Sigue aquí
Había pasado una semana desde que Alicia había leído aquel fragmento del libro de Alan. Aquella mañana tras su encuentro con Eres la noche anterior, sus ojos habían saltado de página en página hasta que lo que leía allí simplemente la superó. Tuvo que cerrar el libro entonces, y le había costado contenerse para no lanzarlo lejos de sí… aunque no exactamente por una reacción de rabia.
Había dejado el libro cerrado donde lo había encontrado al despertar: encima de la mesa de café, sin atreverse a volver a abrirlo, pero a la vez presa de una especie de respeto/miedo absurdo a cambiarlo de sitio. Cada vez que miraba el volumen, su corazón se aceleraba y un temblor de tierra interno surcaba su cuerpo. Cada vez que sus ojos rozaban el condenado libro, aunque fuera por accidente, sentía que Eres le devolvía la mirada de Universo desde el interior… Porque Eres estaba ahí dentro, claro. ¡Y ella también! Aun no podía asimilar Alicia lo que había leído en aquellas primeras páginas. Maldito Alan.
No pudo leer más durante los días siguientes, pero tampoco pudo dejar de sentir. Y pensar… pensar empezaba a ser un tormento. Por eso, la mañana del séptimo día tras aquella primera lectura que no había sido capaz de continuar, llamó a Alan por teléfono. Nunca hubiera imaginado Alicia que terminaría haciendo eso: buscando a su némesis de letras sin saber exactamente para qué, pero necesitándolo hasta el punto de no poder reprimirse.
Tuvo que remover cielo y tierra para encontrar su número, aunque no halló resistencia por parte de Marta Blanco cuando llamó a la editorial y finalmente contactó con ella. Se tuvo que inventar una excusa de trabajo aunque nadie se la pidió, pero bueno, lo hizo por ella misma. Se le hacía sencillamente horrible explicar que buscaba a Alan “sin motivo”, casi tan horrible como no dar explicaciones.
La mano le temblaba cuando por fin marcó el número del escritor, y no se daba cuenta de lo fuerte que sostenía el teléfono entre los dedos mientras escuchaba los pulsos de espera instantes después.
Los ojos le ardían porque justo antes de tomarse el café se había pegado una llorera de padre y muy señor mío, con moquera, sorbetones y estertores de pecho. En realidad había llorado muchísimo aquellos últimos días, y el llanto había resultado liberador pero tenía innegables secuelas: la cara dolía, la piel estaba tensa por la sal, los globos oculares quemaban y los párpados se le habían inflamado tanto que resultaban hipersensibles al mínimo roce. Ah, seguro que Alan encontraría cómico su aspecto y reiría a mandíbula batiente sin exteriorizarlo en caso de poder verla, con ese brillito trapero tan suyo en los ojos. Se reiría aún más el desgraciado si supiera que ella no quería salir de casa y mostrarse así, ¿verdad? Sí, decididamente. Seguro que sí.
Había llorado durante esa semana por motivos arcaicos, y por cantidad de cosas que tenía escondidas sin saberlo en el trastero mental. Cosas que ni sabría poner en palabras, innombrables por definición algunas de ellas. Había llorado como niña desbaratada, pero también como adulta que vomita hasta la primera papilla. Tal vez llevaba mucho tiempo con las lágrimas dentro; quizá se le habían ido acumulando en el pecho sin darse cuenta, formando una estructura sólida de piel de diamante que algo terminó por licuar y hacer subir a la tensa garganta. A ratos, estos días, llorar había dolido y no precisamente en sentido emocional, sino de esa forma física que Alicia ya podía reconocer como placas de óxido desprendiéndose del tejido interno.
Y, sí, también había llorado porque le echaba de menos. Era estúpido y escocía un poco admitirlo, pero se sentía como si Eres hubiera dejado un vacío al marchar. Un vacío casi tan profundo como el universo en sus ojos. Le extrañaba en su cerebro –¿cómo despegarse del recuerdo de esas cosquillas asestadas sin piedad?-; le extrañaba en el alma y le extrañaba en la piel. “Amor”, “amigo”, “animal”… ni sabía cómo llamarle, si es que acaso el nombre importaba para alguien que se sentía tan auténtico, tan real. La palabra “personaje” había sido un golpe, pero ni siquiera suponía un freno.
“Personaje”. “Per-sona”. Quién no lo era. Quién no vivía su propia ficción y la llamaba "realidad".
Era imposible para Alicia aceptar que alguien supuestamente imaginario le había ayudado a poner los pies en la tierra y a deshacerse de mucho, muchísimo dolor. No, no. Se negaba a eso: Eres no era (solamente) imaginario. Le había tocado, joder. Le había sentido. Había llorado y reído con él; habían hecho el amor hasta quedar exhaustos, aunque, tristemente, la experiencia sexual solo podía recordarla a jirones deshilachados de niebla.
Llamó a Alan al final porque estaba desesperada y ni sabría decir las razones. No se le ocurrió qué más podía hacer. No sabía tampoco si lo que estaba necesitando era al menos una explicación, en caso de que el no-escritor pudiera decirle algo. Y le aterraba pensar en siquiera contarle una esquina, en descubrirle un mínimo atisbo de los íntimos choques planetarios que tenían lugar dentro de sí.
—Sí —contestó la voz de Alan al otro lado del auricular para terminar de desbocarle el corazón. Sonaba áspera y pastosa, algo arrastrada y con aristas de incomodidad. Ese “sí” no había sido una pregunta, sino un exabrupto formulado con hastío.
Alicia tardó unos segundos en responder.
—Hola. Soy M-… —de pronto le sonó estúpido presentarse como Malicia en la distancia corta del hilo telefónico —Soy Alicia. Buenos días.
Eran las doce del mediodía, ¿sería posible que hubiera despertado al náufrago? Bueno, en realidad no le sorprendería tanto si así fuera.
—Lo siento—masculló él abruptamente—No quiero comprar nada ni darme de alta, señora.
—¿Perdón? No, yo… quería solo…
—Mire, no es el día hoy ni la hora para tocar los cojones. Muchas gracias.
—¡No! Espera, Alan, ¡Alan! No cuelgues, soy Alicia. Alicia Martínez.
El náufrago experimentó un lapso de latencia al otro lado de la línea entonces, a buen seguro frunciendo el ceño y nadando entre la tapicería de ese sofá que ya tenía grabada la huella de su cuerpo para incorporarse.
—¿Alicia?
—Alicia Martínez, sí. No pretendo venderte nada, no me cuelgues.
—¡Oh! ¿Malicia? Pero qué… qué sorpresa. Dame un segundo que me pongo las gafas.
Se tuvo que aguantar una carcajada Alicia a pesar de la revoltura interna, pero es que no podía imaginar por qué demonios Alan necesitaría ponerse las gafas para hablar con ella. Dios, era tan idiota que hasta casi tenía encanto.
—Sí, ah… Oye, Alan. He leído tu libro—mejor era ir al grano cuanto antes, aunque fuera con la mala fortuna de un pez torpedo en una cacharrería—Más bien he leído lo que he podido, entiéndeme. Me parece fatal, me parece muy feo lo que has hecho otra vez.
Alicia se mordió la lengua (figuradamente hablando) para no embalarse, durante el lapso de silencio mientras Alan tanteaba en busca de sus lentes.
—¿Oh? ¿A qué viene esta bronca? ¿No te gustó el libro? Ya lo siento, mujer.
—Venga, Alan, no me fastidies. No es cuestión de gustarme o no, y lo sabes.
¿"Y lo sabes"? El náufrago soltó un suspiro contra el auricular mientras volvía a arrellanarse en el sofá. Qué barbaridad, qué tripa se le había roto ahora a aquella loca.
—¿Haces el favor de explicarme, por favor? —Inquirió calmadamente en un inusitado alarde de paciencia. Al parecer, Alicia había tomado su libro como algún tipo de ataque personal o algo parecido, y Alan no tenía ni idea de por qué. Eso al menos se desprendía de las palabras de ella y de su tono de voz.
—Me gustó mucho lo que leí, Alan. Solo es que antes de USARME a mí como un personaje más, por lo menos podrías haberme pedido permiso, ¿no crees?
Ni ella misma había contado con cantarle las cuarenta en este sentido, la verdad, pero la recriminación había brotado sola sin pasar por ningún filtro cerebral.
La carcajada de Alan se escuchó estruendosa e inmediata al otro lado de la línea. Tanto se rio que al cabronazo le dio un ataque de tos tabáquica mañanera. El afán de protagonismo de su apreciada colega no tenía límites y desafiaba a la mismísima ficción, definitivamente.
—¿Perdona? ¿Te importa decirme en qué momento te he usado yo como personaje, mi querida amiga?
—Te estás quedando conmigo. Claro, ahora me dirás que es otra Alicia, ¿no? Otra Alicia a quien también conocen por Malicia, como a mí.
El náufrago se sorbió los mocos al otro lado, y entre carcajadas impúdicas le salió un gruñido parecido al de un cerdito. No daba mucho crédito a lo que oía; la situación le resultaba surrealista y no sabía exactamente qué parte de la clase de matemáticas se había perdido para no entenderla.
—Perdona. Perdóname…—estaba disculpándose por el ataque de risa, ya que tampoco tenía interés especial en mostrarse maleducado en realidad—Perdóname, Alicia. Es que no te estoy entendiendo. No sé de qué estás hablando.
Ella resopló con un punto de exasperación.
—Ya está bien, Alan. ¿No te acuerdas del nombre que le pusiste a la protagonista de tu libro? ¿Tienes amnesia o qué te pasa?
—Claro—respondió inmediatamente el náufrago—Lisi. La protagonista de mi libro se llama Lisi. Como mi… —“como mi perra”, iba a aclarar, pero cerró la boca a tiempo porque le pareció que quizá eso podía empeorar aun más las cosas en este entuerto que transitaba a ciegas totalmente.
—¿Lisi? Pero qué Lisi ni qué ocho cuartos, Alan—Alicia se sintió por un momento a peligrosos instantes de montar en cólera—Sabes muy bien que ella se llamaba…
—Oye—la cortó el no-escritor. Sabía que Alicia Malicia era "especial" por así decir, pero esto ya era pasarse de la raya—Mira, no sé qué libro has leído, pero el mío no. La protagonista de los cuentos de mi libro se llama Lisi, te pongas como te pongas.
—Pero…
—Si esto es una broma no entiendo el sentido. A menos que sea una cámara oculta o algo peor—No le veía el sentido, no. Y menos a aquella hora. Vaya despertar, joder.
—Y a Eres… ¿A Eres también me lo he inventado?
