Jeff
,Oh, mira, ahí está Jeff de nuevo. Su ausencia no ha sido larga esta vez, tanto es así que parece que no se ha ido. Al entrar de vuelta al recinto ha ido a sentarse al lugar de siempre, aunque ahora se halla encogido sobre sí mismo en posición defensiva, su escuálido cuerpo estremecido por la tormenta de esta noche. Pesados goterones se estrellan contra la techumbre bajo la que se refugia: una canción de pedradas sobre plástico, a cada rato metal discordante cuando alguna junta es ametrallada por la lluvia. Huele a óxido mojado, casi tan intensamente como a todas las demás cosas que impregnan el aire allí: orina, arena, rastros de heces -aunque limpian bastante-; señales que sólo para algunos se lavan con la lluvia. Por no mencionar el olor de los compañeros de encierro en cada rincón, claro.
Jeff tiene miedo ahora, pero no está solo, no obstante. Nana ya le ha visto. Al fin y al cabo, él está en el mismo rincón de siempre, y ella todas las noches ronda por la zona común. Aunque Nana no puede ver la mirada temblorosa de Jeff que seguramente yo reconocería: húmeda y nerviosa, iris dorados con las negras pupilas clavadas en todas partes. Ojos siempre alerta, incapaces de bajar la guardia para descansar.
Nana se levanta con torpeza. La artrosis la está matando, pero está acostumbrada al dolor. Sin dejar de responder a la llamada silenciosa de Jeff con ojos velados, dulces y tranquilos, avanza con cierto esfuerzo hacia él. Se mueve despacito, y aunque sendas cataratas le impiden ver más allá de sus narices, ella ya conoce el lugar lo suficiente para marchar sin tropiezos. Como para no conocerlo, lleva allí casi su vida entera.
Silenciosa, llega finalmente junto a Jeff y se sienta con pesadez a su lado. Cada hueso duele ahora, pero para ella es natural no comunicarlo, si acaso deja escapar un leve resoplido que se ahoga en el tambor de la lluvia. Le alegra ver a su compañero allí, aunque no va a decirlo.
Jeff está lloriqueando sin lágrimas. Sólo suelta algún quejido de vez en cuando, sobre todo después del estallido del trueno, el retumbar de la tierra y el rayo que ilumina el lugar donde están confinados como si por instantes fuera de día. Tiembla como una hoja, aunque la presencia de Nana le reconforta algo. Llora de puro miedo, en realidad; también de frío, y un poco por hambre porque hoy no comió.
Jeff no quiere estar aquí, aunque hay que considerar que este no es el peor lugar en el que ha estado en sus cuatro años de vida. Al menos aquí le alimentan, le cuidan, incluso algunos le hablan o se acercan a él con cariño, tanto los de siempre como los que vienen de visita. Nadie le golpea, y si no causa problemas le dejan en paz... salvo por algunos compañeros agresivos, pero a esos los guardias les tienen aún más encerrados, y son pocos. Bueno, sea como sea, Jeff sigue teniendo miedo igual.
En su última visita (fallida como las anteriores) al mundo fuera de la alambrada, Jeff había hecho algo horrible. Realmente él no sabía que estaba pasando un periodo de prueba cuando llegó a aquella casa caliente con olor a chimenea encendida. Le pilló de sorpresa la manita de esa niña pequeña que de pronto se lanzó desde arriba para darle (acariciarle) en la cabeza, como saliendo de la nada cuando él estaba medio dormido. La manita no iba a hacerle daño, sólo quería tocar la suavidad de su pelo, pero esto Jeff no lo sabía. Jeff tiene experiencia en golpes y no en caricias, y, sin pensarlo, se defendió. Igual que se había defendido de aquellos que pretendían colgarle con una brida justo el día en que llegó la patrulla de rescate, los mismos que le dejaron esa cicatriz levemente engrosada alrededor del cuello.
