Per-Sona
I: Alan
Odiaba profundamente la palabra “escritor”. Pero aquella tarde, en la presentación de su séptimo libro, no le quedaría más remedio que tragarse las náuseas. No solo iba a ser llamado así, sino que además escucharía esa maldita palabra en cada rincón de la sala del hotel donde el acto tendría lugar, en los pasillos y –carajo, joder, ostia- hasta en el cuarto de baño. “Escritor”, con sonoridad rimbombante, como si esa etiqueta definiera por sí misma a un ser humano con sangre en las venas. Qué asco. Ya ni siquiera se referían a ello como simple oficio artesano.
Era para cagarse en todo, sí. Pero no podía eludirlo.
Había accedido a ir obligado a medias a la presentación de su propio libro. “A medias”, porque el cincuenta por ciento restante de su motivación era el altruismo. Durante más de quince años escribiendo para la misma editorial, trazar amistad con su jefa –el eslabón perdido entre la tinta y las alturas- había sido una proeza inevitable. Y ahora que la editorial no pasaba por su mejor momento, esto de dar la cara y estampar un par de firmas le daría tal vez un pequeño empuje a la horrenda máquina comercial. Máquina que, lamentablemente, sustentaba todo. De eso precisamente trataba su séptimo trabajo: un cuento largo, 375 páginas escritas con la esperanza de encontrar niños sin sombra que no quisieran crecer. Una historia que se desarrollaba en un mundo hecho justo a medida de lo que no somos.
Marta Blanco, tal era el nombre del mencionado eslabón, le había insistido en la presentación de su obra con una mezcla infalible de paciencia, disco rayado erosivo y mano izquierda. Y, siendo honestos, Alan (el no escritor) nunca habría querido decirle que no a Marta. La entusiasta jefa se había portado mejor que bien con él desde el principio, y no por ello se sentía en deuda con ella, pero sí quería hacerla feliz. Total, después de todo solo serían unas cuantas horas de suplicio en la máquina de los cuchillos, y luego podría irse a casa a seguir fumando como carretero en su sofá.
Demasiado cerca de la Nada, demasiado cerca de ser Nada, así quería quedarse. Y en esa ribera era deseable que a uno le dejaran un poco en paz.
Alan odiaba la palabra “escritor” casi tanto como las palabras “fama” y “reconocimiento”. Y el concepto de mercado era un eficaz vermífugo para él, especialmente cuando estaba al lado de "arte". Le espantaban los “influencers” y el lenguaje publicitario: "busque, compare", "¡cómprelo!", "eso que está necesitando", "el mejor de nuestro tiempo". No había cosa que más le hiciera hervir las venas que detectar una orden encubierta formulada con apremio y amabilidad. Y ya no hablamos del “merchandising” en una obra literaria. Se ponía auténticamente malo con todo eso, enfermo de verdad. Para él, vivir de la escritura no tenía nada que ver con forrarse en ninguna de las acepciones posibles de este vocablo, ni mucho menos con lo que se entiende por “tener éxito”.
“Éxito”, agh, esa palabra también le producía arcadas. La palabra “fracaso” sonaba mucho mejor hasta cuando se atragantaba detrás de los globos oculares. Había cierta dignidad en fracasar para con un mundo tan enfermo, o eso sentía.
Su última novela –“novela”, sustantivo que tampoco le hacía mucha gracia en honor a la verdad- se titulaba “Per-sona”. En su etimología, la palabra persona procede de per- (a través) y -sona(sonido). Esto se asocia con las máscaras que llevaban los actores en las tragicomedias griegas, aludiendo que a través de ellas se escuchaba la voz de quien estaba detrás. En realidad, la palabra “persona” tenía más que ver con “máscara” que con “ser”. Y por todo esto se le había ocurrido a Marta, cuya creatividad no conocía límite, la brillante idea de celebrar un baile de máscaras el día de la presentación.
Bueno, lo de “baile” era una forma de hablar, claro. Se serviría el modesto catering de siempre y un poco del garrafón acostumbrado, solo que esta vez los asistentes irían disfrazados y enmascarados en un tipo de macabra parodia. Esa idea le había resultado rocambolesca a Alan, pero, al mismo tiempo, el no-escritor no podía negar que tenía un punto histriónico/hilarante. Tenía que admitir que en esencia la cosa le resultaba demasiado absurda para ser repugnante.
En fin. Con máscaras o sin ellas, la presentación iba a ser un auténtico tostón. Para colmo, Alan tendría que estar sentado a la mesa codo con codo con Malicia Miller –“Lady Malicia para los enemigos", como la susodicha se hartaba de repetir-, una desafortunada colega suya en el mundo de las palabras.
“Lady Malicia”. Solo por el nombre artístico te podrías hacer a la idea de que la autora era en sí misma un personaje.
Malicia Miller -en realidad Alicia Martínez de Buelna- era una escritora a la que sí le gustaba la fama, el reconocimiento, el merchandising. También era fanática del “éxito”y los “sueños” (sueños de trascender, de llegar lejos, de ser oída/leída, de fama, de reconocimiento). Todo o casi todo en Malicia Miller resultaba perniciosamente vomitivo para Alan: su mirada afilada, su actitud de soberbia gratuita (¿habría acaso algún supuesto en que la soberbia fuera necesaria?), su mente estrecha y torpemente retorcida, demasiado obvia para ser tomada como amenaza; su complejo de superioridad, en caso de que tal complejo existiera.
Se podría decir someramente que Malicia tenía para Alan la misma categoría humana que una rata de cloaca. Una rata que olía a perfume de jazmín y se daba aires de grandeza en cada paso que daba, subida en zancos de estabilidad dudosa respecto al resto de pobres mortales.
Alan y Malicia habían tenido más de un roce anteriormente. Ella le llamó “niñato invisible” el pasado año, a lo que él respondió que gente como ella tendría que ser ilegal. No habían llegado a las manos, pero entre Quevedo y Góngora tampoco hubo puños, que se sepa, y sí sangre. Dejémoslo en que se repugnaban el uno al otro con educación, más o menos en intensidad equivalente, aunque quizá esta circunstancia era menos tolerable para Alan. Al menos eso último pensaba él.