Alan frunció el ceño al notar el brusco cambio en la inflexión de Alicia. También le sorprendió escuchar el nombre de su otro personaje, porque él –Eres- sí existía, al menos entre las páginas de Per-Sona. Se quitó las gafas con la mano libre y les echó un poco de vaho para limpiarlas, totalmente desorientado con la situación.
—¿Eres? No, a Eres no te lo has inventado tú. Me lo he inventado yo.
¿Todavía iba a decirle ella que la idea era suya o algo así? Qué desfachatez.
—Pues me ha follado, imbécil—Alicia se tapó la boca violentamente tras decir esto y dio un respingo en el sillón donde estaba sentada. ¿Qué tipo de tuerca se le había aflojado en el cerebro para soltar algo como aquello en la conversación? Dios santo. Pero joder, si es que estaba desbordada y lo sentía, se le iba la maldita cabeza. Mierda, joder.
—Ja,ja,ja. Me alegro mucho, hombre.
Alan volvía a reírse a carcajadas. Es que vaya, menuda manera retorcida tenía su colega de decirle que el libro le gustó.
—Joder. Alan… en serio, por favor. Yo… —de pronto sintió la escritora cómo su alma basculaba peligrosamente con súbita pesadez. Se vio a instantes de romper a llorar de pura impotencia en el absurdo, y se horrorizó. ¿Para qué diablos estaba haciendo aquello? ¿Para qué diablos había llamado a Alan? ¿Para deshacerse en lágrimas y decirle “Maldito cerdo, ¿qué es lo que me has hecho y cómo lo has hecho? Extraño a tu personaje, y quiero que le traigas de vuelta conmigo otra vez, lo necesito”. Dios. Hasta para ella misma sonaba a jodida locura. Y para colmo eso de “Lisi”… ¿Por qué mentía Alan tan descaradamente? A menos que…
Sujetando el teléfono móvil entre mandíbula y hombro, Alicia estiró ambos brazos hacia el libro Per-Sona y lo tomó en las temblorosas manos. Lo colocó sobre sus muslos, tomó aire y lo abrió, aun sintiendo la presencia de Alan al otro lado del teléfono mientras sus ojos recorrían raudos una página y otra. No tardó en tropezar con el mencionado nombre: “Lisi”. Pestañeó. Qué diablos...
Enrojeció bruscamente de pronto.
—A-alan…
—Alicia. ¿Te encuentras bien?
Ella se mordió el labio con fuerza para no llorar y cerró el libro con rabia antes de alejarlo de sí, empujándolo sobre la mesita todo lo que pudo en dirección opuesta. No entendía cómo era posible lo que acababa de ver, ¿acaso ella había leído otra cosa días atrás, por culpa de una mala pasada que le hubiera jugado su cerebro? Sí que era cierto que la mañana después de estar con Eres había leído rápido y un poco por encima quizá justamente por el susto de ver su propio nombre allí. Lo mirase por donde lo mirase, resultaba grotesco.
—Alan, te juro… te juro que yo leí que…—desistió de explicarlo antes de empezar—Da igual. Perdona.
Había dejado el libro cerrado donde lo había encontrado al despertar: encima de la mesa de café, sin atreverse a volver a abrirlo, pero a la vez presa de una especie de respeto/miedo absurdo a cambiarlo de sitio. Cada vez que miraba el volumen, su corazón se aceleraba y un temblor de tierra interno surcaba su cuerpo. Cada vez que sus ojos rozaban el condenado libro, aunque fuera por accidente, sentía que Eres le devolvía la mirada de Universo desde el interior… Porque Eres estaba ahí dentro, claro. ¡Y ella también! Aun no podía asimilar Alicia lo que había leído en aquellas primeras páginas. Maldito Alan.
No pudo leer más durante los días siguientes, pero tampoco pudo dejar de sentir. Y pensar… pensar empezaba a ser un tormento. Por eso, la mañana del séptimo día tras aquella primera lectura que no había sido capaz de continuar, llamó a Alan por teléfono. Nunca hubiera imaginado Alicia que terminaría haciendo eso: buscando a su némesis de letras sin saber exactamente para qué, pero necesitándolo hasta el punto de no poder reprimirse.
Tuvo que remover cielo y tierra para encontrar su número, aunque no halló resistencia por parte de Marta Blanco cuando llamó a la editorial y finalmente contactó con ella. Se tuvo que inventar una excusa de trabajo aunque nadie se la pidió, pero bueno, lo hizo por ella misma. Se le hacía sencillamente horrible explicar que buscaba a Alan “sin motivo”, casi tan horrible como no dar explicaciones.
La mano le temblaba cuando por fin marcó el número del escritor, y no se daba cuenta de lo fuerte que sostenía el teléfono entre los dedos mientras escuchaba los pulsos de espera instantes después.
Los ojos le ardían porque justo antes de tomarse el café se había pegado una llorera de padre y muy señor mío, con moquera, sorbetones y estertores de pecho. En realidad había llorado muchísimo aquellos últimos días, y el llanto había resultado liberador pero tenía innegables secuelas: la cara dolía, la piel estaba tensa por la sal, los globos oculares quemaban y los párpados se le habían inflamado tanto que resultaban hipersensibles al mínimo roce. Ah, seguro que Alan encontraría cómico su aspecto y reiría a mandíbula batiente sin exteriorizarlo en caso de poder verla, con ese brillito trapero tan suyo en los ojos. Se reiría aún más el desgraciado si supiera que ella no quería salir de casa y mostrarse así, ¿verdad? Sí, decididamente. Seguro que sí.
Había llorado durante esa semana por motivos arcaicos, y por cantidad de cosas que tenía escondidas sin saberlo en el trastero mental. Cosas que ni sabría poner en palabras, innombrables por definición algunas de ellas. Había llorado como niña desbaratada, pero también como adulta que vomita hasta la primera papilla. Tal vez llevaba mucho tiempo con las lágrimas dentro; quizá se le habían ido acumulando en el pecho sin darse cuenta, formando una estructura sólida de piel de diamante que algo terminó por licuar y hacer subir a la tensa garganta. A ratos, estos días, llorar había dolido y no precisamente en sentido emocional, sino de esa forma física que Alicia ya podía reconocer como placas de óxido desprendiéndose del tejido interno.
Y, sí, también había llorado porque le echaba de menos. Era estúpido y escocía un poco admitirlo, pero se sentía como si Eres hubiera dejado un vacío al marchar. Un vacío casi tan profundo como el universo en sus ojos. Le extrañaba en su cerebro –¿cómo despegarse del recuerdo de esas cosquillas asestadas sin piedad?-; le extrañaba en el alma y le extrañaba en la piel. “Amor”, “amigo”, “animal”… ni sabía cómo llamarle, si es que acaso el nombre importaba para alguien que se sentía tan auténtico, tan real. La palabra “personaje” había sido un golpe, pero ni siquiera suponía un freno.
“Personaje”. “Per-sona”. Quién no lo era. Quién no vivía su propia ficción y la llamaba "realidad".
Era imposible para Alicia aceptar que alguien supuestamente imaginario le había ayudado a poner los pies en la tierra y a deshacerse de mucho, muchísimo dolor. No, no. Se negaba a eso: Eres no era (solamente) imaginario. Le había tocado, joder. Le había sentido. Había llorado y reído con él; habían hecho el amor hasta quedar exhaustos, aunque, tristemente, la experiencia sexual solo podía recordarla a jirones deshilachados de niebla.
Llamó a Alan al final porque estaba desesperada y ni sabría decir las razones. No se le ocurrió qué más podía hacer. No sabía tampoco si lo que estaba necesitando era al menos una explicación, en caso de que el no-escritor pudiera decirle algo. Y le aterraba pensar en siquiera contarle una esquina, en descubrirle un mínimo atisbo de los íntimos choques planetarios que tenían lugar dentro de sí.
—Sí —contestó la voz de Alan al otro lado del auricular para terminar de desbocarle el corazón. Sonaba áspera y pastosa, algo arrastrada y con aristas de incomodidad. Ese “sí” no había sido una pregunta, sino un exabrupto formulado con hastío.
Alicia tardó unos segundos en responder.
—Hola. Soy M-… —de pronto le sonó estúpido presentarse como Malicia en la distancia corta del hilo telefónico —Soy Alicia. Buenos días.
Eran las doce del mediodía, ¿sería posible que hubiera despertado al náufrago? Bueno, en realidad no le sorprendería tanto si así fuera.
—Lo siento—masculló él abruptamente—No quiero comprar nada ni darme de alta, señora.
—¿Perdón? No, yo… quería solo…
—Mire, no es el día hoy ni la hora para tocar los cojones. Muchas gracias.
—¡No! Espera, Alan, ¡Alan! No cuelgues, soy Alicia. Alicia Martínez.
El náufrago experimentó un lapso de latencia al otro lado de la línea entonces, a buen seguro frunciendo el ceño y nadando entre la tapicería de ese sofá que ya tenía grabada la huella de su cuerpo para incorporarse.
—¿Alicia?
—Alicia Martínez, sí. No pretendo venderte nada, no me cuelgues.
—¡Oh! ¿Malicia? Pero qué… qué sorpresa. Dame un segundo que me pongo las gafas.
Se tuvo que aguantar una carcajada Alicia a pesar de la revoltura interna, pero es que no podía imaginar por qué demonios Alan necesitaría ponerse las gafas para hablar con ella. Dios, era tan idiota que hasta casi tenía encanto.
—Sí, ah… Oye, Alan. He leído tu libro—mejor era ir al grano cuanto antes, aunque fuera con la mala fortuna de un pez torpedo en una cacharrería—Más bien he leído lo que he podido, entiéndeme. Me parece fatal, me parece muy feo lo que has hecho otra vez.
Alicia se mordió la lengua (figuradamente hablando) para no embalarse, durante el lapso de silencio mientras Alan tanteaba en busca de sus lentes.
—¿Oh? ¿A qué viene esta bronca? ¿No te gustó el libro? Ya lo siento, mujer.
—Venga, Alan, no me fastidies. No es cuestión de gustarme o no, y lo sabes.
¿"Y lo sabes"? El náufrago soltó un suspiro contra el auricular mientras volvía a arrellanarse en el sofá. Qué barbaridad, qué tripa se le había roto ahora a aquella loca.
—¿Haces el favor de explicarme, por favor? —Inquirió calmadamente en un inusitado alarde de paciencia. Al parecer, Alicia había tomado su libro como algún tipo de ataque personal o algo parecido, y Alan no tenía ni idea de por qué. Eso al menos se desprendía de las palabras de ella y de su tono de voz.
—Me gustó mucho lo que leí, Alan. Solo es que antes de USARME a mí como un personaje más, por lo menos podrías haberme pedido permiso, ¿no crees?