Jeff se defendió con uñas y dientes de aquella manita curiosa. Literalmente. Atacó a la niña antes de que esta pudiera reaccionar. No le hizo daño grave, pero sí sangre. El padre de la niña le dio una paliza a Jeff y, esa misma noche, le llevó de vuelta al sitio de donde le había sacado: aquel patio rodeado de celdas bajo un techo de uralita. Ese hombre se fue después de dejarle allí, y, bueno, Jeff está más tranquilo ahora con Nana, a pesar de la tormenta. Cuando el tío le arrinconó para pegarle se había meado de miedo, tan sólo horas antes.
La dulce Nana se acerca un poquito más hasta casi tocar a Jeff costado a costado. A diferencia de Jeff, ella morirá allí.
Jeff no lo sabe, pero dentro de unos días un hombre y una mujer vendrán, acompañados de dos niños y de otro como él, bueno, otra. Una de esas personas le mirará a los ojos y entonces, sencillamente, ya no podrá dejarle atrás. A esta persona le dirán que Jeff lleva ya unas cuantas adopciones fallidas, a diferencia de sus hermanos (de cuatro que eran sólo queda él); le dirán que puede ser agresivo cuando se asusta, que es arriesgado vivir con él, etc. Pero nada de esto hará a esta persona cambiar de idea.
A estas personas no les importará que Jeff tenga 4 años, ni desde luego que no sea un galgo puro. Intentarán tratarle con el mayor cuidado pues saben el dolor y el miedo que ha pasado, o se lo imaginan a su manera humana. Estas personas intentarán vigilar para que el miedo no le haga agredir a nadie; vigilar de cerca mientras él se va sintiendo más seguro, pero sin relegarle. Y Jeff tampoco sabe esto, pero él hará feliz (muy feliz) a esas personas, aunque los cinco tendrán trabajo por delante durante los primeros años juntos.
Lamento no haber estado allí esa noche de tormenta y todas las anteriores. Quizá por eso escribo sobre ella. Y no puedo olvidar tampoco a Nana, la adorable mastina que entonces tendría doce años, la que siempre patrullaba el patio según me contaron. Ni a Viento, ni a Balto, ni a otros.
En cuanto a Jeff, sé que él es feliz ahora, y lo sé porque está roncando plácidamente a mi lado en su cama, dulce y tranquilo como el abuelito venerable que es a sus casi doce años de edad. Se merece ser feliz. Aunque el más afortunado de esta historia soy yo por estos años a su lado.
Jeff tiene miedo ahora, pero no está solo, no obstante. Nana ya le ha visto. Al fin y al cabo, él está en el mismo rincón de siempre, y ella todas las noches ronda por la zona común. Aunque Nana no puede ver la mirada temblorosa de Jeff que seguramente yo reconocería: húmeda y nerviosa, iris dorados con las negras pupilas clavadas en todas partes. Ojos siempre alerta, incapaces de bajar la guardia para descansar.
Nana se levanta con torpeza. La artrosis la está matando, pero está acostumbrada al dolor. Sin dejar de responder a la llamada silenciosa de Jeff con ojos velados, dulces y tranquilos, avanza con cierto esfuerzo hacia él. Se mueve despacito, y aunque sendas cataratas le impiden ver más allá de sus narices, ella ya conoce el lugar lo suficiente para marchar sin tropiezos. Como para no conocerlo, lleva allí casi su vida entera.
Silenciosa, llega finalmente junto a Jeff y se sienta con pesadez a su lado. Cada hueso duele ahora, pero para ella es natural no comunicarlo, si acaso deja escapar un leve resoplido que se ahoga en el tambor de la lluvia. Le alegra ver a su compañero allí, aunque no va a decirlo.
Jeff está lloriqueando sin lágrimas. Sólo suelta algún quejido de vez en cuando, sobre todo después del estallido del trueno, el retumbar de la tierra y el rayo que ilumina el lugar donde están confinados como si por instantes fuera de día. Tiembla como una hoja, aunque la presencia de Nana le reconforta algo. Llora de puro miedo, en realidad; también de frío, y un poco por hambre porque hoy no comió.