II-Alicia
Alicia se miró al espejo y arrugó el ceño, frustrada. Había probado infinitos peinados distintos pero ninguno le gustaba. Tampoco el maquillaje había sido afortunado, ya que, lejos de parecer natural cual sedosa segunda piel –tal como aseguraba el anuncio-, era como tener una plasta pegada en la cara. “Baile de máscaras”, se dijo a sí misma sin querer, y casi se echó a llorar.
"Baile de Máscaras con Malicia", era el ingenioso nombre con el que alguien había bautizado el acto. Detestaba que su nombre artístico estuviera tan pegado a algo que procedía de ese mequetrefe con ínfulas de iluminado, con aires de maestro zen de pacotilla. Vaya pedorro. Hasta le rebotaba odiarle, porque estaba claro que Alan solo merecía una cosa de su parte: indiferencia.
Volviendo con lo suyo, estaba hecha un flan. Por eso quizá nada le salía a derechas: porque en cuestión de horas tendría que asistir a (¡qué digo "asistir a"! tendría que protagonizar) la dichosa presentación de su tercer libro, y eso la tenía nerviosa. Muy nerviosa. Aterrada.
En el mundo de las letras, en secreto total, vivía Alicia y no Malicia. Era una guerra pero no entre ellas; la lucha podría traducirse en algo así como "no sabes nada de mi vida, imbécil, y te lo diré todo en 'tres, dos, uno' sin que te enteres". En cierto punto dolía escupir al aire y que nadie se enterase, aparte de la circunstancia de que el lapo cayese en la propia cabeza por mera atracción gravitatoria. Ese era el deporte de riesgo que surfeaba la escritora: escupir al cielo. El de Alan era más bien cagarse hacia dentro hasta reventar, pero eso es otra historia.
Suspiró. El maquillaje tenía un extraño olor, no del todo desagradable pero a la vez pestilente. Se sintió mareada frente a su reflejo en el espejo del tocador, como si de pronto llevase puesta una escafandra que la separase del mundo. Ahí estaba ella, en alguna parte de sí imposible de detectar; apenas un suspiro alado, una llamita de vela que tiembla tratando de mantenerse en pie contra un soplido de viento. Una rama de otoño dorado y quebradizo. Era absurdo, se dijo, sentir de pronto que iba a morir. Una certeza de muerte inminente; muerte habitual en el tocador, vértigo acolchado de verse alejándose de sí misma hasta perderse de vista. Ya no estaba allí. Esto le pasaba a menudo pero, afortunadamente,
afortunadamente,
Alicia tenía a Malicia.
Sonrió. Malicia siempre lanzaba una respuesta ingeniosa, hasta cuando Alicia veía la muerte de cerca.
Nadie diría que Malicia era el parapeto tras el que Alicia se ocultaba, aunque algunos náufragos como Alan podían fantasear con intuirlo. Rectificando, nadie cuyos ojos no estuvieran entrenados en destripar realidades vería la ausencia de Alicia en Malicia.
La maldición de Alicia era precisamente esa: que su miedo estaba bien escondido. Que su muerte era silenciosa. Ni su familia, ni sus amigos, ni sus fans sabían de esta muerte. Ni siquiera sus editores, aunque leían sus palabras, porque Malicia era quien se había apoderado de los útiles de escribir. Únicamente, quizá, alguien que solo con sentirla cerca experimentaba ganas de vomitar podría hacerse una mínima idea… y no por ello dejar de sentir rechazo. Triste todo esto, muy triste.
Se le cristalizaron las lágrimas a tiempo para que no se le corriera el rimmel. Ella no tenía pena dentro, claro que no. Ella había luchado mucho por su posición; ella era GRANDE. A TODOS LES GUSTABA MALICIA. A todo el mundo deslumbraba su belleza trémula y fatal, su pasión, su melancolía, su negra pureza. No tenía motivos para sentirse pequeña, ¿verdad? Tonterías, jugarretas de la mente. Y qué tortura de mente, porque la jugarreta de sentirse “pequeña” había estado siempre ahí, desde que Alicia era una niña.
Ah, pero ahora era adulta, era madura y odiaba llorar. No como ese niñato de cuarenta y tantos y mirada incómoda, que seguro se pasaba la vida sorbiéndose los mocos.
Quizá eso también tenía que ver con el malestar frente al espejo: el hecho de que ella sabía que aquella tarde, irremediablemente, vería a Alan. No era que sintiera que su vida peligrara por sentarse a su lado (ya estaba muerta, ¿recuerdas?), pero, lamentablemente, tampoco experimentaba el momento de gracia en el cual su afilada lengua mataría dragones.
Ah, ¿cómo podía tener fans ese mediocre mendigo de sueños? Si ni siquiera sabía escribir. No lo entendía.
Y esa mirada… esa mirada como si la conociera de toda la vida y hubiera decidido despreciarla, ¿a cuento de qué venía? Es más ¿cómo osaba, cómo se atrevía Alan a no apreciar su grandeza? Bueno, fuera como fuese, con regocijo contabilizaba ella de cuando en cuando que el discreto público del escritor nunca superaría al suyo, al menos en número. Si le ganaba por goleada, ¿por qué sentía esa molestia perpetua, esa incomodidad reactiva cada vez que pensaba en él? No lo sabía.
“Entrañas vacías”, se llamaba el tercer libro de Malicia Miller. Un poemario preñado de tormentas y alumbrado con dolor. Versos cargados de potencia estelar donde había volcado su propia fantasía de insuficiencia y fragilidad. Eso también le hacía sentir en la cuerda floja, porque quizá había dejado ver demasiado, alguna esquina de Alicia entre las páginas. ¿O era Malicia la que era frágil porque necesitaba serlo? No lo sabía, uf. Otra vez se mareaba. No quería pensarlo. Pensar demasiado era como pillarse un colocón de vertiginosa (¿realidad?) entropía. Demasiado cerca del vacío transitaban ambas, Alicia y Malicia. Demasiado cerca de ser nada, así se sentía.