Ni ella misma había contado con cantarle las cuarenta en este sentido, la verdad, pero la recriminación había brotado sola sin pasar por ningún filtro cerebral.
La carcajada de Alan se escuchó estruendosa e inmediata al otro lado de la línea. Tanto se rio que al cabronazo le dio un ataque de tos tabáquica mañanera. El afán de protagonismo de su apreciada colega no tenía límites y desafiaba a la mismísima ficción, definitivamente.
—¿Perdona? ¿Te importa decirme en qué momento te he usado yo como personaje, mi querida amiga?
—Te estás quedando conmigo. Claro, ahora me dirás que es otra Alicia, ¿no? Otra Alicia a quien también conocen por Malicia, como a mí.
El náufrago se sorbió los mocos al otro lado, y entre carcajadas impúdicas le salió un gruñido parecido al de un cerdito. No daba mucho crédito a lo que oía; la situación le resultaba surrealista y no sabía exactamente qué parte de la clase de matemáticas se había perdido para no entenderla.
—Perdona. Perdóname…—estaba disculpándose por el ataque de risa, ya que tampoco tenía interés especial en mostrarse maleducado en realidad—Perdóname, Alicia. Es que no te estoy entendiendo. No sé de qué estás hablando.
Ella resopló con un punto de exasperación.
—Ya está bien, Alan. ¿No te acuerdas del nombre que le pusiste a la protagonista de tu libro? ¿Tienes amnesia o qué te pasa?
—Claro—respondió inmediatamente el náufrago—Lisi. La protagonista de mi libro se llama Lisi. Como mi… —“como mi perra”, iba a aclarar, pero cerró la boca a tiempo porque le pareció que quizá eso podía empeorar aun más las cosas en este entuerto que transitaba a ciegas totalmente.
—¿Lisi? Pero qué Lisi ni qué ocho cuartos, Alan—Alicia se sintió por un momento a peligrosos instantes de montar en cólera—Sabes muy bien que ella se llamaba…
—Oye—la cortó el no-escritor. Sabía que Alicia Malicia era "especial" por así decir, pero esto ya era pasarse de la raya—Mira, no sé qué libro has leído, pero el mío no. La protagonista de los cuentos de mi libro se llama Lisi, te pongas como te pongas.
—Pero…
—Si esto es una broma no entiendo el sentido. A menos que sea una cámara oculta o algo peor—No le veía el sentido, no. Y menos a aquella hora. Vaya despertar, joder.
—Y a Eres… ¿A Eres también me lo he inventado?
Alan frunció el ceño al notar el brusco cambio en la inflexión de Alicia. También le sorprendió escuchar el nombre de su otro personaje, porque él –Eres- sí existía, al menos entre las páginas de Per-Sona. Se quitó las gafas con la mano libre y les echó un poco de vaho para limpiarlas, totalmente desorientado con la situación.
—¿Eres? No, a Eres no te lo has inventado tú. Me lo he inventado yo.
¿Todavía iba a decirle ella que la idea era suya o algo así? Qué desfachatez.
—Pues me ha follado, imbécil—Alicia se tapó la boca violentamente tras decir esto y dio un respingo en el sillón donde estaba sentada. ¿Qué tipo de tuerca se le había aflojado en el cerebro para soltar algo como aquello en la conversación? Dios santo. Pero joder, si es que estaba desbordada y lo sentía, se le iba la maldita cabeza. Mierda, joder.
—Ja,ja,ja. Me alegro mucho, hombre.
Alan volvía a reírse a carcajadas. Es que vaya, menuda manera retorcida tenía su colega de decirle que el libro le gustó.
—Joder. Alan… en serio, por favor. Yo… —de pronto sintió la escritora cómo su alma basculaba peligrosamente con súbita pesadez. Se vio a instantes de romper a llorar de pura impotencia en el absurdo, y se horrorizó. ¿Para qué diablos estaba haciendo aquello? ¿Para qué diablos había llamado a Alan? ¿Para deshacerse en lágrimas y decirle “Maldito cerdo, ¿qué es lo que me has hecho y cómo lo has hecho? Extraño a tu personaje, y quiero que le traigas de vuelta conmigo otra vez, lo necesito”. Dios. Hasta para ella misma sonaba a jodida locura. Y para colmo eso de “Lisi”… ¿Por qué mentía Alan tan descaradamente? A menos que…
Sujetando el teléfono móvil entre mandíbula y hombro, Alicia estiró ambos brazos hacia el libro Per-Sona y lo tomó en las temblorosas manos. Lo colocó sobre sus muslos, tomó aire y lo abrió, aun sintiendo la presencia de Alan al otro lado del teléfono mientras sus ojos recorrían raudos una página y otra. No tardó en tropezar con el mencionado nombre: “Lisi”. Pestañeó. Qué diablos...
Enrojeció bruscamente de pronto.
—A-alan…
—Alicia. ¿Te encuentras bien?
Ella se mordió el labio con fuerza para no llorar y cerró el libro con rabia antes de alejarlo de sí, empujándolo sobre la mesita todo lo que pudo en dirección opuesta. No entendía cómo era posible lo que acababa de ver, ¿acaso ella había leído otra cosa días atrás, por culpa de una mala pasada que le hubiera jugado su cerebro? Sí que era cierto que la mañana después de estar con Eres había leído rápido y un poco por encima quizá justamente por el susto de ver su propio nombre allí. Lo mirase por donde lo mirase, resultaba grotesco.
—Alan, te juro… te juro que yo leí que…—desistió de explicarlo antes de empezar—Da igual. Perdona.
Prácticamente le colgó el teléfono a Alan, y es que se vio de pronto acorralada en su propia trampa al haberse equivocado con el nombre. ¿Cómo había podido pasarle eso? Se sentía todo demasiado retorcido y tortuoso, incluso tétrico, como si ella hubiera sido víctima de algún tipo de embrujo cruel. Sus ojos habían visto claramente su nombre, “Alicia”, en las páginas de ese libro, ¡estaba totalmente segura de ello, joder! Y no iba bajo los efectos de ninguna droga, bueno, siempre y cuando Eres en sí mismo no contara como una.
Eres. Mierda, sentía mariposas entre las piernas solo con pensar en el duende imaginado por Alan. Nunca, ni en un millón de años, hubiera imaginado Alicia que una personita de metro cincuenta con orejas en punta podría llegar a desatarla así. Se hubiera reído con ganas, de hecho, si algún profeta de pacotilla hubiera tenido la ocurrencia de contarle lo que iba a pasar en el salón de su casa. "Ah, Alicia, my dear… pero es que va a ser verdad esto de que la belleza interior es la que importa". Se tapó los oídos como torturada loca de manicomio, porque esas últimas palabras habían sonado con la voz de Alan en su cabeza.
“La belleza interior es la que importa”, claro. Más allá del típico tópico de La Bella y La Bestia -“La Bella y El Bestia”, en todo caso, remitiéndose a los hechos (y ya era para descojonarse)-, la cosa era que encima Eres tenía belleza exterior también, al menos para ella. ¿O quizá le veía estético físicamente porque por dentro le había gustado? Se dio cuenta de que la palabra “guapo” no encajaba en la ecuación, no porque Eres no lo fuese sino porque, por desgracia, se quedaba corta. "Dentro" y "Fuera", en su caso, eran lo mismo.
Con el cuerpo tembloroso y agitado, con la piel tan fina de pronto como papel de fumar estremecido, se levantó trabajosamente y caminó hacia el baño para darse una ducha.
Nunca le habían “faltado” “hombres”, y no recordaba la última vez que se lo montó ella misma, pero inexplicablemente tenía ganas de hacerlo en aquel momento. Al caminar por el pasillo, la palpitación en su sexo era obscena por la pura urgencia, cómica considerando que aún Alicia tenía los ojos húmedos, los globos oculares ardiendo y los párpados hinchados como si se le hubiera metido arena bajo ellos.
Era gracioso también el hecho de que Alan volvía a inducirle repugnancia… al menos un poco. Dios, ¿cómo podía una mente como la de Alan haber parido literalmente a Eres? No quería pensarlo, pero estaba claro que bastaba no querer para que esa idea se clavara en su cabeza. Y al final, bueno, fue precisamente ese pensamiento lo que cortó de raíz toda tentativa de masturbación.
Indignada por haberse equivocado con el nombre, desorientada aun (y no era para menos), enfadada consigo misma porque se sentía idiota de pronto, por motivos que tampoco tenía ganas de explorar, resolvió que no iba a quedarse en casa aquel día. Y es que llevaba una semana de absoluto viaje interior. Siete días de vida casi monástica entre aquellas cuatro paredes que bien podrían ahora estar exudando emoción. Tal vez había sido algo necesario, pero sintió que, sencillamente, ya era suficiente.
Tras darse la ducha más o menos rápida y lavarse bien la cara, se vistió, cogió uno de sus bolsos -aunque sin cuidar mucho que fuese a juego con la indumentaria que llevaba-, y salió a la calle.
Se sintió un poco apabullada al principio por el ambiente prenavideño en el exterior, pero no tardó en empezar a disfrutarlo. No había demasiada gente a aquella hora, y la avenida principal se veía bonita aun sin las bombillas de iluminación especial. Gruesos nubarrones tapaban el sol haciendo honor al noviembre gris, y el contraste de esa melancolía con la alegría festiva era agridulce y bello como un abrazo de silencio interior. No se veían abetos, pero de alguna forma el aire olía a bosque, y también a castañas asadas, a guirnaldas y a regalos envueltos con mimo.
Alicia compró un café muy dulce para llevar, y paseó con él en mano por entre los puestos desplegados en hilera a lo largo de la avenida. Había tenderetes variopintos con todo tipo de mercancía expuesta, en los cuales sería realmente fácil encontrar un bonito regalo artesanal, a medida o simplemente curioso para una persona importante. En este caso, la persona importante para Alicia fue ella misma cuando sus ojos tropezaron con un colgante como esfera de universo. La joya se trataba, en efecto, de una pequeña bola de cristal que parecía contener estrellas, galaxias, constelaciones…
Eres. Mierda, sentía mariposas entre las piernas solo con pensar en el duende imaginado por Alan. Nunca, ni en un millón de años, hubiera imaginado Alicia que una personita de metro cincuenta con orejas en punta podría llegar a desatarla así. Se hubiera reído con ganas, de hecho, si algún profeta de pacotilla hubiera tenido la ocurrencia de contarle lo que iba a pasar en el salón de su casa. "Ah, Alicia, my dear… pero es que va a ser verdad esto de que la belleza interior es la que importa". Se tapó los oídos como torturada loca de manicomio, porque esas últimas palabras habían sonado con la voz de Alan en su cabeza.
