Áster
—Mamá. Mamá, ¿me cuentas un cuento antes de dormir?
El niño de ojos verdes y chispeantes ya estaba metido en la cama, bien tapado con las mantas y dispuesto a oír una buena historia. Ah, era casi la mejor parte del día, aquel ratito antes de irse a dormir.
—Claro, Amor. ¿Qué cuento quieres? —respondió Alicia, yendo a sentarse al borde del lecho junto a él. “Amor” era como le llamaban al niño cada dos por tres en aquella casa, pero su nombre (el de la partida de nacimiento) era Áster.
—El del bolo—replicó sin vacilar.
La mamá abrió los ojos de par en par.
—¿El del bolo? ¿Y qué cuento es ese?
El niño se echó a reír a carcajadas.
—¡El de Tacirupeca!
—¡Ah! —no pudo Alicia sino reír con su hijo. Claro. El cuento de “Caperucita” al revés, como no. Le mataba de risa a Áster. “Bai Tacirupeca donanmica por el quebos, docuan de tepenre, ¡zas! ¡el bolo!”—Pero ese… ese cuento solo se lo sabe papá. Yo no me lo sé.
Una gata de rayas que estaba algo subida de peso saltó a la cama en aquel momento, pasó por encima del perro a los pies de Áster sin contemplaciones y se sentó al lado del niño, a nivel de su pecho. A ella, personalmente, le gustaba más ponerse cerca de la espalda de Áster, pero ahora sabía que ese lugar estaba ocupado por el ser que tanto el niño como ella podían ver.
—Ya. Y papá…
—Papá está en el sótano, trabajando con el señor Emilio.
Áster rodeó con los brazos el cálido cuerpo de la gataza –Señora Push, se llamaba ella- y asintió contra el pelaje rayado del animal, quien ya había empezado a ronronear como una dulce hormigonera.
—El señor Emilio está triste… desde que su esposa se fue—musitó.
Alicia asintió también, extendiendo la mano para acariciarle los cabellos negros a su hijo.
—Sí. Pero después de estar con papá, se irá menos triste.
—“Aliviado” —soltó el niño, con una sonrisa de oreja a oreja. Conocía esa palabra, por supuesto, y justo ahora acababa de murmurársela al oído, con todo el amor del mundo, su otro papá. Ahí mismo estaba, metido en la cama con él porque era mucho más pequeño en tamaño que sus papás humanos, abrazándole desde atrás como cada vez que Áster se disponía a dormir.
—¡Sí, eso es! Eso es, cariño—corroboró Alicia. Su hijo… ay, su hijo era observador, y listo—Esa es justamente la palabra: se irá aliviado.
—Me alegro mucho por él. Es muy bueno. Y es viejito.
—Ja, ja, ja. Bueno, lo de viejito no se lo digas a él, eh.
—¿Por qué? Ya se lo dije, mamá. Y me dijo que sí.
—¿Te dijo que sí? Ay, por dios, hijo. No queremos molestarle...
—¡Qué va, mamá! Se rio mucho. Me dijo que sí, que sí lo es. Me dijo… que tiene… casi ochenta, ¡ochenta años, mamá! ¡Es requeteviejo! Y su esposa es viejita también—añadió en voz más baja—creo que por eso se fue. Los viejitos se van.
Alicia suspiró.
—Los viejitos se van, sí. Bueno, anda. ¿Qué cuento quieres que te cuente? El del bolo no puede ser, ya sabes.
El niño volvió a reír. Había en verdad otro cuento que le gustaba más incluso que el del bolo y Tacirupeca.
—Pues ese, mamá. Ese de… cuando tú te hiciste amiga de un duende que era amigo de papá.
De oreja a oreja sonrió ella. Sabía bien que ese cuento le gustaba a Áster.
—Ah, pero ese te lo he contado muchas veces…—remoloneó un poco, solo por hacerse de rogar en broma—¿No te aburre?
—¡Nooooo! ¡Me encanta!
Sobre las cabezas de ambos, cerca de las estrellitas fosforescentes pegadas en el techo de la habitación, un ser con cuerpo de niño y cabellos flotantes sonreía entusiasmado, proyectando sin pretenderlo un haz de Luz invisible que llenaba la estancia hasta el mínimo resquicio. A él –o a ella, tanto daba- también le gustaba aquel cuento.
—¿El de la máscara de fiesta, dices?
