(Fragmento aislado de capítulo -El Viaje del Loco, libro del No Destino)
—¿Dónde estamos? —preguntó Soledad. Se preguntó si acaso debería sentir miedo—¿Por qué no puedo verme?
Lejos de estar asustado, el domador de demonios (a quien también habían llamado alguna vez, no sin escarnio, “caja humana de Pandora”) sentía una paz nunca antes experimentada. Por primera vez nada manchaba sus pensamientos, y ni siquiera sentía la necesidad de pensar. Sentía que no necesitaba absolutamente nada, de hecho. ¿Sería que estaba muerto?¿Era aquello lo que uno sentía después de morir? ¿Ausencia de lucha, Paz?
Era cierto que no podía “verse”. Miraba o creía mirar hacia abajo, buscando sus propios brazos y sus manos, buscando su cuerpo. Pero era como si de pronto no existieran los límites físicos que le separaran de…
—Luz.
De la luz. Solo veía luz. Y no era una luz cegadora. Era confortable, tan confortable como el primer hogar.
—Ah. Estoy muerto—no tenía cuerpo ya, pero de algún modo sonreía al articular esto. Tampoco podía escuchar su propia voz; técnicamente, ni siquiera estaba hablando—Tengo que estarlo.
En aquel momento, otra voz sin sonido y suave como una caricia, una voz que solo podía sentirse, igual que ahora la suya propia, le respondió vibrando.
—Estás vivo, amado.
—Pero… he visto mi cuerpo, antes, acostado. Flotaba sobre mi cuerpo y me vi… en esa pequeña habitación, con más gente. No sé… no sé cómo he llegado hasta aquí. ¿Qué lugar es este?
La no-voz le acarició otra vez sin tocarle, respetuosamente en unidad con él, entrelazando frecuencias.
—No es exactamente un lugar. Es lo que llamarías "otra dimensión". Está aquí mismo y ahora, y siempre lo ha estado, pero fuera del alcance de los sentidos humanos. Eres el que eres igualmente en todas partes.
De hecho, aquella "otra" dimensión estaba fuera del alcance de las palabras, también. Pero, por razones poderosas –por ti, que estás al otro lado, leyendo este libro ahora- aquella experiencia tenía que ser traducida y registrada. Y para ti y para mí, amado lector, no hay otra manera que el lenguaje, porque nosotros, al contrario que Soledad, seguimos anclados en la percepción de nuestra mente como si esa fuera nuestra única realidad.
Soledad sintió que de algún modo “resonaba” junto a aquel sentimiento como voz. Supo –porque lo sentía- que la información recibida era verdadera.
—¿Por qué… por qué solo veo luz?
—Porque Luz es lo único que hay.
Así era. Luz que era lecho de calma, que vibraba en paz y descanso: esa era la única realidad.
—incluso los demonios se han ido…
—Lo cierto es que nunca existieron. Solo existen en la mente humana. Solo pueden hacerse reales en la ilusión de la tercera dimensión.
—Y entonces… yo… ¿ni siquiera existo yo? —diría que le asaltó la duda, pero ya era una certeza.
—Luz es lo único que existe—vibró la no-voz—“Tú” no existe, “yo” tampoco. Luz es todo, y en ella somos. Somos todo, infinitos aquí y ahora. En la tercera dimensión ocurre del mismo modo, pero percibimos frontera. La frontera del cuerpo, de la separación. El engaño de la identidad y de la otredad. Pero todos los seres vivos somos uno: somos Luz, solo Luz.
Luz que podía ser respirada, inspirada y sentida.
—En tercera dimensión me conocen como Arkana—continuó la voz sin sonido—lo mismo que a ti te conocen por Soledad, y a esta Luz la llaman Dios. Dios, Mannon… depende del lugar, es la misma esencia perfecta. Esta Luz es la expresión cuántica del Amor incondicional, universal e infinito. La tercera dimensión es solo mental. La tercera dimensión dista mucho de ser todo.
—Y entonces… ¿nunca voy a volver? —formuló el que era llamado Soledad en el mundo de los sentidos. No había inquietud, ni preocupación alguna en aquella pregunta; simplemente, no la había reprimido.
—Oh, claro que sí. Claro que volverás. Te he ayudado a ascender ahora solo para que disfrutaras de esta merecida paz. Para que pudieras respirar un poco, sin esos demonios que te sientes obligado a doblegar.
Y tanto que Soledad agradecía aquel estado. La vida en “tercera dimensión” era, para él, lo más parecido a una condena. Le parecía que había soportado aquella carga durante milenios, aunque ahora lo vislumbraba desde la ausencia total de sufrimiento y ni siquiera sentía pena por ello. Recordaba bien aquella ciénaga donde había decidido terminar recluido a pesar de ser libre, en la que vagaría indefinidamente sin estar perdido. Era un lugar curioso esa ciénaga: el infierno envenenado de lo inane, lo más parecido a nada; en modo alguno agradable para vivir, pero cómodo y seguro por lo solitario. Un lugar que era lo más parecido a una isla desierta… salvo por la llegada de aquellos viajeros. Un reducto que, si bien era cualquier cosa menos un hogar, garantizaba teóricamente que nadie saldría herido, que él no podría dañar a ninguna persona si algún demonio se le escapaba. Ah, pero hasta en aquel aislamiento tan calculado había estado errado Soledad.
—No sé si quiero volver…—admitió.
La voz volvió a acariciarle, esta vez envuelta en una especie de tejido luminoso como llamarada violeta que crecía, crecía y se expandía en el lecho de Luz. Un fuego que ardía pero no quemaba; una llama que llenaría cualquier espacio -si lo hubiera- con su dulce calidez.