“La belleza interior es la que importa”, claro. Más allá del típico tópico de La Bella y La Bestia -“La Bella y El Bestia”, en todo caso, remitiéndose a los hechos (y ya era para descojonarse)-, la cosa era que encima Eres tenía belleza exterior también, al menos para ella. ¿O quizá le veía estético físicamente porque por dentro le había gustado? Se dio cuenta de que la palabra “guapo” no encajaba en la ecuación, no porque Eres no lo fuese sino porque, por desgracia, se quedaba corta. "Dentro" y "Fuera", en su caso, eran lo mismo.
Con el cuerpo tembloroso y agitado, con la piel tan fina de pronto como papel de fumar estremecido, se levantó trabajosamente y caminó hacia el baño para darse una ducha.
Nunca le habían “faltado” “hombres”, y no recordaba la última vez que se lo montó ella misma, pero inexplicablemente tenía ganas de hacerlo en aquel momento. Al caminar por el pasillo, la palpitación en su sexo era obscena por la pura urgencia, cómica considerando que aún Alicia tenía los ojos húmedos, los globos oculares ardiendo y los párpados hinchados como si se le hubiera metido arena bajo ellos.
Era gracioso también el hecho de que Alan volvía a inducirle repugnancia… al menos un poco. Dios, ¿cómo podía una mente como la de Alan haber parido literalmente a Eres? No quería pensarlo, pero estaba claro que bastaba no querer para que esa idea se clavara en su cabeza. Y al final, bueno, fue precisamente ese pensamiento lo que cortó de raíz toda tentativa de masturbación.
Indignada por haberse equivocado con el nombre, desorientada aun (y no era para menos), enfadada consigo misma porque se sentía idiota de pronto, por motivos que tampoco tenía ganas de explorar, resolvió que no iba a quedarse en casa aquel día. Y es que llevaba una semana de absoluto viaje interior. Siete días de vida casi monástica entre aquellas cuatro paredes que bien podrían ahora estar exudando emoción. Tal vez había sido algo necesario, pero sintió que, sencillamente, ya era suficiente.
Tras darse la ducha más o menos rápida y lavarse bien la cara, se vistió, cogió uno de sus bolsos -aunque sin cuidar mucho que fuese a juego con la indumentaria que llevaba-, y salió a la calle.
Se sintió un poco apabullada al principio por el ambiente prenavideño en el exterior, pero no tardó en empezar a disfrutarlo. No había demasiada gente a aquella hora, y la avenida principal se veía bonita aun sin las bombillas de iluminación especial. Gruesos nubarrones tapaban el sol haciendo honor al noviembre gris, y el contraste de esa melancolía con la alegría festiva era agridulce y bello como un abrazo de silencio interior. No se veían abetos, pero de alguna forma el aire olía a bosque, y también a castañas asadas, a guirnaldas y a regalos envueltos con mimo.
Alicia compró un café muy dulce para llevar, y paseó con él en mano por entre los puestos desplegados en hilera a lo largo de la avenida. Había tenderetes variopintos con todo tipo de mercancía expuesta, en los cuales sería realmente fácil encontrar un bonito regalo artesanal, a medida o simplemente curioso para una persona importante. En este caso, la persona importante para Alicia fue ella misma cuando sus ojos tropezaron con un colgante como esfera de universo. La joya se trataba, en efecto, de una pequeña bola de cristal que parecía contener estrellas, galaxias, constelaciones…
“Alma de Universo”, sonrió para sí cuando se colocó alrededor del cuello el cordón donde iba engarzado el colgante. No era más que un símbolo de algo que no sabía si era recuerdo o sueño, pero era un símbolo hermoso, y Alicia sentía que había verdad en él. Sintió una punzada de nostalgia y siguió andando, aunque ya sin prestar tanta atención a los artículos en los puestos.
Pasó un día agradable a pesar de que su cabeza no cesaba de dar vueltas. Se compró unos mitones negros de lana porque tenía frío en las manos, y también un cucurucho de castañas para mimarse un poco. No tenía mucha hambre pero sí ganas de probarlas; no pensó en dietas, gilipolleces ni oscuridades para contenerse en algo así y eso le vino bien.
Las horas pasaron asombrosamente rápido, y tanto fue así que antes de que se quiso dar cuenta ya se habían encendido las guirnaldas de luces contra el cielo oscurecido. Pasó bajo los entramados luminosos que trazaban puentes sobre su cabeza y arabescos terminados en estrellas, bolas navideñas y ramilletes de acebo parpadeando en algunos puntos. Se detuvo un momento sin querer ante el escaparate de una juguetería en el que, bañada por una cálida y acogedora luz, se veía una hermosa composición de ositos de peluche abrazando libros, y de pronto le subió por la garganta de nuevo esa bola caliente precediendo a las lágrimas aparentemente absurdas. Había llegado el momento de irse a casa, comprendió… y eso también le hizo sentir triste sin saber muy bien por qué.
Joder, estaba de un sensible que no se aguantaba, y lo que menos soportaba era precisamente la sensación de tener nulo control sobre su propia sensibilidad. ¿Fuera de control, la sensibilidad se volvía fragilidad acaso? Por un momento se transformó Alicia en papel arrugado y se replegó sin elegirlo, por mera supervivencia ridícula. Y se vio a sí misma perdiéndose de vista bajo las ropas, temiendo que algún par de ojos a la deriva terminase posándose en ella por accidente y pudiera leerla por dentro; leerla de esa forma inexplicable en la que a veces pueden leer los desconocidos, al menos algunos: arañando más allá de tejidos en lo que dura un suspiro, penetrando con la mirada coraza y piel.
Recorrió el camino de vuelta más aprisa a causa del frío que se le colaba por debajo del abrigo, saliendo rápido del intrincado laberinto de callejuelas para enfilar de nuevo la avenida principal hacia su casa. Los mitones de lana eran bonitos, y siempre le habían gustado ese tipo de guantes, pero lo malo de llevarlos era que la parte descubierta de los dedos se le estaba quedando helada y hasta empezaba a entumecerse. Inconscientemente, se llevó la mano derecha al pecho y tanteó en busca del colgante Universo para cerrar agarre en torno a él mientras caminaba. Le sorprendió la sensación térmica inmediata al tacto, aunque luego razonó que lo había llevado por dentro de la ropa todo el tiempo contra su piel, y por eso tal vez la esfera de cristal estaba caliente. Con la cabeza en las nubes siguió andando, apretando aún más el colgante aunque con cuidado y forzándose a no presionar mucho, como si de hecho temiera ahogar algo vivo entre los dedos. Creyó sentir algo como chispazos ocasionales en su mano cerrada, y por debajo una especie de pulsación suave y continuada que parecía expandirse, fluir, desmadejarse a ratos para volver a tomar un ritmo cada vez más lleno, cada vez más claro contra la piel. Lejos de encontrar perturbadora esta sensación, Alicia se sintió de algún modo agradecida en secreto por sentirla.
Justo cuando entró al portal, notó la vibración de su teléfono móvil dentro del bolso y se apresuró a revisarlo. Vaya, tenía tres mensajes que no había advertido, los tres de la misma persona de referencia en el equipo editorial. Y luego, el último mensaje que acababa de llegarle, el cuarto, era de Alan. Al parecer el náufrago había guardado su número, qué detalle.
“Hola, Alicia. Solo quería saber cómo estás. Lamento que no entendí mucho la llamada de esta mañana, aunque me alegro si el libro te gustó. Lamento también que no contesté de la mejor manera. Tu poemario es muy bueno. Saludos.”
No supo si el móvil de Alan estaría desactualizado o con los emoticonos desconfigurados, porque el náufrago le envió una secuencia extraña que no tenía mucho sentido acompañando al mensaje: *alien* *alien* *sirena policial* *flor* *bola de cristal*. A saber.
Alicia leyó un par de veces el mensaje en la pantalla iluminada y, casi a su pesar, sonrió a la vez que fruncía el ceño. “Me alegro si el libro te gustó”, bueno, tenía su gracia que Alan se hubiera tomado así lo que había pasado… aunque qué iba a pensar él, el pobre. En parte era un alivio para Alicia que no la considerase una histérica o una loca, sobre todo por lo de la confusión (aun inexplicable) con el tema del nombre de la protagonista. Joder, si a lo mejor hasta había soñado que leía, ¿sería eso posible? Empezaba a dudar de sí misma y ya sentía que todo podía ser. Según eso, bien podía haber “leído” una historia totalmente diferente, y luego mezclarlo todo con Eres cuando vio el marca-páginas. Se mareó solo con pensarlo y meneó la cabeza, guardando de nuevo el teléfono móvil y desistiendo de encontrar una explicación racional. Se dijo que al día siguiente, ya más serena, telefonearía de nuevo a Alan para disculparse por la salida de tono tan fuera de onda y así quedar como una persona normal, y también para… bueno, sí, para darle las gracias por haber leído su poemario. Que esto de agradecer lecturas no era costumbre de Alicia, pero por algún motivo desconocido le vino el deseo de hacerlo, al menos en forma de intención de cara al futuro próximo.
Evitó coger el ascensor, solo para esquivar esa escena que seguro recordaría tan nítida como si estuviera viendo a Eres pegado de nuevo a la pared; solo por no sentir clavándose la ausencia de aquellas risas que se echaron en la cabina. Jamás podría contarle aquello a nadie, comprendió; nunca, era demasiado estúpido, demasiado… ¿romántico? todo. Ah, qué horror… era algo muy tonto, y aun en el supuesto de que no hubiera sido una alucinación lo seguiría siendo, ¿verdad?
Sería mentir decir que, una vez en casa, se tomó una cena frugal. El frío le había abierto el apetito, y la cosa de mimarse uno a uno mismo enganchaba. Así que no dudó en llamar al restaurante chino en la misma calle, quedando contenta al comprobar que aun servían a domicilio –cosa que en verdad no sabía si seguirían haciendo, dado que la última vez que llamó para permitirse semejante festín fue hace ya mucho, mucho tiempo.-
Comerse los rollitos mini de primavera y las alitas de pollo frito en la bañera, abrazada en su desnudez por untuosa agua caliente y aceites aromáticos, había sido un giro de placer tan brutal que rayaba en la lascivia. Disfrutó como nunca de la cena a solas, aunque ni siquiera la textura crujiente y el fuerte y cálido sabor le ayudaron a sacudirse ese mordisquito tenaz de amargura que atacaba a cada rato. Y es que era tanto o más cansado eludir, evitar analizar aquel imposible que no entendía, que meterse de lleno en él. El pensamiento de Alicia se declaró en huelga con esa maraña de sucesos, pero en cuestión de sentimiento la cosa no era tan fácil. Porque sí, claro, uno podía plantarse y decir para sí mismo que NO iba a tirar del hilo para analizar, pero, ah, dejar de sentir… eso era otra cosa. Y era duro; era duro no tener ningún amigo cerca a quien llamar, porque lo que tenía que contar era en el mejor de los casos una locura y en el peor una moñez. Y en otro orden de cosas -pero hilando con lo mismo- era duro también, muy duro, absurdamente duro, no haber parado de echar de menos a Eres durante toda la maldita semana.