—¡Sí! El de la máscara de fiesta que ¡Booom! Se cayó al suelo y…¡Craash! Se rompió en mil pedazos que volaron, porque tú no sabías que era de cristal. Pero espera, mamá. Que aún no estamos todos.
—¿Oh?
Alicia se recostó de lado a los pies de la cama e hizo un rápido barrido visual. Estaba Luke, el perrito callejero; estaba la señora Push y el osito de peluche de Áster escondido por entre las mantas, y claro, faltaba…
—Ah. Falta Lisi, cierto—asintió—Liiiisiii… ¿quieres venir? —llamó en un tono de voz un poquito más alta.
A los pocos segundos, una perra pequeña y un tanto despeluchada entró despacito en la habitación por la puerta entornada. Estaba muy mayor y le costaba un poquito andar, pero se la veía contenta.
—¡Lisi! —saludó Áster, también sonriendo a los seres que venían con ella: un duendecito de ojos grandes color plomo llamado Owri (su tía Owri, a quien Alicia no podría ver pero sí sentir de vez en cuando), su tío Iver, que entraba agachado para no pegarse con el marco de la puerta en la cabeza, y por último su tío Essel, que portaba un farolito con una luz anaranjada muy brillante.
—Lisi, cariño. Ven aquí.
Se levantó Alicia y tomó a la anciana perra en brazos, colocándola en un huequito sobre el colchón, cerca de la Señora Push (porque ambas se llevaban divinamente y gustaban de hacerse mimos a cada rato). Vaya, no cabía ya un alfiler en la cama de Áster, y este no podía estar más feliz.
—Qué bien. Ya estamos todos. ¿Me cuentas el cuento, mamá?
—Pues… —ella tomó una postura más cómoda y se dispuso a comenzar. La sonrisa que se abría paso en sus labios hacía que le doliese un poquito la cara. Se le llenaba el pecho de calorcito cada vez que le contaba ese cuento a su hijo—Hace casi seis años ya… Hace casi seis años, mamá y papá tenían que ir a una fiesta. Pero no era una fiesta chachi ni mucho menos…
—No era un cumpleaños, ¿a que no?
—No era un cumpleaños, qué va. A papá no le apetecía nada, nada ir…
El niño de ojos verdes y chispeantes ya estaba metido en la cama, bien tapado con las mantas y dispuesto a oír una buena historia. Ah, era casi la mejor parte del día, aquel ratito antes de irse a dormir.
—Claro, Amor. ¿Qué cuento quieres? —respondió Alicia, yendo a sentarse al borde del lecho junto a él. “Amor” era como le llamaban al niño cada dos por tres en aquella casa, pero su nombre (el de la partida de nacimiento) era Áster.
—El del bolo—replicó sin vacilar.
La mamá abrió los ojos de par en par.
—¿El del bolo? ¿Y qué cuento es ese?
El niño se echó a reír a carcajadas.
—¡El de Tacirupeca!
—¡Ah! —no pudo Alicia sino reír con su hijo. Claro. El cuento de “Caperucita” al revés, como no. Le mataba de risa a Áster. “Bai Tacirupeca donanmica por el quebos, docuan de tepenre, ¡zas! ¡el bolo!”—Pero ese… ese cuento solo se lo sabe papá. Yo no me lo sé.
Una gata de rayas que estaba algo subida de peso saltó a la cama en aquel momento, pasó por encima del perro a los pies de Áster sin contemplaciones y se sentó al lado del niño, a nivel de su pecho. A ella, personalmente, le gustaba más ponerse cerca de la espalda de Áster, pero ahora sabía que ese lugar estaba ocupado por el ser que tanto el niño como ella podían ver.
—Ya. Y papá…
—Papá está en el sótano, trabajando con el señor Emilio.
Áster rodeó con los brazos el cálido cuerpo de la gataza –Señora Push, se llamaba ella- y asintió contra el pelaje rayado del animal, quien ya había empezado a ronronear como una dulce hormigonera.
—El señor Emilio está triste… desde que su esposa se fue—musitó.
Alicia asintió también, extendiendo la mano para acariciarle los cabellos negros a su hijo.
—Sí. Pero después de estar con papá, se irá menos triste.