Alicia, para bien o para mal, había leído a Kafka tiempo atrás. En el fondo comprendía lo que podía hacer a un hombre transformarse en cucaracha, y eso la estaba matando.
"Baile de Máscaras con Malicia", era el ingenioso nombre con el que alguien había bautizado el acto. Detestaba que su nombre artístico estuviera tan pegado a algo que procedía de ese mequetrefe con ínfulas de iluminado, con aires de maestro zen de pacotilla. Vaya pedorro. Hasta le rebotaba odiarle, porque estaba claro que Alan solo merecía una cosa de su parte: indiferencia.
Volviendo con lo suyo, estaba hecha un flan. Por eso quizá nada le salía a derechas: porque en cuestión de horas tendría que asistir a (¡qué digo "asistir a"! tendría que protagonizar) la dichosa presentación de su tercer libro, y eso la tenía nerviosa. Muy nerviosa. Aterrada.
En el mundo de las letras, en secreto total, vivía Alicia y no Malicia. Era una guerra pero no entre ellas; la lucha podría traducirse en algo así como "no sabes nada de mi vida, imbécil, y te lo diré todo en 'tres, dos, uno' sin que te enteres". En cierto punto dolía escupir al aire y que nadie se enterase, aparte de la circunstancia de que el lapo cayese en la propia cabeza por mera atracción gravitatoria. Ese era el deporte de riesgo que surfeaba la escritora: escupir al cielo. El de Alan era más bien cagarse hacia dentro hasta reventar, pero eso es otra historia.
Suspiró. El maquillaje tenía un extraño olor, no del todo desagradable pero a la vez pestilente. Se sintió mareada frente a su reflejo en el espejo del tocador, como si de pronto llevase puesta una escafandra que la separase del mundo. Ahí estaba ella, en alguna parte de sí imposible de detectar; apenas un suspiro alado, una llamita de vela que tiembla tratando de mantenerse en pie contra un soplido de viento. Una rama de otoño dorado y quebradizo. Era absurdo, se dijo, sentir de pronto que iba a morir. Una certeza de muerte inminente; muerte habitual en el tocador, vértigo acolchado de verse alejándose de sí misma hasta perderse de vista. Ya no estaba allí. Esto le pasaba a menudo pero, afortunadamente,
afortunadamente,
Alicia tenía a Malicia.
Sonrió. Malicia siempre lanzaba una respuesta ingeniosa, hasta cuando Alicia veía la muerte de cerca.
Nadie diría que Malicia era el parapeto tras el que Alicia se ocultaba, aunque algunos náufragos como Alan podían fantasear con intuirlo. Rectificando, nadie cuyos ojos no estuvieran entrenados en destripar realidades vería la ausencia de Alicia en Malicia.
La maldición de Alicia era precisamente esa: que su miedo estaba bien escondido. Que su muerte era silenciosa. Ni su familia, ni sus amigos, ni sus fans sabían de esta muerte. Ni siquiera sus editores, aunque leían sus palabras, porque Malicia era quien se había apoderado de los útiles de escribir. Únicamente, quizá, alguien que solo con sentirla cerca experimentaba ganas de vomitar podría hacerse una mínima idea… y no por ello dejar de sentir rechazo. Triste todo esto, muy triste.
Se le cristalizaron las lágrimas a tiempo para que no se le corriera el rimmel. Ella no tenía pena dentro, claro que no. Ella había luchado mucho por su posición; ella era GRANDE. A TODOS LES GUSTABA MALICIA. A todo el mundo deslumbraba su belleza trémula y fatal, su pasión, su melancolía, su negra pureza. No tenía motivos para sentirse pequeña, ¿verdad? Tonterías, jugarretas de la mente. Y qué tortura de mente, porque la jugarreta de sentirse “pequeña” había estado siempre ahí, desde que Alicia era una niña.
Ah, pero ahora era adulta, era madura y odiaba llorar. No como ese niñato de cuarenta y tantos y mirada incómoda, que seguro se pasaba la vida sorbiéndose los mocos.
Quizá eso también tenía que ver con el malestar frente al espejo: el hecho de que ella sabía que aquella tarde, irremediablemente, vería a Alan. No era que sintiera que su vida peligrara por sentarse a su lado (ya estaba muerta, ¿recuerdas?), pero, lamentablemente, tampoco experimentaba el momento de gracia en el cual su afilada lengua mataría dragones.
Ah, ¿cómo podía tener fans ese mediocre mendigo de sueños? Si ni siquiera sabía escribir. No lo entendía.
Y esa mirada… esa mirada como si la conociera de toda la vida y hubiera decidido despreciarla, ¿a cuento de qué venía? Es más ¿cómo osaba, cómo se atrevía Alan a no apreciar su grandeza? Bueno, fuera como fuese, con regocijo contabilizaba ella de cuando en cuando que el discreto público del escritor nunca superaría al suyo, al menos en número. Si le ganaba por goleada, ¿por qué sentía esa molestia perpetua, esa incomodidad reactiva cada vez que pensaba en él? No lo sabía.
“Entrañas vacías”, se llamaba el tercer libro de Malicia Miller. Un poemario preñado de tormentas y alumbrado con dolor. Versos cargados de potencia estelar donde había volcado su propia fantasía de insuficiencia y fragilidad. Eso también le hacía sentir en la cuerda floja, porque quizá había dejado ver demasiado, alguna esquina de Alicia entre las páginas. ¿O era Malicia la que era frágil porque necesitaba serlo? No lo sabía, uf. Otra vez se mareaba. No quería pensarlo. Pensar demasiado era como pillarse un colocón de vertiginosa (¿realidad?) entropía. Demasiado cerca del vacío transitaban ambas, Alicia y Malicia. Demasiado cerca de ser nada, así se sentía.
Alicia, para bien o para mal, había leído a Kafka tiempo atrás. En el fondo comprendía lo que podía hacer a un hombre transformarse en cucaracha, y eso la estaba matando.
III: Intercambio
Llegó la hora acordada, y el cielo era una masa de nubes negras que temblaba sobre la ciudad manchada de gris. El retumbar de algún trueno se escuchaba ya demasiado cerca, pero el desgraciado que tenía que abrir las puertas del hotel no se presentaba.