Era cierto que cenaba sola ahora entre volutas de seda líquida como íntima caricia, pero a la vez estaba ahí con Eres todo el tiempo. Ese colgante barato con galaxias encerradas en una esfera fue lo único que no se quitó al desnudarse.
Salió de la bañera, se secó, y decidió que no iba a recoger los platos. Lo bueno de vivir sola era eso, en definitiva: hacer lo que le diera la realísima gana.
Se dirigió al dormitorio, directa a ponerse la bata de las ocasiones especiales que ya no guardaba tras la puerta del baño, sino en uno de los cajones de honor de la cómoda cerca de la cama. Se la puso por primera vez desde aquella última noche, y se permitió olfatearla buscando entre sus pliegues otro olor que no fuera el suyo. No supo si lo encontró.
Con un punto de resignación, se tumbó en la cama inmensa y tanteó en busca del mando a distancia para encender la televisión chiquitita que tenía ahí mismo en el dormitorio. Para su suerte, estaban poniendo una película de terror tras otra, no supo si por algún tipo de homenaje al cine vampírico en general. No era como hacerse un maratón de su serie favorita, pero al menos la sesión de cine la mantuvo entretenida hasta que se le cerraron los ojos. No supo cuando cayó dormida entre almohadones, con la bata medio abierta como única prenda bajo el edredón y la mano derecha cerrada en torno al colgante universo.
Despertó a medias sin saber si despertaba, sintiendo la caricia y la suave presión de algo húmedo que descendía hacia su ombligo y vientre abajo. Demasiado sutil el estímulo como para hacerla brincar, aun se mantuvo Alicia en ese limbo de placidez entre el sueño y la vigilia cuando, instintivamente, llevó ambas manos al origen de la sensación.
Sus dedos tantearon y se entremezclaron entonces con una madeja suave que en algún rincón de su cerebro lanzó un destello familiar.
—No puede ser…—susurró en un hilo de voz, y abrió los ojos a tiempo para encajar la mirada verde esmeralda que resplandecía en la oscuridad de la habitación casi con fosforescencia.
Se quedó sin habla, contemplando los negros cabellos derramándose sobre el contraste pálido de sus propios muslos, sintiendo los labios y la lengua de Eres volviendo a rodar sobre su vientre que parecía haberse vuelto arena, terminando por rozar en la playa de su delta. Sus dedos se enredaron entre los suaves mechones, llegando a tirar con discreto apremio para llamar la atención del otro.
Pasó un día agradable a pesar de que su cabeza no cesaba de dar vueltas. Se compró unos mitones negros de lana porque tenía frío en las manos, y también un cucurucho de castañas para mimarse un poco. No tenía mucha hambre pero sí ganas de probarlas; no pensó en dietas, gilipolleces ni oscuridades para contenerse en algo así y eso le vino bien.
Las horas pasaron asombrosamente rápido, y tanto fue así que antes de que se quiso dar cuenta ya se habían encendido las guirnaldas de luces contra el cielo oscurecido. Pasó bajo los entramados luminosos que trazaban puentes sobre su cabeza y arabescos terminados en estrellas, bolas navideñas y ramilletes de acebo parpadeando en algunos puntos. Se detuvo un momento sin querer ante el escaparate de una juguetería en el que, bañada por una cálida y acogedora luz, se veía una hermosa composición de ositos de peluche abrazando libros, y de pronto le subió por la garganta de nuevo esa bola caliente precediendo a las lágrimas aparentemente absurdas. Había llegado el momento de irse a casa, comprendió… y eso también le hizo sentir triste sin saber muy bien por qué.
Joder, estaba de un sensible que no se aguantaba, y lo que menos soportaba era precisamente la sensación de tener nulo control sobre su propia sensibilidad. ¿Fuera de control, la sensibilidad se volvía fragilidad acaso? Por un momento se transformó Alicia en papel arrugado y se replegó sin elegirlo, por mera supervivencia ridícula. Y se vio a sí misma perdiéndose de vista bajo las ropas, temiendo que algún par de ojos a la deriva terminase posándose en ella por accidente y pudiera leerla por dentro; leerla de esa forma inexplicable en la que a veces pueden leer los desconocidos, al menos algunos: arañando más allá de tejidos en lo que dura un suspiro, penetrando con la mirada coraza y piel.
Recorrió el camino de vuelta más aprisa a causa del frío que se le colaba por debajo del abrigo, saliendo rápido del intrincado laberinto de callejuelas para enfilar de nuevo la avenida principal hacia su casa. Los mitones de lana eran bonitos, y siempre le habían gustado ese tipo de guantes, pero lo malo de llevarlos era que la parte descubierta de los dedos se le estaba quedando helada y hasta empezaba a entumecerse. Inconscientemente, se llevó la mano derecha al pecho y tanteó en busca del colgante Universo para cerrar agarre en torno a él mientras caminaba. Le sorprendió la sensación térmica inmediata al tacto, aunque luego razonó que lo había llevado por dentro de la ropa todo el tiempo contra su piel, y por eso tal vez la esfera de cristal estaba caliente. Con la cabeza en las nubes siguió andando, apretando aún más el colgante aunque con cuidado y forzándose a no presionar mucho, como si de hecho temiera ahogar algo vivo entre los dedos. Creyó sentir algo como chispazos ocasionales en su mano cerrada, y por debajo una especie de pulsación suave y continuada que parecía expandirse, fluir, desmadejarse a ratos para volver a tomar un ritmo cada vez más lleno, cada vez más claro contra la piel. Lejos de encontrar perturbadora esta sensación, Alicia se sintió de algún modo agradecida en secreto por sentirla.
Justo cuando entró al portal, notó la vibración de su teléfono móvil dentro del bolso y se apresuró a revisarlo. Vaya, tenía tres mensajes que no había advertido, los tres de la misma persona de referencia en el equipo editorial. Y luego, el último mensaje que acababa de llegarle, el cuarto, era de Alan. Al parecer el náufrago había guardado su número, qué detalle.
“Hola, Alicia. Solo quería saber cómo estás. Lamento que no entendí mucho la llamada de esta mañana, aunque me alegro si el libro te gustó. Lamento también que no contesté de la mejor manera. Tu poemario es muy bueno. Saludos.”
No supo si el móvil de Alan estaría desactualizado o con los emoticonos desconfigurados, porque el náufrago le envió una secuencia extraña que no tenía mucho sentido acompañando al mensaje: *alien* *alien* *sirena policial* *flor* *bola de cristal*. A saber.
Alicia leyó un par de veces el mensaje en la pantalla iluminada y, casi a su pesar, sonrió a la vez que fruncía el ceño. “Me alegro si el libro te gustó”, bueno, tenía su gracia que Alan se hubiera tomado así lo que había pasado… aunque qué iba a pensar él, el pobre. En parte era un alivio para Alicia que no la considerase una histérica o una loca, sobre todo por lo de la confusión (aun inexplicable) con el tema del nombre de la protagonista. Joder, si a lo mejor hasta había soñado que leía, ¿sería eso posible? Empezaba a dudar de sí misma y ya sentía que todo podía ser. Según eso, bien podía haber “leído” una historia totalmente diferente, y luego mezclarlo todo con Eres cuando vio el marca-páginas. Se mareó solo con pensarlo y meneó la cabeza, guardando de nuevo el teléfono móvil y desistiendo de encontrar una explicación racional. Se dijo que al día siguiente, ya más serena, telefonearía de nuevo a Alan para disculparse por la salida de tono tan fuera de onda y así quedar como una persona normal, y también para… bueno, sí, para darle las gracias por haber leído su poemario. Que esto de agradecer lecturas no era costumbre de Alicia, pero por algún motivo desconocido le vino el deseo de hacerlo, al menos en forma de intención de cara al futuro próximo.
Evitó coger el ascensor, solo para esquivar esa escena que seguro recordaría tan nítida como si estuviera viendo a Eres pegado de nuevo a la pared; solo por no sentir clavándose la ausencia de aquellas risas que se echaron en la cabina. Jamás podría contarle aquello a nadie, comprendió; nunca, era demasiado estúpido, demasiado… ¿romántico? todo. Ah, qué horror… era algo muy tonto, y aun en el supuesto de que no hubiera sido una alucinación lo seguiría siendo, ¿verdad?
Sería mentir decir que, una vez en casa, se tomó una cena frugal. El frío le había abierto el apetito, y la cosa de mimarse uno a uno mismo enganchaba. Así que no dudó en llamar al restaurante chino en la misma calle, quedando contenta al comprobar que aun servían a domicilio –cosa que en verdad no sabía si seguirían haciendo, dado que la última vez que llamó para permitirse semejante festín fue hace ya mucho, mucho tiempo.-
Comerse los rollitos mini de primavera y las alitas de pollo frito en la bañera, abrazada en su desnudez por untuosa agua caliente y aceites aromáticos, había sido un giro de placer tan brutal que rayaba en la lascivia. Disfrutó como nunca de la cena a solas, aunque ni siquiera la textura crujiente y el fuerte y cálido sabor le ayudaron a sacudirse ese mordisquito tenaz de amargura que atacaba a cada rato. Y es que era tanto o más cansado eludir, evitar analizar aquel imposible que no entendía, que meterse de lleno en él. El pensamiento de Alicia se declaró en huelga con esa maraña de sucesos, pero en cuestión de sentimiento la cosa no era tan fácil. Porque sí, claro, uno podía plantarse y decir para sí mismo que NO iba a tirar del hilo para analizar, pero, ah, dejar de sentir… eso era otra cosa. Y era duro; era duro no tener ningún amigo cerca a quien llamar, porque lo que tenía que contar era en el mejor de los casos una locura y en el peor una moñez. Y en otro orden de cosas -pero hilando con lo mismo- era duro también, muy duro, absurdamente duro, no haber parado de echar de menos a Eres durante toda la maldita semana.
Era cierto que cenaba sola ahora entre volutas de seda líquida como íntima caricia, pero a la vez estaba ahí con Eres todo el tiempo. Ese colgante barato con galaxias encerradas en una esfera fue lo único que no se quitó al desnudarse.
Salió de la bañera, se secó, y decidió que no iba a recoger los platos. Lo bueno de vivir sola era eso, en definitiva: hacer lo que le diera la realísima gana.