Jeff no quiere estar aquí, aunque hay que considerar que este no es el peor lugar en el que ha estado en sus cuatro años de vida. Al menos aquí le alimentan, le cuidan, incluso algunos le hablan o se acercan a él con cariño, tanto los de siempre como los que vienen de visita. Nadie le golpea, y si no causa problemas le dejan en paz... salvo por algunos compañeros agresivos, pero a esos los guardias les tienen aún más encerrados, y son pocos. Bueno, sea como sea, Jeff sigue teniendo miedo igual.
En su última visita (fallida como las anteriores) al mundo fuera de la alambrada, Jeff había hecho algo horrible. Realmente él no sabía que estaba pasando un periodo de prueba cuando llegó a aquella casa caliente con olor a chimenea encendida. Le pilló de sorpresa la manita de esa niña pequeña que de pronto se lanzó desde arriba para darle (acariciarle) en la cabeza, como saliendo de la nada cuando él estaba medio dormido. La manita no iba a hacerle daño, sólo quería tocar la suavidad de su pelo, pero esto Jeff no lo sabía. Jeff tiene experiencia en golpes y no en caricias, y, sin pensarlo, se defendió. Igual que se había defendido de aquellos que pretendían colgarle con una brida justo el día en que llegó la patrulla de rescate, los mismos que le dejaron esa cicatriz levemente engrosada alrededor del cuello.
Jeff se defendió con uñas y dientes de aquella manita curiosa. Literalmente. Atacó a la niña antes de que esta pudiera reaccionar. No le hizo daño grave, pero sí sangre. El padre de la niña le dio una paliza a Jeff y, esa misma noche, le llevó de vuelta al sitio de donde le había sacado: aquel patio rodeado de celdas bajo un techo de uralita. Ese hombre se fue después de dejarle allí, y, bueno, Jeff está más tranquilo ahora con Nana, a pesar de la tormenta. Cuando el tío le arrinconó para pegarle se había meado de miedo, tan sólo horas antes.
La dulce Nana se acerca un poquito más hasta casi tocar a Jeff costado a costado. A diferencia de Jeff, ella morirá allí.
Jeff no lo sabe, pero dentro de unos días un hombre y una mujer vendrán, acompañados de dos niños y de otro como él, bueno, otra. Una de esas personas le mirará a los ojos y entonces, sencillamente, ya no podrá dejarle atrás. A esta persona le dirán que Jeff lleva ya unas cuantas adopciones fallidas, a diferencia de sus hermanos (de cuatro que eran sólo queda él); le dirán que puede ser agresivo cuando se asusta, que es arriesgado vivir con él, etc. Pero nada de esto hará a esta persona cambiar de idea.
A estas personas no les importará que Jeff tenga 4 años, ni desde luego que no sea un galgo puro. Intentarán tratarle con el mayor cuidado pues saben el dolor y el miedo que ha pasado, o se lo imaginan a su manera humana. Estas personas intentarán vigilar para que el miedo no le haga agredir a nadie; vigilar de cerca mientras él se va sintiendo más seguro, pero sin relegarle. Y Jeff tampoco sabe esto, pero él hará feliz (muy feliz) a esas personas, aunque los cinco tendrán trabajo por delante durante los primeros años juntos.
Lamento no haber estado allí esa noche de tormenta y todas las anteriores. Quizá por eso escribo sobre ella. Y no puedo olvidar tampoco a Nana, la adorable mastina que entonces tendría doce años, la que siempre patrullaba el patio según me contaron. Ni a Viento, ni a Balto, ni a otros.
En cuanto a Jeff, sé que él es feliz ahora, y lo sé porque está roncando plácidamente a mi lado en su cama, dulce y tranquilo como el abuelito venerable que es a sus casi doce años de edad. Se merece ser feliz. Aunque el más afortunado de esta historia soy yo por estos años a su lado.