—Hombre, Malicia. Qué sorpresa. Tan guapa y empoderada como siempre.
—Hola, Alan. ¿Cómo tú por aquí a estas horas?
—Pues ya ves. Puntual por si llueve.
—Ya veo. Toma, un regalo para ti —sonrió ella sin pestañear, alargándole un ejemplar de “Entrañas vacías”.
—Ah, gracias, gracias, muchas gracias. —Respondió el aludido mientras tomaba el libro y se lo guardaba en la mochila. “Una lectura interesante y seguro efectiva para el estreñimiento”, le dijo a ella con los ojos. Era cierto que pensaba echarle un ojo al poemario cuando fuera al váter, pero no iba a exteriorizar en voz alta su problemita cerebral.
—Veo que no has traído máscara. Siempre llevando la contraria, ¿eh?—canturreó la escritora.
—Sí, me he dejado la máscara en casa, qué contratiempo. La tuya ha de ser hermosa si la llevas en ese bolso tan grande —contestó él, inusitadamente sagaz, señalando con la barbilla el suntuoso saco de flores que Malicia llevaba al hombro.
—¡Vaya! ¿La has visto acaso? Siempre supe que tenías Rayos X en los ojos, my dear. Aunque en realidad este bolso de gran capacidad lo traje porque había pensado regalarte tabaco, sabiendo cuánto te gusta.
Se le escapó a Alan una risita floja, no lo pudo evitar. Retrocedió un poco para no lanzarle a Malicia su aliento delator. Le contrariaba un poco darse cuenta de que los encuentros con ella eran divertidos, al menos durante los primeros cinco minutos.
—Qué generoso por tu parte, Malicia. Lástima que la máscara ha de ser tan grande que no cabía nada más en el petate, me temo. Pero no te preocupes que la intención es lo que cuenta; para mí es como si me hubieras regalado un camión repleto de habanos.
—Je, je. Ya. Sí, en realidad tú aprecias más la lectura que el tabaco tratándose de regalos, ¿verdad?
—Viniendo de mi admirada Malicia la palabra escrita, sin duda.
Podían estar lanzándose puyas dignas de “Juego de Tronos” hasta el amanecer del día siguiente, pero, por fortuna, el botones encargado de abrir las puertas del hotel puso un punto y seguido a la conversación, al menos por el momento.
Malicia atravesó el umbral con una sonrisa triunfal, rascándose la mejilla distraídamente porque el maquillaje le daba comezón. Alan la siguió a su pesar, casi arrastrando los pies, como res entrando al matadero.
En el vestíbulo del gran hotel, iluminado por una suntuosa araña de cristal, les esperaba ya parte del equipo editorial de ambos.
—Ay, Alan. Un poco más y vienes en chándal —se lamentó Marta en voz baja cuando se acercó al náufrago —¿No podías dejar de lado las galas de esquimal indigente por una vez?
La tensión ambiental no mejoró cuando cada uno ocupó su lugar en el espacio acondicionado como salón de actos. Malicia arrugó ostensiblemente la nariz nada más poner el culo en su asiento, y se preguntó si Alan habría tomado por lo menos una mínima ducha antes de venir. Ah, no, no creía que su compañero de mesa hubiera tenido ese detalle, qué lamentable. El náufrago, por su parte, sentía la tensión en la escritora que se erguía en su silla, la espalda tiesa como un palo, irradiando como aura de pinchos que en efecto arañaban su propia energía sacándola del habitual modo anestesiado-zen.
Mientras Malicia estiraba el cuello como un periscopio para observar a sus fans, Alan se achicaba en su asiento y de buena gana se hubiera dejado caer hasta desaparecer debajo de la (tierra) mesa. Diferentes formas para llegar a lo mismo, en definitiva. Cada uno desaparecía a su particular modo.
—Hombre, Malicia. Qué sorpresa. Tan guapa y empoderada como siempre.
—Hola, Alan. ¿Cómo tú por aquí a estas horas?
—Pues ya ves. Puntual por si llueve.
—Ya veo. Toma, un regalo para ti —sonrió ella sin pestañear, alargándole un ejemplar de “Entrañas vacías”.
—Ah, gracias, gracias, muchas gracias. —Respondió el aludido mientras tomaba el libro y se lo guardaba en la mochila. “Una lectura interesante y seguro efectiva para el estreñimiento”, le dijo a ella con los ojos. Era cierto que pensaba echarle un ojo al poemario cuando fuera al váter, pero no iba a exteriorizar en voz alta su problemita cerebral.
—Veo que no has traído máscara. Siempre llevando la contraria, ¿eh?—canturreó la escritora.
—Sí, me he dejado la máscara en casa, qué contratiempo. La tuya ha de ser hermosa si la llevas en ese bolso tan grande —contestó él, inusitadamente sagaz, señalando con la barbilla el suntuoso saco de flores que Malicia llevaba al hombro.
—¡Vaya! ¿La has visto acaso? Siempre supe que tenías Rayos X en los ojos, my dear. Aunque en realidad este bolso de gran capacidad lo traje porque había pensado regalarte tabaco, sabiendo cuánto te gusta.
Se le escapó a Alan una risita floja, no lo pudo evitar. Retrocedió un poco para no lanzarle a Malicia su aliento delator. Le contrariaba un poco darse cuenta de que los encuentros con ella eran divertidos, al menos durante los primeros cinco minutos.
—Qué generoso por tu parte, Malicia. Lástima que la máscara ha de ser tan grande que no cabía nada más en el petate, me temo. Pero no te preocupes que la intención es lo que cuenta; para mí es como si me hubieras regalado un camión repleto de habanos.
—Je, je. Ya. Sí, en realidad tú aprecias más la lectura que el tabaco tratándose de regalos, ¿verdad?
—Viniendo de mi admirada Malicia la palabra escrita, sin duda.
Podían estar lanzándose puyas dignas de “Juego de Tronos” hasta el amanecer del día siguiente, pero, por fortuna, el botones encargado de abrir las puertas del hotel puso un punto y seguido a la conversación, al menos por el momento.