Se dirigió al dormitorio, directa a ponerse la bata de las ocasiones especiales que ya no guardaba tras la puerta del baño, sino en uno de los cajones de honor de la cómoda cerca de la cama. Se la puso por primera vez desde aquella última noche, y se permitió olfatearla buscando entre sus pliegues otro olor que no fuera el suyo. No supo si lo encontró.
Con un punto de resignación, se tumbó en la cama inmensa y tanteó en busca del mando a distancia para encender la televisión chiquitita que tenía ahí mismo en el dormitorio. Para su suerte, estaban poniendo una película de terror tras otra, no supo si por algún tipo de homenaje al cine vampírico en general. No era como hacerse un maratón de su serie favorita, pero al menos la sesión de cine la mantuvo entretenida hasta que se le cerraron los ojos. No supo cuando cayó dormida entre almohadones, con la bata medio abierta como única prenda bajo el edredón y la mano derecha cerrada en torno al colgante universo.
Despertó a medias sin saber si despertaba, sintiendo la caricia y la suave presión de algo húmedo que descendía hacia su ombligo y vientre abajo. Demasiado sutil el estímulo como para hacerla brincar, aun se mantuvo Alicia en ese limbo de placidez entre el sueño y la vigilia cuando, instintivamente, llevó ambas manos al origen de la sensación.
Sus dedos tantearon y se entremezclaron entonces con una madeja suave que en algún rincón de su cerebro lanzó un destello familiar.
—No puede ser…—susurró en un hilo de voz, y abrió los ojos a tiempo para encajar la mirada verde esmeralda que resplandecía en la oscuridad de la habitación casi con fosforescencia.
Se quedó sin habla, contemplando los negros cabellos derramándose sobre el contraste pálido de sus propios muslos, sintiendo los labios y la lengua de Eres volviendo a rodar sobre su vientre que parecía haberse vuelto arena, terminando por rozar en la playa de su delta. Sus dedos se enredaron entre los suaves mechones, llegando a tirar con discreto apremio para llamar la atención del otro.
—¿…Eres?
Se vio incapaz de reaccionar más allá de la palabra que era su nombre. Empezó a temblar sobre la cama e inconscientemente separó las piernas, deseando de pronto ser penetrada a lengüetazo limpio por aquel ser que de nuevo iba a hacerla gritar. No le importaba si lo que estaba viviendo era realidad, ficción o sueño ahora; solo quería sentirlo, quería sentirlo todo.
—Hola, Alicia—musitó él al borde de su piel, dulce aliento rebotando ahí en familiar voz grave y baja.
—P-pero…
—Shhh.
Contrariando su deseo –el ajeno y el propio-, el pequeño gigante de estrellas separó dolorosamente sus labios de la piel de Alicia y se irguió para acercarse a ella.
—Hola—repitió cuando llegó al nivel de su rostro, en el hilo de un susurro como si temiera despertarla de verdad. Se arrodillo sobre la cama a su lado y se inclinó para hablarle al oído igual que si fuera a contarle un secreto—He venido… a escribirte una carta de amor.
Ella rio como una niña.
—Has venido.
—Claro. Me has estado llamando… todo el tiempo.
Tras decir esto, la musa sonrió y ladeó levemente la cabeza para después inclinarse de nuevo y tomar el colgante-galaxia suavemente entre los dientes, ojos verdes fijos en la aun atónita mirada de Alicia. Jugueteó unos segundos con la esferita de cristal en la boca, aventurándose a golpearla levemente con la punta de la lengua a momentos, la comisura de sus labios curvándose a tensión en la sonrisa canalla que él no iba a luchar por reprimir. Solo dejó de jugar para añadir:
—Has llamado a Alan, y le has hablado de mí…
No parecía estar molesto por ello, sino más bien conmovido. En verdad se sentía amado, y tal vez por eso era que había podido regresar al plano de los sentidos.
—Lo siento—se disculpó Alicia, aun así—No sé… no sé muy bien por qué hice eso. Pobre Alan.
Eres rio bajito, y asestó un lengüetazo que hizo oscilar al colgante y pinceló al final la piel del escote de Alicia.
—De pobre nada. Le has alegrado el día, estoy seguro.
—¿Tú crees? —musitó ella—¿Como… como a mí tú ahora, con tu carta de amor?
La musa retrocedió lo justo para asentir mirando a la escritora a los ojos.
—Je. La carta de amor iba a escribírtela en el coño—respondió sin cortarse un pelo—con la lengua. Pero por desgracia te he despertado antes de poder besarte así.
Alicia se humedeció de golpe y por un momento sintió el puñetazo de su propio olor en las fosas nasales. Soltó una risa silente y nerviosa, pues aquella aclaración la había pillado por sorpresa. Aunque, desde alguna parte de su ser, Malicia reaccionó rápido.
—¿No sabes lo que son condones y sabes lo que es un coño? —consiguió articular, tartamudeando a media broma.
Eres rio a su vez sofocando un pequeño jadeo contra el cuello de ella.
—Ah. ¿Crees que no sé lo que es un coño? —sonrió, tomando de nuevo distancia suficiente para volver a hacer contacto visual con ojos chispeantes—Explícamelo tú, entonces. Dime, ¿qué es un coño?
En la complicidad del dormitorio a oscuras solo cabía reír. Comprobó Alicia que relajación, felicidad y excitación eran compatibles en ese momento, cuando se movió para tomar la mano de Eres y apretarla levemente en la suya.
—Te lo enseño—murmuró, perdiéndose en la claridad de aquellos ojos esmeralda con motas amarillas—Mira. Es esto.
“Mira” quería decir “toca y no dejes de mirarme a mí”, claro, mientras Alicia llevaba mano de Eres a la calidez entre sus muslos. El chico del cosmos se dejó conducir mansamente y se pegó un poquito más a ella, alcanzando a mover los largos dedos en la dulce cueva que los empapó de golpe.
—Ah, así que es esto. No tenía ni idea…—bromeó bajito a milímetros del rostro ajeno, torciendo después levemente la cara para dar un par de breves pero hambrientos lengüetazos sobre los labios de Alicia.
Ella jadeó al retornarlos, y no pudo evitar arquear la espalda cuando sintió aquellos dedos jugando aun pausadamente, explorando con curiosidad las inmediaciones de su sexo y resbalando por entre los inflamados pétalos. Se removió contra el colchón y movió caderas demandante, necesitando de pronto sentirlos clavándose en ella hasta los nudillos. Era en cierto punto agónico que Eres se tomara tiempo y la recorriera tan despacio, como si quisiera grabar en las yemas de sus dígitos la geografía en flor. Pero al mismo tiempo ella no podía negar que lo disfrutaba así, gota a gota de Felix Felicis.
—Hay que buscar un tesoro escondido por aquí, tengo entendido—musitó él contra sus labios, la voz comenzando a desflecársele por el deseo.
—Ah… ¿sí?
—Sí—respondió con determinación—déjame ver.
No sabía Alicia si el ser de las estrellas imprimía torpeza a propósito en sus dedos cuando estos tropezaron con la turgencia del clítoris. Comenzó a pasarlo por encima como si al principio lo evitase, dibujando formas erráticas de ida y vuelta y jugando con la presión a momentos. Insinuaba suavemente también la punta de su dedo medio en la entrada más abajo, bordeándola y deteniéndose sin llegar a penetrar, a saber si queriendo exprimir hasta el último instante o, a lo peor, buscando morbosamente que Alicia le pidiera más.
—¿Necesitas... necesitas un mapa?
Él sonrió y negó con la cabeza. ¿Quién necesita un mapa en un universo que cambia constantemente, cuando además lo que uno quiere con todas sus fuerzas es perderse en él?
—¿Serás tú mi brújula?—musitó—me gusta improvisar.
Comenzó a masturbarla en toda regla cuando por fin ambos empezaron a devorarse a besos largos y profundos. Mientras se lamían como dos lobos hambrientos y se robaban el aire mutuamente, frotó ya con firmeza y a buen ritmo aquella perla que se inflamaba y endurecía rotunda contra sus dedos.
—A mí me gustas... me gustas tú, Eres—le aferraba por la ropa mientras decía esto, aun demasiado aturdida como para acertar arrancársela.
—Te amo.
—¡Te amo...!
A ratos parecía la musa jugar a penetrar la boca de Alicia con la lengua, como si a base de besos quisiera mostrarle a ella lo que en verdad se moría por hacerle en el coño instantes después; esas grafías en espiral de fuego para la mencionada “carta de amor”, de arriba abajo y concatenando viceversas, enlazando zigzagueos infinitos. O, bueno, como si simplemente estuvieran ambos haciendo el amor con la boca.
—Te amo, Alicia.
—No te vayas nunca, por favor.
—Nunca.
Se mordieron y devoraron hasta el alma de esa forma, entre besos y alguna palabra escapista, mientras los cuerpos luchaban por fundirse el uno en el otro por encima de las sábanas revueltas. Así le sobrevino a Alicia por sorpresa su orgasmo –el primero de los que tendría aquella noche-, asombrosamente largo y sofocado en un grito contra los labios de Eres, empapándole a este la mano hasta la muñeca.
—Quiero follarte…—la voz de él se había tornado ronca después de sentir la cálida descarga y después de ver a la escritora arquearse pronunciadamente sobre el colchón, tensa como la cuerda de un arco. Luchaba ahora denodadamente por no perder los estribos y por no lanzarse sobre ella como el animal que sabía que era.
Era genial para Eres tener ego en La Tierra, porque gracias a eso podía disfrutar el instinto de ambos, y podía alumbrar fantasías en su mente también. En el limbo de las musas, por increíble que a un ser humano pudiera resultarle, solo canalizaba las fantasías de los hombres sin tejer las suyas propias... porque no conocía límites y por lo tanto no deseaba saltárselos. Una de las infinitas fantasías que ahora podía agarrar era, precisamente, que Alicia le atase a la cama con cadenas que esa bestia suya no pudiera romper por mucho que gozase... no exactamente como fijación o fetiche irracional, sino como deseo secreto para Eres en el mundo tangible. Ser encadenado e inmovilizado para que su amante le cabalgara la polla a gusto en condiciones de seguridad, sí, esa era su fantasía. Algo así como cadenas necesarias para la libertad total sin correr riesgos. Ahora, por suerte o desgracia, no le llegaban las palabras para decirlo, pero tal vez algún día podría cumplirla y así derrumbar todas las barreras... si acaso Alicia volvía a llamarle con todo su ser.
—¡Fólla-… fóllame!
—Todavía no—rezongó entre dientes, acariciándola aún más rápido como si quisiera hacer saltar chispas.
—¡Eres! ¡Jo-der!
