Relato encadenado al genial relato de @Alhambrilla en #RetoKi:
https://alhambrilla.blogspot.com/2019/12/el-monstruo-de-mi-cabeza.html?m=1
Tus retos son mis retos ;)!
¡Un monstruo en mi armario!
“Voy a esconder este papel, o mejor a quemarlo. Solo escribo porque necesito llorar y no puedo. Ya ni puedo. Duele. Como el infierno.
He pasado una noche horrible, quizá porque he dormido un poco. Sé que resulta incongruente quizá, pero dormir me ha reventado la cabeza. Me he despertado en el fondo de un agujero negro, con la sensación de haber soñado algo aunque no recuerdo qué. Solo sé que ya no aguanto más, no puedo, no quiero. No quiero vivir. No quiero vivir.
No pretendo que nadie lo entienda. Ni yo mismo lo entiendo. Ayer volví a hacerlo, y no paraba de sangrar. Estoy asustado de mí.
No quiero decir adiós a mamá. Papá, perdóname por haberte fallado. A todos mis amigos: os quiero y os querré siempre. Hoy es el último día de mi vida, y solo yo lo sabré.”
Arrugó Julio el papel y lo lanzó al fondo del cajón, tomándose luego un momento para colocar los apuntes de física encima (voluminoso mamotreto en una carpeta de plástico) antes de cerrar.
Había dolido escribir, no sabía si más que callar. No sabía tampoco si alegrarse porque al menos un par de lágrimas habían asomado al hacerlo, aunque no eran lágrimas de alivio precisamente, sino de dolor. Por sentirse una nulidad, por sentirse una mierda. El monstruo en su mente no cesaba de llamarle “cobarde”. “Eres un cobarde que ni siquiera tienes el valor de acabar”. Oh, pero lo tendría.
Se secó los ojos. Escondió bajo las mangas del jersey los cortes auto-infligidos: el símbolo de aquellas heridas que de otro modo no podía ver. Era indescriptible para él el tormento de ser consciente de una herida profunda y dolorosa –exactamente igual que una herida física- y no poder verla. Era insoportable no verla, porque de hecho estaba ahí; era insoportable no poder localizarla, y por eso la trasladaba a la piel. Cuando ya no puedes hablar, hablas con el cuerpo. Jamás había verbalizado esto, y no llegaba a articular él la lógica de este trámite ni sus razones, así que le avergonzaba auto-lesionarse. Quién iba a estar orgulloso de sí mismo por algo así, ¿no? Ni siquiera había abordado el tema en terapia, aunque con la comprensiva Claudia había sentido tentaciones de confesar. Pero en definitiva ¿qué podría hacer Claudia, aparte de no juzgar? ¿Acaso había alguien que le pudiera salvar de sí mismo, cuando ya el único alivio era ver la sangre propia correr?
—Buenos días, amor. Mira, esto estaba en el buzón—dijo su madre cuando él bajó a desayunar, entregándole una carta.
Se quedó mirando el sobre durante unos instantes, extrañado. No traía sello, ni tampoco remitente. Solo ponía su nombre –“Julio”- en la parte de atrás, con caligrafía un tanto insegura como si el útil de escribir temblase, sobre todo en la letra mayúscula inicial. Caray, ¿de quién podría ser?
La misteriosa carta despertó su interés hasta el punto de hacerle desayunar más rápido. No quiso abrir el sobre en la cocina, porque intuía que el contenido era íntimo, y no se sentía con fuerzas ni ganas de dar explicaciones si le cambiaba la cara al leer. No sabía tampoco por qué tenía aquella intuición, pero era muy clara, y le hizo caso.
No se equivocaba. Una vez en su habitación, cuando abrió por fin el sobre a puerta cerrada, le costó creer lo que vio. Dentro había una especie de postal, solo que recortada y dibujada a mano. En ella se veía la ilustración de una criatura fantasmagórica acosando a un niño que se tapaba la cara con las manos. El monstruo, pintado en negro, parecía haber salido de un armario que estaba abierto de par en par, muy cerca del niño. Debajo de la ilustración se leía, con la misma caligrafía del sobre pero en mayúsculas: “UN MONSTRUO EN MI ARMARIO”.