Malicia atravesó el umbral con una sonrisa triunfal, rascándose la mejilla distraídamente porque el maquillaje le daba comezón. Alan la siguió a su pesar, casi arrastrando los pies, como res entrando al matadero.
En el vestíbulo del gran hotel, iluminado por una suntuosa araña de cristal, les esperaba ya parte del equipo editorial de ambos.
—Ay, Alan. Un poco más y vienes en chándal —se lamentó Marta en voz baja cuando se acercó al náufrago —¿No podías dejar de lado las galas de esquimal indigente por una vez?
La tensión ambiental no mejoró cuando cada uno ocupó su lugar en el espacio acondicionado como salón de actos. Malicia arrugó ostensiblemente la nariz nada más poner el culo en su asiento, y se preguntó si Alan habría tomado por lo menos una mínima ducha antes de venir. Ah, no, no creía que su compañero de mesa hubiera tenido ese detalle, qué lamentable. El náufrago, por su parte, sentía la tensión en la escritora que se erguía en su silla, la espalda tiesa como un palo, irradiando como aura de pinchos que en efecto arañaban su propia energía sacándola del habitual modo anestesiado-zen.
Mientras Malicia estiraba el cuello como un periscopio para observar a sus fans, Alan se achicaba en su asiento y de buena gana se hubiera dejado caer hasta desaparecer debajo de la (tierra) mesa. Diferentes formas para llegar a lo mismo, en definitiva. Cada uno desaparecía a su particular modo.
IV: Eres
Salió del hotel por la puerta de atrás. Faltaban aun unos treinta minutos para que la presentación terminase oficialmente, pero no había aguantado más.
Necesitaba desesperadamente respirar aire fresco. La suntuosa máscara que tan cara le había costado en la tienda de disfraces pesaba demasiado; el maquillaje debía de darle alergia bajo ella, a juzgar por el picor insoportable que producía, y la espalda dolía ya a morir por el palo que parecía haberse tragado desde que salió de casa. Para colmo sus fans habían estado preguntones, precisamente respecto al libro que ella menos quería desentrañar, y enfrentarse a eso –o más bien esquivar y salir por la tangente a cada rato- había resultado agotador. “¿Quién es el hombre al que le escribes?” Joder, ¿por qué la gente asumía sin filtro alguno que había un hombre? “¿Es un antiguo amor? ¿Es un ex?” Hasta alguien le había preguntado que si estaba casada. Si el contexto hubiera sido otro, Malicia se habría reído entre estertores y silbidos de lengua viperina. Pero a saber por qué, Malicia había estado callada como una tumba todo el tiempo, haciéndose notar solo en modo automático como si fuera un bot.
Apenas había acertado Alicia a farfullar un par de excusas atropelladamente mientras escapaba hacia el baño y, una vez allí, había descubierto un acceso a la escalera de incendios. No se había podido resistir. Aliviada, había salido inmediatamente bajo el cielo estrellado y descendido los peldaños metálicos sin pensárselo dos veces. Sí, estaba huyendo, pero qué más daba. Le faltó extender los brazos como alas de pájaro.
Una vez en la calle desierta, se llevó la mano a los cabellos para retirar casi de cuajo esas molestas horquillas que se le estaban clavando desde hacía horas en el sensible cuero cabelludo. Fue entonces cuando la máscara cayó al suelo con estrépito y se fragmentó en pedazos. Claro, estaba apañándoselas a duras penas para sujetarla contra el pecho con el brazo libre, y no era esa una forma muy segura de sostener semejante armatoste, ¿verdad? Pero, dado que llevaba un ejemplar de esa mierda de libro llamado “Per-sona” en el bolso –no pensaba leerlo, pero no le había quedado más remedio que aceptarlo en intercambio-, no había podido regresar la máscara allí.
Se quedó clavada en el suelo cuando vio los pedazos cristalinos de mil colores saltando por los aires cual golpe de efecto. Tembló y, ya puestos, arrojó al pavimento las dichosas horquillas también. El viento de noviembre jugó con su melena y ella se abrazó los hombros, sin saber si se estremecía por el frío o por algo extraño que se abría paso dentro de sí. ¿Algo extraño? ¿Alivio tal vez? Nunca pensó que doliera sentir alivio. Nunca pensó que cierto tipo de dolor pudiera llegar a reconfortar. Dolor crepitante igual que fuego de hoguera, chirriante como el sonido al abrir una puerta con las bisagras oxidadas para dejar entrar una ráfaga de aire.
—Disculpe, señorita. ¿Se encuentra bien?
La voz que apenas había murmurado aquella pregunta hizo dar un bote a Alicia. Se sobresaltó, claro, porque pensaba que estaba sola allí, aunque bien es verdad que eso había sido mucho suponer por su parte. Se giró hacia el sonido que había roto su mágico momento, y sus ojos chocaron con lo último que ella hubiera esperado ver. Se trataba de una figura que con suerte alcanzaría el metro cincuenta de estatura, de constitución estrecha y vestida con una sencilla sudadera azul oscuro y unos vaqueros. Estaba ahí de pie, a tan solo unos pasos de ella, contemplándola con genuino interés. Por el resplandor de su mirada y por su estatura, Alicia pensó a primera vista que se trataba de un niño, aunque la voz de la pequeña persona no había sonado para nada infantil.
—¿Se encuentra bien? —Dubitativa, la figura se acercó un poco más a Alicia y al desastre a sus pies, en vista de que esta no reaccionaba. Al volver a hablar quedó claro que su voz había sido generada por una laringe adulta, despejándose toda duda al respecto. Al respecto de su edad al menos, porque en lo tocante al género había sonado ambigua y tanto podía pertenecer a un hombre como a una mujer.
—Ah. Sí, sí. Sólo se me cayó y…
—Oh. La máscara. —la pequeña figura dio un tenue asentimiento. A Alicia le pareció que esbozaba una sonrisa, aunque a la débil luz de la farola que parpadeaba a unos metros no podría asegurarlo.
—Sí. —respondió, un poco descolocada. Al parecer esta persona extraña había visto lo que era aquello que ahora resultaba irreconocible en el asfalto. —No sabía que… no sabía que era de cristal—admitió, sin tener la menor idea de por qué estaba dando explicaciones.