Alicia grito, sintiendo que de nuevo se aproximaba al punto de no retorno cuando aun no había cesado en su cuerpo el eco del orgasmo anterior, cuando todavía sentía el poderoso aleteo en su sexo que no terminaba de amainarse. Cosquillas en el cerebro, mariposas en el bajo vientre, tormenta de orgasmos… se estremeció y se deshizo de nuevo contra los dedos de Eres que ahora entraban y salían de su feminidad de manera un tanto ruda, justo como ella necesitaba. En esta ocasión su grito sonó libre, sin ahogarse contra nada, porque los labios del chico duende habían descendido cuello abajo y ahora se cerraban con fuerza en torno a su pezón izquierdo.
—¡Hijo de… hijo de puta, hijo de puta, Eres!
Escuchó como el cabrón se reía contra su trémula piel, y ella no pudo sino reír también desde la total deriva mientras continuaba corriéndole los dedos. En verdad tenía que admitir que había algo descojonante en formularlo: “Eres un cabrón, Eres”.
—¡C-cabrón! ¡Animal...! —Jo, y eso que el pobre se estaba esforzando en tener cuidado y se notaba, pero ella danzaba feliz y soltaba improperios por la boca disfrutando la sensación increíble de total desconexión mental. Se sentía como simple y pura LIBERTAD. No le exhortaba más; no se sentía capaz de volver a pedirle que se la metiera de una vez, porque sencillamente no quería que él dejara de comerle las tetas ni de follarla con los dedos. Su sexo no podía estar más abierto y más lleno; no sabía ya si eran dos dedos o tres los que entraban y salían haciendo obsceno ruido de chapoteo y sin encontrar resistencia alguna, pero quería más. Contrajo la musculatura pélvica para abrazarlos desde dentro y sentirlos todo lo posible, y volvió a gritar—¡…Más! ¡MÁS, Eres, por favor! ¡Me vuelves... me vuelves loca!
Ay. Por mucho que viniera “de las estrellas” –tal vez igual que la misma Alicia, y quién sabe si igual que tú y que yo también-, Eres no era ningún superhéroe con respecto a su cuerpo. Necesitaba desesperadamente contacto en la erección que reventaba los pantalones y ya goteaba más que profusamente por la punta. Descendió a mordiscos tórpidos por la piel, yendo abdomen abajo sin frenos, muerto de hambre y de ganas de probar lo que fuera que encontrase al final del trayecto. El cuerpo de Alicia se expandía como una nebulosa en forma de libro abierto ante él, y no iba a permitir que quedase ninguna galería sin ser explorada. Echaba de menos la glotonería en todas las bocas que ahora estaban abiertas para él.
Ya estaba cerca de perder el control cuando sacó los dedos empapados de su coño y los clavó en su culo sin demasiada delicadeza. Replegó su propio cuerpo para cargarse los muslos de Alicia sobre los hombros, se amorró a Venus sin miramientos y probó, rodando lengua contra la endurecida perla y jugando del mismo modo que antes había hecho entre sus otros labios. Con la mano derecha movía en círculo los dedos para ensanchar el apretado orificio trasero de Alicia, mientras que la izquierda luchaba contra sus propios pantalones para abrirlos por fin y se colaba bajo la tela a fin de agarrar su miembro endurecido como piedra. Subió al cielo también de esta forma él, sin llegar a estallar, follándose su propia mano y haciendo rechinar el somier inevitablemente a base de golpes de cadera.
—Eres… Eres… m-me…
Oh, sí. Gimió largamente el elfito estelar sin despegarse de su orquídea, solo por la perspectiva de recibir el tercer orgasmo de Alicia en la boca.
Entre tanto, Alan escribía aunque sin usar sus manos, tal vez dormido o tal vez soñando, trazando frases e hilándolas de cabeza a corazón pasando por el estómago. No tenía ningún control en absoluto en la experiencia; nunca fue escritor de mapa sino de los que quieren perderse, lo mismo que al leer. La brújula eran las luciérnagas y las luces en el camino, y el camino era exclusivamente canalizar a una criatura (en este caso a Eres) y ser canal eficaz. Canal humano, puerta de Universo a Universo en el Universo.
En aquel momento, todo ocurría a caballo de ese trance en el que él mismo era un simple observador, no consciente ni tampoco debutante, sin moverse un centímetro de su puto sofá. Una historia perversa en su conjunto, quizá, podría pensar alguien… pero hasta la perversidad se vuelve poco menos que una ley celestial en lo tocante al placer. En la ficción de cada realidad, las cosas más simples son importantes, y las cosas importantes son la verdad.
No que Alan fuera a recordar nada a la mañana siguiente sobre esta aventura, como tampoco de ninguna otra. Aunque, probablemente, se sentiría vigorizado y esperanzado sin tener que pensar mucho, inspirado para escribir esas cosas que exigen valentía para ser vomitadas, o, si no valentía, que al menos a uno le valgan los juicios ajenos menos que nada.
Se tomó tiempo Eres rompiendo lengua a conciencia entre los labios del hambriento coño de Alicia. Era cierto que, sin darse cuenta ninguno de los dos, se habían vuelto adictos cada uno al cuerpo del otro y más allá. Era una forma de amarse también la follada más extrema, y ambos se tenían ganas. Ambos se habían extrañado el uno al otro durante aquel período de sequía que había durado siete días escasos.
Intentó no volverse loco aunque ya estaba cerca de perder coordinación. Liberó tensión follándose al pobre colchón como auténtico salvaje, mientras trataba de probar y saborearlo todo encarcelado entre los muslos de Alicia. Felizmente encarcelado.
Rozó los inflamados labios mayores con los dientes y presionó el monte de venus; socavó con su músculo húmedo hasta el mínimo resquicio entre los delicados pétalos, pero también usó su nariz, su mentón e incluso su frente, gozando sin secretos cada vez que ella se removía contra él para empaparle la cara. Gruñó como auténtico cerdo contra su sexo cuando pensó que se correría sin remedio así, golpeando con furia sobre el colchón sin ni siquiera haber podido penetrarla… pero afortunadamente logró contenerse, aunque ni él mismo supo cómo.
No se resistió a separarle las nalgas para probar también ese culo que había abierto casi a la fuerza, antes de tomar distancia cuando al fin tuvo que asumir que su resistencia estaba a punto de quebrarse. Sujetó las piernas abiertas de Alicia, y se dio cuenta de que ella temblaba violentamente sobre la cama.
—¿…Estás bien? —inquirió jadeante, deteniéndose por un momento arrodillado entre sus muslos.
Ella asintió, echa un mar post-orgásmico de lágrimas y sin juzgarse ya por ello. Se daba cuenta por primera vez de que a pesar del vértigo nunca se había sentido tan segura, nunca tan inestable y serena al mismo tiempo precisamente ahora que hasta su piel se desdibujaba. Instantes de eternidad transcurrían por dentro y por fuera en pura onda expansiva, rompiéndola para liberarla de toda atadura, como si de hecho la rotura tuviera el poder de hacer un ser humano permeable a la luz. ¿Por qué siempre pensó que era más seguro estar encadenada, acorazada, atrapada casi sin poder caminar, sin poder respirar? ¿De dónde diablos salían esas creencias? ¿Por qué siempre creyó… tantas cosas a ciegas, sin plantearse si eran ciertas?
—¿Por qué el Amor contigo no duele, Eres? —preguntó desde el fondo de ese sueño que ahora era real, siendo ese tal vez el interrogante madre de todas las dudas, sobre todo en un momento en el que las palabras no acudían fácilmente—¿Es eso… es eso lo que nunca he sentido?
“¿Es eso? Es eso. Es eso lo que nunca he sentido y me está desbaratando por dentro. Y no lo he sentido nunca porque jamás me atreví.”
La musa se mordió el labio al notar cómo se le calentaban los ojos también.
—Porque el Amor no duele, Alicia. Nunca.—musitó, extendiendo la mano para acariciarle la mejilla— Y lo otro… lo otro no lo sé. No puedo saberlo, cariño.
Ella sonrió entre lágrimas y jadeos mientras se reclinaba contra la palma de aquella mano siempre cálida. Sintió que Eres le transmitía un mensaje con los ojos en aquel momento: que solo “dolía” lo que no era Amor. Que solo “dolía” lo que no era importante (lo que no era real por sí mismo), las cosas que interferían la conexión real entre seres cuando uno creía en ellas sin elegirlo. Y por tanto ni siquiera merecía ser tomado en cuenta, ni aquello que interfería el Amor, ni la reacción interna que producía. La teoría era fácil y la práctica humana no tanto… pero saberlo era el primer paso para decidir. Ah, de dónde salió la creencia de que solo se puede amar sin cerebro. De dónde DIABLOS salían todas esas creencias de mierda que se implantaban como garrapatas sedientas de sangre.
Esto que Alicia podía leer en los ojos de Eres era más parecido a una nebulosa de estrellas que a materia de pensamiento, porque, desde luego, ni uno ni otro estaban ahora para ponerse a pensar. Y qué felicidad eso.
—Quiero sentirte dentro de mí…—alcanzó a susurrar ella con un trazo de súplica.
—¿Quieres?
—Quiero. Quiero sentirte dentro.
—Muy dentro.
Y sabía Alicia que ese “dentro” iba más allá del cuerpo y por eso duraría para siempre, incluso aunque a la mañana siguiente Eres se hubiera ido.
-secreto-
Se conmovió mucho Eres al ver las lágrimas en los ojos de Alicia. Se estremeció por dentro al sentirla, pero ni aun así le abandonó el placer oscurecido de sentir más y más. Y es que la experiencia de ser humano era maravillosa, si tan solo por la magia de los lazos que se creaban y estrechaban en apretada lemniscata de fuego, de corazón a corazón, aunque fuera por instantes. Incluso lo que no era Amor tenía su lado hermoso, ¡comprendía bien que algunos humanos se quedaran trabados, enganchados a lo que llamaban dolor emocional!
Era tan transparente para él lo que estaba pasando. Como transparente para Alicia era el placer de sentirle dentro y al mismo tiempo el aguijonazo de saber que al día siguiente él no estaría ahí.
Eres no frenó lágrimas tampoco mientras se clavaba una y otra vez en aquel cuerpo sediento. Sabía los motivos de Alicia, porque él también los sentía a su manera. Él iba a extrañarla también, y no solo por haberse “enamorado”. Enamoramiento es posible a todas horas y en todas partes, ¿qué tiene de especial sino el entusiasmo de vida en sí mismo? El enamoramiento se disfrutaba en todo, con libertad. Lo que él sentía iba más allá… ¿o no? No sabía. No quería dejarla.
No quería dejarla, pero, por encima de eso, estaba que se sentía feliz al pensar que ella era feliz al menos ahora. Era lo que le inflamaba el corazón y, demonios, lo que le incendiaba el cuerpo: el disfrute y la felicidad que partía en dos a Alicia, el placer ondulándose en el cuerpo de ella, distorsionando la expresión de su precioso rostro.