—“Aliviado” —soltó el niño, con una sonrisa de oreja a oreja. Conocía esa palabra, por supuesto, y justo ahora acababa de murmurársela al oído, con todo el amor del mundo, su otro papá. Ahí mismo estaba, metido en la cama con él porque era mucho más pequeño en tamaño que sus papás humanos, abrazándole desde atrás como cada vez que Áster se disponía a dormir.
—¡Sí, eso es! Eso es, cariño—corroboró Alicia. Su hijo… ay, su hijo era observador, y listo—Esa es justamente la palabra: se irá aliviado.
—Me alegro mucho por él. Es muy bueno. Y es viejito.
—Ja, ja, ja. Bueno, lo de viejito no se lo digas a él, eh.
—¿Por qué? Ya se lo dije, mamá. Y me dijo que sí.
—¿Te dijo que sí? Ay, por dios, hijo. No queremos molestarle...
—¡Qué va, mamá! Se rio mucho. Me dijo que sí, que sí lo es. Me dijo… que tiene… casi ochenta, ¡ochenta años, mamá! ¡Es requeteviejo! Y su esposa es viejita también—añadió en voz más baja—creo que por eso se fue. Los viejitos se van.
Alicia suspiró.
—Los viejitos se van, sí. Bueno, anda. ¿Qué cuento quieres que te cuente? El del bolo no puede ser, ya sabes.
El niño volvió a reír. Había en verdad otro cuento que le gustaba más incluso que el del bolo y Tacirupeca.
—Pues ese, mamá. Ese de… cuando tú te hiciste amiga de un duende que era amigo de papá.
De oreja a oreja sonrió ella. Sabía bien que ese cuento le gustaba a Áster.
—Ah, pero ese te lo he contado muchas veces…—remoloneó un poco, solo por hacerse de rogar en broma—¿No te aburre?
—¡Nooooo! ¡Me encanta!
Sobre las cabezas de ambos, cerca de las estrellitas fosforescentes pegadas en el techo de la habitación, un ser con cuerpo de niño y cabellos flotantes sonreía entusiasmado, proyectando sin pretenderlo un haz de Luz invisible que llenaba la estancia hasta el mínimo resquicio. A él –o a ella, tanto daba- también le gustaba aquel cuento.
—¿El de la máscara de fiesta, dices?
—¡Sí! El de la máscara de fiesta que ¡Booom! Se cayó al suelo y…¡Craash! Se rompió en mil pedazos que volaron, porque tú no sabías que era de cristal. Pero espera, mamá. Que aún no estamos todos.
—¿Oh?
Alicia se recostó de lado a los pies de la cama e hizo un rápido barrido visual. Estaba Luke, el perrito callejero; estaba la señora Push y el osito de peluche de Áster escondido por entre las mantas, y claro, faltaba…
—Ah. Falta Lisi, cierto—asintió—Liiiisiii… ¿quieres venir? —llamó en un tono de voz un poquito más alta.
A los pocos segundos, una perra pequeña y un tanto despeluchada entró despacito en la habitación por la puerta entornada. Estaba muy mayor y le costaba un poquito andar, pero se la veía contenta.
—¡Lisi! —saludó Áster, también sonriendo a los seres que venían con ella: un duendecito de ojos grandes color plomo llamado Owri (su tía Owri, a quien Alicia no podría ver pero sí sentir de vez en cuando), su tío Iver, que entraba agachado para no pegarse con el marco de la puerta en la cabeza, y por último su tío Essel, que portaba un farolito con una luz anaranjada muy brillante.
—Lisi, cariño. Ven aquí.
Se levantó Alicia y tomó a la anciana perra en brazos, colocándola en un huequito sobre el colchón, cerca de la Señora Push (porque ambas se llevaban divinamente y gustaban de hacerse mimos a cada rato). Vaya, no cabía ya un alfiler en la cama de Áster, y este no podía estar más feliz.
—Qué bien. Ya estamos todos. ¿Me cuentas el cuento, mamá?
—Pues… —ella tomó una postura más cómoda y se dispuso a comenzar. La sonrisa que se abría paso en sus labios hacía que le doliese un poquito la cara. Se le llenaba el pecho de calorcito cada vez que le contaba ese cuento a su hijo—Hace casi seis años ya… Hace casi seis años, mamá y papá tenían que ir a una fiesta. Pero no era una fiesta chachi ni mucho menos…
—No era un cumpleaños, ¿a que no?
—No era un cumpleaños, qué va. A papá no le apetecía nada, nada ir…