—Ya veo. Vaya. Siento que se le haya roto, señorita.
La pequeña persona dijo aquello y se notó que era cierto, que lo sentía de verdad. Alicia se vio de pronto sonriendo y frunció el ceño por mera extrañeza. Ugh.
—Bueno, no pasa nada.
—Era bonita—comentó el chaval. O la chavala, vaya.
La escritora suspiró.
—Sí. Pero la verdad es que era muy pesada. No es que me alegre de que se haya roto, pero… —pesada y frágil, sí. Y seguía sin saber Alicia por qué estaba dando explicaciones a alguien que era del todo desconocido y había aparecido de la nada, pero al parecer no podía dejar de hacerlo.
—Pues será mejor retirar los pedazos de la acera, para que nadie se haga daño.
Antes de que ella pudiera reaccionar, la personita se había agachado y, con cuidado, había comenzado a recoger los fragmentos de tornasolado cristal, anidándolos uno a uno en la palma de su mano. A la escritora le pareció de pronto estar viendo un duende con sudadera acuclillado en el suelo recolectando setas. No le hubiera extrañado nada atisbar orejas puntiagudas asomando por debajo de la capucha que le cubría parcialmente la cabeza.
Por impulso se agachó también ella, dispuesta a dejar el asfalto libre de cristales.
—No, señorita, usted no. Déjeme a mí, por favor. No quiero que se corte.
—Ah…—Alicia retrocedió cuando el “duende” le apartó suavemente la mano del caótico escenario—pero yo no quiero que te cortes tú tampoco…
La personita levantó la mirada, ahora al mismo nivel que la de Alicia, y una sonrisa definitivamente clara cruzó su pecoso rostro. Ella no supo definir de qué color eran sus ojos, aunque estos le resultaron ligeramente familiares.
—No se preocupe, de verdad. Mi piel es más dura que la suya. Y además, entre lágrimas no creo que pueda ver usted bien lo que agarra.
¿Entre lágrimas?
—No… no estoy… —la escritora se llevó ambas manos a las húmedas mejillas y entonces soltó una carcajada débil. —Oh. No sé…
No sabía en qué momento había comenzado a llorar, aunque sí era cierto que desde hacía rato el maquillaje no escocía tanto. Se dejó caer, anonadada, hasta quedar sentada en el asfalto mientras la criatura recogía amorosamente los pedazos de la máscara, con tanto mimo como si cada uno de ellos hubiera sido parte real del rostro de la propia Alicia. Ella se sintió idiota pero, al mismo tiempo, todo empezaba a importarle un carajo.
—Ya, no se preocupe. Usted descanse, ¿sí? Es como… bueno, ahora la calle está mojada porque antes ha estado lloviendo. Una tormenta de órdago si me permite la expresión, mientras usted estaba ahí dentro con el otro escritor—musitó la personita, sin levantar los ojos de su labor pero haciendo un pequeño ademán con la cabeza apuntando al edificio del hotel—Y no se han enterado ni usted ni él, porque estaban entre cuatro paredes y con un techo sobre la cabeza que les aislaba. No es tan anormal que no se haya enterado—añadió tras una pequeña pausa mientras se concentraba en coger los fragmentos más pequeños—lo mismo que ahora no se había enterado de que llevaba llorando un rato. Cosas que pasan. Ya salieron las estrellas otra vez, de todos modos.
Sonrió tras decir esto, y en verdad tenía razón. Las estrellas habían salido después de la tormenta inadvertida, vaya que sí. Y estaban preciosas, tachonando el cielo como pequeños diamantes entre livianos jirones de nubes.
—Puedes llamarme de tú—resopló la escritora, permitiéndose cerrar los ojos un momento. Algo en todo esto la superaba. ¿Cómo era posible que esta persona supiera dónde había estado ella y con quién, y haciendo qué? ¿Sería un fan que acaso la había seguido? Pero no le había visto entre la gente del hotel, estaba segura. Se acordaría de alguien con esa pinta, a pesar de todo el rollo de las máscaras. —Me llamo… me llamo Alicia.
Se había tomado una miserable copa y nada más, pero el alcohol era tan malo en este tipo de eventos que tal vez le estaba haciendo estragos cerebrales. Quizá lo que estaba viendo delante de sus narices ni siquiera era real. Perfectamente podía ella estar alucinando, o haberse caído por las escaleras y golpeado en la cabeza, ¿te imaginas, Alicia, que esta experiencia surreal no fuera más que un sueño?
—Encantado, Alicia. A mí me dicen Eres.
“Encantado”. Así que era hombre. Vaya. La escritora no había vuelto a abrir los ojos, pero tenía grabada en su mente la enjuta y ambigua silueta. Bien podía serlo, ¿por qué no?
—¿Eres?
¿Qué tipo de nombre era ese?
—Eres. —Ratificó el chico, volviendo a levantar la mirada para sonreír a su desorientada interlocutora. —Exactamente.
Ya tenía todos los cristales entre sus manos, y ahora se erguía de nuevo sobre su metro cincuenta de estatura.
—¿Qué hacemos con esto? —inquirió. Tan transparente era en sus expresiones que, en aquel momento, bien podía haber tenido un enorme signo de interrogación dando vueltas sobre su cabeza para reforzar sus palabras.
—No lo sé. Oye, en serio… vas a cortarte. Estás loco, Eres, ¿lo sabías? —tragó saliva Alicia al sentir que había sonado un poco desabrido lo que acaba de decir, pero es que eso de la piel dura era una chorrada total. Vamos, ni que existieran humanos paquidermos sobre la faz de la tierra.
El chico soltó una risa queda y ladeó ligeramente la cabeza. Un golpe de viento empujó entonces hacia atrás la capucha de la sudadera, liberando mechones largos de cabello negro como el azabache.
—Tú dirás, la máscara era tuya. ¿Qué hacemos con los cristales? —volvió a preguntar. No era que le importase tenerlos entre las manos, pero tampoco podía estar así toda la noche.