En el pecho se le anudaba la voz que contendría, y la contendría porque había muchas cosas que no quería decir. “Adiós” sería una de ellas cuando llegara el momento, aunque también podría ser sustituido por “hasta pronto”... pero quemaría casi lo mismo gracias a la incertidumbre y a la separación.
Tampoco podía contarle a Alicia su secreto: él vivía siempre en Alan, en ese ser humano que le había alumbrado como criatura, ese que a ella tanto le costaba soportar. Alan era una especie de caja de fichas que respiraba, y esto Eres lo sabía mejor que el propio Alan. Cuando marchase aquella madrugada, Eres volvería a su creador junto con multitud de criaturas más. Y por mucho que bailase, gritase o incluso se asomara a través de los ojillos miopes de Alan, Alicia no le vería. No podría, ¿verdad? Porque Alicia solo veía a Alan, ¡y de hecho ni siquiera le veía en realidad! Porque si lo hiciera vería a Eres también. Pero era inevitable que Alicia veía solo lo que podía, lo que creía, lo que creía que sabía, lo que quería ver. Y si Eres le dijera… si le contase este secreto, ¿podría soportarlo ella? ¿Cambiaría eso algo en la situación de ambos, si acaso algo tenía que cambiar?
—Más, Eres. ¡M-más…!
“Más de ti”, “más cerca”, aunque los cuerpos ya se resquebrajaban el uno contra el otro.
—¿Más fuerte? —musitó él con una risa jadeante, mientras se inclinaba para lamer por donde pillaba en el rostro de Alicia sin dejar de empujar.
Le hacía reír la petición porque estaba felizmente dándolo todo, porque ni él mismo hubiera apostado jamás por que fuera capaz de moverse así. Le estaban pegando tal meneo a la cama que temía cargársela, y el sonido de los jadeos rompiendo contra la piel y de los cuerpos chocando llenaba la habitación. Cabalgaba salvaje su pérdida de control relativa –dado que no quería soltarse del todo si no estaba atado, qué bella y curiosa paradoja- , lamiendo de nuevo la quijada de Alicia, el cuello, la boca experta en atesorar mariposas muertas que ahora se deshacía, y dándole la oportunidad a ella para hacer lo mismo. Con las piernas enredadas, bailaron hasta el agotamiento más allá de la pequeña muerte -¿quién dijo que era “pequeña”?-, las caderas golpeando, las bocas bebiéndose y las pieles mezclándose casi tanto como los violentos fluidos al final.
—Amor… Amor, Amor…—La palabra se desflecaba en un susurro entrecortado por los jadeos, aunque Alicia ni siquiera luchaba por poner orden en su respiración.
Ah, qué increíble era dejarse caer, dejarse abrazar, lanzarse a un acantilado sin red sabiendo que Eres y su Alma de Universo estaban ahí. Él tenía razón en que el Amor no dolía… y no había miedo, porque ¿qué podía pasar? “Incluso si te vas, Eres. Incluso si nunca vuelves, gracias por lo que ahora estoy sintiendo. Nunca, jamás lo olvidaré”. Solo pensar en echarle de menos era un abismo, pero un abismo ínfimo comparado con todo lo que ahora le estaba dando él. Un abismo que bien valía por vivir lo que ahora estaba viviendo y lo que quizá pudiera venir. Amor existía y existiría siempre, aunque fuera sin presencia. Siempre quedaría, siempre con ella; esa certeza le había dejado, quizá la única certeza en la que Alicia querría creer.
“Gracias por lo que estoy sintiendo”, le diría. Y esas “gracias” iban también para ella misma, porque no en vano era ella quien sentía. Aunque Alicia no llegó a darse cuenta de ese matiz.
Dudaba de que esta forma de amar pudiera ser entendida por alguien desde fuera –ya sabemos que Alicia no era precisamente una persona de fe-, pero tampoco le importaba. Era una certeza dorada de vida y como tal la guardaría: como un tesoro, aunque fuera en silencio. Le cruzó por la mente como centella que quizá solo Alan –¿o alguien como Alan?- podría entender algo así, ¿tal vez porque Alan había parido y alumbrado a Eres? Eso, claro, suponiendo que en efecto este Eres fuera el “hijo” real de Alan, tal cual Alan lo creó, y no un “producto” de la mente de Alicia. Al fin y al cabo eso era lo que pasaba en la experiencia de leer un libro, ¿verdad?
Ese era el encuentro entre el autor y el lector: el espejo en el espejo, un laberinto. La mirada del escritor en los ojos del lector. Tal vez así pasaba también entre seres humanos, entre personas que se reflejaban las unas a las otras sin saberlo. Tal vez uno podía ver, de este modo, los ángeles y los demonios propios reflejados en el otro. Tal vez eso era lo que más ruido hacía en la mirada sinestésica cuando un humano se acercaba a otro humano. Tal vez.
Era tan transparente para él lo que estaba pasando. Como transparente para Alicia era el placer de sentirle dentro y al mismo tiempo el aguijonazo de saber que al día siguiente él no estaría ahí.
Eres no frenó lágrimas tampoco mientras se clavaba una y otra vez en aquel cuerpo sediento. Sabía los motivos de Alicia, porque él también los sentía a su manera. Él iba a extrañarla también, y no solo por haberse “enamorado”. Enamoramiento es posible a todas horas y en todas partes, ¿qué tiene de especial sino el entusiasmo de vida en sí mismo? El enamoramiento se disfrutaba en todo, con libertad. Lo que él sentía iba más allá… ¿o no? No sabía. No quería dejarla.
No quería dejarla, pero, por encima de eso, estaba que se sentía feliz al pensar que ella era feliz al menos ahora. Era lo que le inflamaba el corazón y, demonios, lo que le incendiaba el cuerpo: el disfrute y la felicidad que partía en dos a Alicia, el placer ondulándose en el cuerpo de ella, distorsionando la expresión de su precioso rostro.
En el pecho se le anudaba la voz que contendría, y la contendría porque había muchas cosas que no quería decir. “Adiós” sería una de ellas cuando llegara el momento, aunque también podría ser sustituido por “hasta pronto”... pero quemaría casi lo mismo gracias a la incertidumbre y a la separación.
Tampoco podía contarle a Alicia su secreto: él vivía siempre en Alan, en ese ser humano que le había alumbrado como criatura, ese que a ella tanto le costaba soportar. Alan era una especie de caja de fichas que respiraba, y esto Eres lo sabía mejor que el propio Alan. Cuando marchase aquella madrugada, Eres volvería a su creador junto con multitud de criaturas más. Y por mucho que bailase, gritase o incluso se asomara a través de los ojillos miopes de Alan, Alicia no le vería. No podría, ¿verdad? Porque Alicia solo veía a Alan, ¡y de hecho ni siquiera le veía en realidad! Porque si lo hiciera vería a Eres también. Pero era inevitable que Alicia veía solo lo que podía, lo que creía, lo que creía que sabía, lo que quería ver. Y si Eres le dijera… si le contase este secreto, ¿podría soportarlo ella? ¿Cambiaría eso algo en la situación de ambos, si acaso algo tenía que cambiar?
—Más, Eres. ¡M-más…!
“Más de ti”, “más cerca”, aunque los cuerpos ya se resquebrajaban el uno contra el otro.
—¿Más fuerte? —musitó él con una risa jadeante, mientras se inclinaba para lamer por donde pillaba en el rostro de Alicia sin dejar de empujar.
Le hacía reír la petición porque estaba felizmente dándolo todo, porque ni él mismo hubiera apostado jamás por que fuera capaz de moverse así. Le estaban pegando tal meneo a la cama que temía cargársela, y el sonido de los jadeos rompiendo contra la piel y de los cuerpos chocando llenaba la habitación. Cabalgaba salvaje su pérdida de control relativa –dado que no quería soltarse del todo si no estaba atado, qué bella y curiosa paradoja- , lamiendo de nuevo la quijada de Alicia, el cuello, la boca experta en atesorar mariposas muertas que ahora se deshacía, y dándole la oportunidad a ella para hacer lo mismo. Con las piernas enredadas, bailaron hasta el agotamiento más allá de la pequeña muerte -¿quién dijo que era “pequeña”?-, las caderas golpeando, las bocas bebiéndose y las pieles mezclándose casi tanto como los violentos fluidos al final.
—Amor… Amor, Amor…—La palabra se desflecaba en un susurro entrecortado por los jadeos, aunque Alicia ni siquiera luchaba por poner orden en su respiración.
Ah, qué increíble era dejarse caer, dejarse abrazar, lanzarse a un acantilado sin red sabiendo que Eres y su Alma de Universo estaban ahí. Él tenía razón en que el Amor no dolía… y no había miedo, porque ¿qué podía pasar? “Incluso si te vas, Eres. Incluso si nunca vuelves, gracias por lo que ahora estoy sintiendo. Nunca, jamás lo olvidaré”. Solo pensar en echarle de menos era un abismo, pero un abismo ínfimo comparado con todo lo que ahora le estaba dando él. Un abismo que bien valía por vivir lo que ahora estaba viviendo y lo que quizá pudiera venir. Amor existía y existiría siempre, aunque fuera sin presencia. Siempre quedaría, siempre con ella; esa certeza le había dejado, quizá la única certeza en la que Alicia querría creer.
“Gracias por lo que estoy sintiendo”, le diría. Y esas “gracias” iban también para ella misma, porque no en vano era ella quien sentía. Aunque Alicia no llegó a darse cuenta de ese matiz.
Dudaba de que esta forma de amar pudiera ser entendida por alguien desde fuera –ya sabemos que Alicia no era precisamente una persona de fe-, pero tampoco le importaba. Era una certeza dorada de vida y como tal la guardaría: como un tesoro, aunque fuera en silencio. Le cruzó por la mente como centella que quizá solo Alan –¿o alguien como Alan?- podría entender algo así, ¿tal vez porque Alan había parido y alumbrado a Eres? Eso, claro, suponiendo que en efecto este Eres fuera el “hijo” real de Alan, tal cual Alan lo creó, y no un “producto” de la mente de Alicia. Al fin y al cabo eso era lo que pasaba en la experiencia de leer un libro, ¿verdad?
Ese era el encuentro entre el autor y el lector: el espejo en el espejo, un laberinto. La mirada del escritor en los ojos del lector. Tal vez así pasaba también entre seres humanos, entre personas que se reflejaban las unas a las otras sin saberlo. Tal vez uno podía ver, de este modo, los ángeles y los demonios propios reflejados en el otro. Tal vez eso era lo que más ruido hacía en la mirada sinestésica cuando un humano se acercaba a otro humano. Tal vez.