—Descansa en Amor, Amor. Volverás a la tercera dimensión, al límite ficticio de la mente y del cuerpo, para completar tu experiencia. Pero te llevarás un regalo.
Lejos de estar asustado, el domador de demonios (a quien también habían llamado alguna vez, no sin escarnio, “caja humana de Pandora”) sentía una paz nunca antes experimentada. Por primera vez nada manchaba sus pensamientos, y ni siquiera sentía la necesidad de pensar. Sentía que no necesitaba absolutamente nada, de hecho. ¿Sería que estaba muerto?¿Era aquello lo que uno sentía después de morir? ¿Ausencia de lucha, Paz?
Era cierto que no podía “verse”. Miraba o creía mirar hacia abajo, buscando sus propios brazos y sus manos, buscando su cuerpo. Pero era como si de pronto no existieran los límites físicos que le separaran de…
—Luz.
De la luz. Solo veía luz. Y no era una luz cegadora. Era confortable, tan confortable como el primer hogar.
—Ah. Estoy muerto—no tenía cuerpo ya, pero de algún modo sonreía al articular esto. Tampoco podía escuchar su propia voz; técnicamente, ni siquiera estaba hablando—Tengo que estarlo.
En aquel momento, otra voz sin sonido y suave como una caricia, una voz que solo podía sentirse, igual que ahora la suya propia, le respondió vibrando.
—Estás vivo, amado.
—Pero… he visto mi cuerpo, antes, acostado. Flotaba sobre mi cuerpo y me vi… en esa pequeña habitación, con más gente. No sé… no sé cómo he llegado hasta aquí. ¿Qué lugar es este?
La no-voz le acarició otra vez sin tocarle, respetuosamente en unidad con él, entrelazando frecuencias.
—No es exactamente un lugar. Es lo que llamarías "otra dimensión". Está aquí mismo y ahora, y siempre lo ha estado, pero fuera del alcance de los sentidos humanos. Eres el que eres igualmente en todas partes.
De hecho, aquella "otra" dimensión estaba fuera del alcance de las palabras, también. Pero, por razones poderosas –por ti, que estás al otro lado, leyendo este libro ahora- aquella experiencia tenía que ser traducida y registrada. Y para ti y para mí, amado lector, no hay otra manera que el lenguaje, porque nosotros, al contrario que Soledad, seguimos anclados en la percepción de nuestra mente como si esa fuera nuestra única realidad.
Soledad sintió que de algún modo “resonaba” junto a aquel sentimiento como voz. Supo –porque lo sentía- que la información recibida era verdadera.
—¿Por qué… por qué solo veo luz?
—Porque Luz es lo único que hay.
Así era. Luz que era lecho de calma, que vibraba en paz y descanso: esa era la única realidad.
—incluso los demonios se han ido…
—Lo cierto es que nunca existieron. Solo existen en la mente humana. Solo pueden hacerse reales en la ilusión de la tercera dimensión.
—Y entonces… yo… ¿ni siquiera existo yo? —diría que le asaltó la duda, pero ya era una certeza.
—Luz es lo único que existe—vibró la no-voz—“Tú” no existe, “yo” tampoco. Luz es todo, y en ella somos. Somos todo, infinitos aquí y ahora. En la tercera dimensión ocurre del mismo modo, pero percibimos frontera. La frontera del cuerpo, de la separación. El engaño de la identidad y de la otredad. Pero todos los seres vivos somos uno: somos Luz, solo Luz.
Luz que podía ser respirada, inspirada y sentida.
—En tercera dimensión me conocen como Arkana—continuó la voz sin sonido—lo mismo que a ti te conocen por Soledad, y a esta Luz la llaman Dios. Dios, Mannon… depende del lugar, es la misma esencia perfecta. Esta Luz es la expresión cuántica del Amor incondicional, universal e infinito. La tercera dimensión es solo mental. La tercera dimensión dista mucho de ser todo.
—Y entonces… ¿nunca voy a volver? —formuló el que era llamado Soledad en el mundo de los sentidos. No había inquietud, ni preocupación alguna en aquella pregunta; simplemente, no la había reprimido.
—Oh, claro que sí. Claro que volverás. Te he ayudado a ascender ahora solo para que disfrutaras de esta merecida paz. Para que pudieras respirar un poco, sin esos demonios que te sientes obligado a doblegar.
Y tanto que Soledad agradecía aquel estado. La vida en “tercera dimensión” era, para él, lo más parecido a una condena. Le parecía que había soportado aquella carga durante milenios, aunque ahora lo vislumbraba desde la ausencia total de sufrimiento y ni siquiera sentía pena por ello. Recordaba bien aquella ciénaga donde había decidido terminar recluido a pesar de ser libre, en la que vagaría indefinidamente sin estar perdido. Era un lugar curioso esa ciénaga: el infierno envenenado de lo inane, lo más parecido a nada; en modo alguno agradable para vivir, pero cómodo y seguro por lo solitario. Un lugar que era lo más parecido a una isla desierta… salvo por la llegada de aquellos viajeros. Un reducto que, si bien era cualquier cosa menos un hogar, garantizaba teóricamente que nadie saldría herido, que él no podría dañar a ninguna persona si algún demonio se le escapaba. Ah, pero hasta en aquel aislamiento tan calculado había estado errado Soledad.
—No sé si quiero volver…—admitió.
La voz volvió a acariciarle, esta vez envuelta en una especie de tejido luminoso como llamarada violeta que crecía, crecía y se expandía en el lecho de Luz. Un fuego que ardía pero no quemaba; una llama que llenaría cualquier espacio -si lo hubiera- con su dulce calidez.
—Descansa en Amor, Amor. Volverás a la tercera dimensión, al límite ficticio de la mente y del cuerpo, para completar tu experiencia. Pero te llevarás un regalo.