—Oh. Hay… hay un contenedor de vidrio al final de la calle, creo. Supongo que ahí es donde corresponde ponerlos.
—Muy bien—asintió Eres—¿Vamos?
Aun aturdida, Alicia asintió y se dispuso a ponerse en pie.
Necesitaba desesperadamente respirar aire fresco. La suntuosa máscara que tan cara le había costado en la tienda de disfraces pesaba demasiado; el maquillaje debía de darle alergia bajo ella, a juzgar por el picor insoportable que producía, y la espalda dolía ya a morir por el palo que parecía haberse tragado desde que salió de casa. Para colmo sus fans habían estado preguntones, precisamente respecto al libro que ella menos quería desentrañar, y enfrentarse a eso –o más bien esquivar y salir por la tangente a cada rato- había resultado agotador. “¿Quién es el hombre al que le escribes?” Joder, ¿por qué la gente asumía sin filtro alguno que había un hombre? “¿Es un antiguo amor? ¿Es un ex?” Hasta alguien le había preguntado que si estaba casada. Si el contexto hubiera sido otro, Malicia se habría reído entre estertores y silbidos de lengua viperina. Pero a saber por qué, Malicia había estado callada como una tumba todo el tiempo, haciéndose notar solo en modo automático como si fuera un bot.
Apenas había acertado Alicia a farfullar un par de excusas atropelladamente mientras escapaba hacia el baño y, una vez allí, había descubierto un acceso a la escalera de incendios. No se había podido resistir. Aliviada, había salido inmediatamente bajo el cielo estrellado y descendido los peldaños metálicos sin pensárselo dos veces. Sí, estaba huyendo, pero qué más daba. Le faltó extender los brazos como alas de pájaro.
Una vez en la calle desierta, se llevó la mano a los cabellos para retirar casi de cuajo esas molestas horquillas que se le estaban clavando desde hacía horas en el sensible cuero cabelludo. Fue entonces cuando la máscara cayó al suelo con estrépito y se fragmentó en pedazos. Claro, estaba apañándoselas a duras penas para sujetarla contra el pecho con el brazo libre, y no era esa una forma muy segura de sostener semejante armatoste, ¿verdad? Pero, dado que llevaba un ejemplar de esa mierda de libro llamado “Per-sona” en el bolso –no pensaba leerlo, pero no le había quedado más remedio que aceptarlo en intercambio-, no había podido regresar la máscara allí.
Se quedó clavada en el suelo cuando vio los pedazos cristalinos de mil colores saltando por los aires cual golpe de efecto. Tembló y, ya puestos, arrojó al pavimento las dichosas horquillas también. El viento de noviembre jugó con su melena y ella se abrazó los hombros, sin saber si se estremecía por el frío o por algo extraño que se abría paso dentro de sí. ¿Algo extraño? ¿Alivio tal vez? Nunca pensó que doliera sentir alivio. Nunca pensó que cierto tipo de dolor pudiera llegar a reconfortar. Dolor crepitante igual que fuego de hoguera, chirriante como el sonido al abrir una puerta con las bisagras oxidadas para dejar entrar una ráfaga de aire.
—Disculpe, señorita. ¿Se encuentra bien?
La voz que apenas había murmurado aquella pregunta hizo dar un bote a Alicia. Se sobresaltó, claro, porque pensaba que estaba sola allí, aunque bien es verdad que eso había sido mucho suponer por su parte. Se giró hacia el sonido que había roto su mágico momento, y sus ojos chocaron con lo último que ella hubiera esperado ver. Se trataba de una figura que con suerte alcanzaría el metro cincuenta de estatura, de constitución estrecha y vestida con una sencilla sudadera azul oscuro y unos vaqueros. Estaba ahí de pie, a tan solo unos pasos de ella, contemplándola con genuino interés. Por el resplandor de su mirada y por su estatura, Alicia pensó a primera vista que se trataba de un niño, aunque la voz de la pequeña persona no había sonado para nada infantil.
—¿Se encuentra bien? —Dubitativa, la figura se acercó un poco más a Alicia y al desastre a sus pies, en vista de que esta no reaccionaba. Al volver a hablar quedó claro que su voz había sido generada por una laringe adulta, despejándose toda duda al respecto. Al respecto de su edad al menos, porque en lo tocante al género había sonado ambigua y tanto podía pertenecer a un hombre como a una mujer.
—Ah. Sí, sí. Sólo se me cayó y…
—Oh. La máscara. —la pequeña figura dio un tenue asentimiento. A Alicia le pareció que esbozaba una sonrisa, aunque a la débil luz de la farola que parpadeaba a unos metros no podría asegurarlo.
—Sí. —respondió, un poco descolocada. Al parecer esta persona extraña había visto lo que era aquello que ahora resultaba irreconocible en el asfalto. —No sabía que… no sabía que era de cristal—admitió, sin tener la menor idea de por qué estaba dando explicaciones.
—Ya veo. Vaya. Siento que se le haya roto, señorita.
La pequeña persona dijo aquello y se notó que era cierto, que lo sentía de verdad. Alicia se vio de pronto sonriendo y frunció el ceño por mera extrañeza. Ugh.
—Bueno, no pasa nada.
—Era bonita—comentó el chaval. O la chavala, vaya.
La escritora suspiró.
—Sí. Pero la verdad es que era muy pesada. No es que me alegre de que se haya roto, pero… —pesada y frágil, sí. Y seguía sin saber Alicia por qué estaba dando explicaciones a alguien que era del todo desconocido y había aparecido de la nada, pero al parecer no podía dejar de hacerlo.
—Pues será mejor retirar los pedazos de la acera, para que nadie se haga daño.
Antes de que ella pudiera reaccionar, la personita se había agachado y, con cuidado, había comenzado a recoger los fragmentos de tornasolado cristal, anidándolos uno a uno en la palma de su mano. A la escritora le pareció de pronto estar viendo un duende con sudadera acuclillado en el suelo recolectando setas. No le hubiera extrañado nada atisbar orejas puntiagudas asomando por debajo de la capucha que le cubría parcialmente la cabeza.
Por impulso se agachó también ella, dispuesta a dejar el asfalto libre de cristales.
