litterae nauseam
Le dieron un regalo al niño. Un regalo porque sí, no era su cumpleaños ni nada. En realidad, el regalo había estado siempre ahí para el niño, desde que el niño nació, y desde antes incluso. Al principio, él no sabía que el regalo estaba ahí... aunque, como buen niño –todos sabemos que los niños son listos- no tardó en encontrarlo.
El regalo era una réplica perfecta de un jardín que parecía el mismísimo Edén. Tenía flores, tenía juegos y réplicas de todo lo vivo. Como la caverna de platón, pero a colores geniales; con fuego, con agua, con aire y tierra, con imaginación, con sentimientos.
Llegó un adulto, el cual no sé bien qué relación tenía con el niño (podría ser su superior, su pariente, acaso su padre?). Al presunto adulto no le gustó el regalo. Lo pisoteó, escupió en él, y le dio al niño una armadura y un arma para que se defendiera.
Lo vi todo. Sentí rabia y ganas de gritar. Vi a ese adulto pisoteando y repartiendo coraza y armas todos los días, en tantos lugares, para que los niños se protegieran de monstruos imaginarios y serpientes bíblicas.
Vomité. Guardé silencio. "El silencio del cobarde", carcajeó mi ego, pero en verdad dime si mi grito y mi náusea podrían haber ayudado en algo. ¿Acaso lo negado, lo quebrado, puede ser reconstruido y arreglado a puñetazos, como le dijeron al niño?
Sonreí con tristeza infinita, intentando desahogar y al menos poder llorar sobre mi propio jardín, tal vez regándolo en secreto sin ni siquiera pensar, solo necesitando honrarlo por todos aquellos jardines que fueron regalados y posteriormente destruidos, o sustituidos por armas. Solo podía y puedo asegurar que el mío (aunque no me pertenece), ni mi jardín, ni el niño, ninguno de los dos va a morir.
Pero lo peor de todo, lo que más pena y reacción me produce, es no poder hacer nada por todos los niños delante de cuyos ojos fue destrozado lo más bello, lo vivo, lo real que no se ve. Siento una impotencia terrible al no poder hacer nada. Porque, por ellos, ¿qué puedo yo hacer?
Esta es mi náusea. Esta es mi herida.
El regalo era una réplica perfecta de un jardín que parecía el mismísimo Edén. Tenía flores, tenía juegos y réplicas de todo lo vivo. Como la caverna de platón, pero a colores geniales; con fuego, con agua, con aire y tierra, con imaginación, con sentimientos.
Llegó un adulto, el cual no sé bien qué relación tenía con el niño (podría ser su superior, su pariente, acaso su padre?). Al presunto adulto no le gustó el regalo. Lo pisoteó, escupió en él, y le dio al niño una armadura y un arma para que se defendiera.
Lo vi todo. Sentí rabia y ganas de gritar. Vi a ese adulto pisoteando y repartiendo coraza y armas todos los días, en tantos lugares, para que los niños se protegieran de monstruos imaginarios y serpientes bíblicas.
Vomité. Guardé silencio. "El silencio del cobarde", carcajeó mi ego, pero en verdad dime si mi grito y mi náusea podrían haber ayudado en algo. ¿Acaso lo negado, lo quebrado, puede ser reconstruido y arreglado a puñetazos, como le dijeron al niño?
Sonreí con tristeza infinita, intentando desahogar y al menos poder llorar sobre mi propio jardín, tal vez regándolo en secreto sin ni siquiera pensar, solo necesitando honrarlo por todos aquellos jardines que fueron regalados y posteriormente destruidos, o sustituidos por armas. Solo podía y puedo asegurar que el mío (aunque no me pertenece), ni mi jardín, ni el niño, ninguno de los dos va a morir.
Pero lo peor de todo, lo que más pena y reacción me produce, es no poder hacer nada por todos los niños delante de cuyos ojos fue destrozado lo más bello, lo vivo, lo real que no se ve. Siento una impotencia terrible al no poder hacer nada. Porque, por ellos, ¿qué puedo yo hacer?
Esta es mi náusea. Esta es mi herida.