien podría ser tan íntimo y obsceno -si obsceno no fuese una palabra lamentablemente ahogada en el tabú- como hacer el amor. Había presenciado desde fuera (y lamentablemente participado, aunque no era como que se arrepintiese tampoco) sesiones tórridas de sexo en las que “hacer el amor” era una entelequia. El sexo en sí no tenía nada de malo, pero hacer el amor era distinto, y por eso “hacer el amor” tenía tantos significados. Porque el amor se podía “hacer” de muchas maneras. Porque el amor era Todo. Y el sexo solo una parte. Una parte divertida, sí; una parte chachi, sobre todo cuando dejabas ir al animal… pero no era Todo. En Todo cabía el sexo… y cabía mucho más; “hacer el amor” era el Todo en un encuentro.
Crear un personaje, bien mirado, era hacer el amor también. Si acaso por el acto de dar vida, porque así fue como nació Eres y tod@s l@s demás. El acto de escritura era lo mismo; cualquiera que vertiera esfuerzo y se rompiera la cabeza tratando de traducir Sentimiento lo podría asegurar.
—Resulta un poco perturbador para mí ahora… lo mucho que te pareces a él—admitió Alicia—Perdóname, me siento muy tonta ahora mismo.
Alan rio.
—No eres tonta, y gracias por ser mi amiga. Pero, Ali, será más bien que él se parece a mí, ¿no? —volvió a reír mientras Eres se revolvía y le amenazaba cariñosamente con el bate de “lanzador” — Él es mi criatura. Si está viva aquí y ahora, es por ti y por mí.
Alicia frunció el ceño mientras asimilaba lo que para el empático era evidente. Justo en aquel mismo momento, una canción particularmente “cosquillera” empezó a sonar. “Cosquillera”, porque alentaba demasiado a moverse.
(I'm alive...)
Dejando la copa a medio terminar, ella se levantó de su asiento.
("I'm alive...!)
—¿Quieres bailar, Alan?
«Anda, niño. Vamos a bailar. ¿Te imaginas que se te va la olla y le decimos lo que necesitamos de verdad?»
Se puso en pie Alan con las piernas como gelatina y asintió:
—Enséñame cómo.