Nadie negaría que el dibujo era una obra de arte: una pesadilla horrible, sobrecogedora e inmortalizada en un instante, perfectamente ejecutada. El terror pintado en los músculos rígidos del niño que no mostraba la cara, y la amenaza corpórea de la criatura cerniéndose sobre él, a punto de devorarle.
Los ojos de Julio recorrieron la postal cuando este logró reacciona por fin, en presurosa búsqueda de una firma, un nombre o incluso el mínimo garabato que diera pistas de la identidad de su autor. El latido del corazón se le agolpaba en las sienes, como si a través del dibujo le hubiera llegado el puñetazo energético de alguien que estaba sufriendo lo indecible. Los engranajes de su mente arrancaron también, moviéndose a velocidad de vértigo: “vamos, Julio, ¿de quién es esto? ¿Quién de todos tus amigos ama dibujar?”
No necesitó pensar mucho, de todas formas. Porque en el sobre, junto a la postal, había una carta escrita con la misma letra cuidadosa e insegura.
“Querido Julio.
Perdóname por haber dejado esto en tu buzón. Me siento muy mal. No sé lo que me pasa. Algo está jodido en mi mente. Tengo miedo de la oscuridad y de mí mismo.
Tú siempre sonríes, pero yo sé que no siempre estás bien. Eres mucho más fuerte que yo, eres fuerte, como mi hermana Adriana.
Julio. Tengo que decirte una cosa. Gracias por abrazarme en el polideportivo el sábado. Te juro que entiendo cuando tú hace tiempo intentaste… ya sabes, porque yo, el sábado, quería eso. No me maté porque me abrazaste tú. Tu sonrisa me dio esperanza, pero sabes, no sé cómo salir de esto. ¿Cómo lo haces tú? Desde hace meses no hago más que llorar cuando no me ven, aunque estos últimos días ya casi ni puedo hacerlo.
Por favor, ayúdame. ¿Cómo haces tú para escapar de los monstruos? ¿Cómo haces para que respirar no duela? Hay un monstruo en mi armario, y nadie lo sabe. Bueno, ahora tú sí.
-Dani D.T.-"
Julio leyó varias veces la carta. De igual manera, era incapaz de dejar de mirar la postal. Le parecieron siglos lo que se tomó en salir del aturdimiento, hasta que finalmente arrancó a llorar desde el fondo de su pecho. Su cuerpo entero se estremecía en cada sollozo. Oh, Dani. Joder, tú no.
—Dani. D-dani. No tenía ni idea… no tenía ni idea de que estabas así—consiguió articular, como si el hermano pequeño de Adriana estuviera allí mismo en la habitación con él—Si hubiera sabido... que me necesitabas, te habría... t-te habría...
¿"Te habría abrazado mucho más?" ¿"Te habría animado a hablar"? Dios santo, ni sabía Julio qué hubiera hecho.
Julio quería muchísimo a Dani. Eran amigos. Dani era, de hecho, alguien a quien lamentaría profundamente dejar atrás. Entendía perfectamente la carta, y el dibujo le había traspasado y golpeado en el alma. Algo en él se rebeló: no iba a dejarle tirado. No se sentía con fuerzas de hablarle de monstruos propios, eso también era verdad, pero no iba a permitir que Dani sufriera así. No, no. ¿Cómo permitirlo, sabiendo perfectamente cómo se sentía sufrir así, sabiéndolo desde su propia burbuja (desde su propio armario)?
Tal vez lo suyo no tenía remedio, pero estaba seguro de que lo de Dani sí. Dani era un buen chico, siempre estaba ahí para ayudar, era tímido pero se esforzaba en socializar y era amable. ¿Tal vez estaba pasándolo mal en su casa? ¿Tal vez en el instituto alguien se estaba metiendo con él? Pálido, flacucho, dibujante, no muy “exitoso” en las notas. Mierda, tenía que llamarle.
Tal vez lo suyo no tenía remedio, pero Dani tenía derecho a estar bien. Tal vez el último día de Julio estaba muy cerca, pero no sería hoy.
Solo cruzar una calle le separaba de Dani. Agarró el móvil mientras se vestía y le envió un mensaje:
“He recibido tu carta, salgo ya. ¿Nos vemos en el parque?”
Definitivamente, el último día de Julio no sería hoy.