—No, señorita, usted no. Déjeme a mí, por favor. No quiero que se corte.
—Ah…—Alicia retrocedió cuando el “duende” le apartó suavemente la mano del caótico escenario—pero yo no quiero que te cortes tú tampoco…
La personita levantó la mirada, ahora al mismo nivel que la de Alicia, y una sonrisa definitivamente clara cruzó su pecoso rostro. Ella no supo definir de qué color eran sus ojos, aunque estos le resultaron ligeramente familiares.
—No se preocupe, de verdad. Mi piel es más dura que la suya. Y además, entre lágrimas no creo que pueda ver usted bien lo que agarra.
¿Entre lágrimas?
—No… no estoy… —la escritora se llevó ambas manos a las húmedas mejillas y entonces soltó una carcajada débil. —Oh. No sé…
No sabía en qué momento había comenzado a llorar, aunque sí era cierto que desde hacía rato el maquillaje no escocía tanto. Se dejó caer, anonadada, hasta quedar sentada en el asfalto mientras la criatura recogía amorosamente los pedazos de la máscara, con tanto mimo como si cada uno de ellos hubiera sido parte real del rostro de la propia Alicia. Ella se sintió idiota pero, al mismo tiempo, todo empezaba a importarle un carajo.
—Ya, no se preocupe. Usted descanse, ¿sí? Es como… bueno, ahora la calle está mojada porque antes ha estado lloviendo. Una tormenta de órdago si me permite la expresión, mientras usted estaba ahí dentro con el otro escritor—musitó la personita, sin levantar los ojos de su labor pero haciendo un pequeño ademán con la cabeza apuntando al edificio del hotel—Y no se han enterado ni usted ni él, porque estaban entre cuatro paredes y con un techo sobre la cabeza que les aislaba. No es tan anormal que no se haya enterado—añadió tras una pequeña pausa mientras se concentraba en coger los fragmentos más pequeños—lo mismo que ahora no se había enterado de que llevaba llorando un rato. Cosas que pasan. Ya salieron las estrellas otra vez, de todos modos.
Sonrió tras decir esto, y en verdad tenía razón. Las estrellas habían salido después de la tormenta inadvertida, vaya que sí. Y estaban preciosas, tachonando el cielo como pequeños diamantes entre livianos jirones de nubes.
—Puedes llamarme de tú—resopló la escritora, permitiéndose cerrar los ojos un momento. Algo en todo esto la superaba. ¿Cómo era posible que esta persona supiera dónde había estado ella y con quién, y haciendo qué? ¿Sería un fan que acaso la había seguido? Pero no le había visto entre la gente del hotel, estaba segura. Se acordaría de alguien con esa pinta, a pesar de todo el rollo de las máscaras. —Me llamo… me llamo Alicia.
Se había tomado una miserable copa y nada más, pero el alcohol era tan malo en este tipo de eventos que tal vez le estaba haciendo estragos cerebrales. Quizá lo que estaba viendo delante de sus narices ni siquiera era real. Perfectamente podía ella estar alucinando, o haberse caído por las escaleras y golpeado en la cabeza, ¿te imaginas, Alicia, que esta experiencia surreal no fuera más que un sueño?
—Encantado, Alicia. A mí me dicen Eres.
“Encantado”. Así que era hombre. Vaya. La escritora no había vuelto a abrir los ojos, pero tenía grabada en su mente la enjuta y ambigua silueta. Bien podía serlo, ¿por qué no?
—¿Eres?
¿Qué tipo de nombre era ese?
—Eres. —Ratificó el chico, volviendo a levantar la mirada para sonreír a su desorientada interlocutora. —Exactamente.
Ya tenía todos los cristales entre sus manos, y ahora se erguía de nuevo sobre su metro cincuenta de estatura.
—¿Qué hacemos con esto? —inquirió. Tan transparente era en sus expresiones que, en aquel momento, bien podía haber tenido un enorme signo de interrogación dando vueltas sobre su cabeza para reforzar sus palabras.
—No lo sé. Oye, en serio… vas a cortarte. Estás loco, Eres, ¿lo sabías? —tragó saliva Alicia al sentir que había sonado un poco desabrido lo que acaba de decir, pero es que eso de la piel dura era una chorrada total. Vamos, ni que existieran humanos paquidermos sobre la faz de la tierra.
El chico soltó una risa queda y ladeó ligeramente la cabeza. Un golpe de viento empujó entonces hacia atrás la capucha de la sudadera, liberando mechones largos de cabello negro como el azabache.
—Tú dirás, la máscara era tuya. ¿Qué hacemos con los cristales? —volvió a preguntar. No era que le importase tenerlos entre las manos, pero tampoco podía estar así toda la noche.
—Oh. Hay… hay un contenedor de vidrio al final de la calle, creo. Supongo que ahí es donde corresponde ponerlos.
—Muy bien—asintió Eres—¿Vamos?
Aun aturdida, Alicia asintió y se dispuso a ponerse en pie.
V
—Bueno, y ¿qué tal? ¿Cómo ha ido la… charla? —preguntó Eres animadamente, con la misma naturalidad que si Alicia y él fueran amigos de toda la vida, mientras caminaba con ella hacia donde estaba el presunto contenedor—O la reunión, o… vaya, lo que fuera. ¿Ha sido divertido?
La escritora iba a su lado con paso vacilante, las manos vacías y el bolso enorme basculando sobre su hombro. Solía ser bastante huraña, y más para hablar de su vida, pero inexplicablemente le apeteció responder con sinceridad a aquella pregunta.
—¿Divertido? —Masculló—¿Bromeas? Y un cuerno divertido.
El chico rompió a reír y en sus ojos brilló un destello de comprensión.
—Ya. Bueno, a Alan tampoco le apetecía ir.
—¿Conoces a Alan? —inquirió ella como una bala, súbitamente con la mosca detrás de la oreja. ¿Acaso podía ser este chaval familiar del náufrago? No se parecían en nada, pero tampoco le sorprendería del todo esa posibilidad.
Pareció por un momento que Eres no supo qué contestar. Apretó los labios en una delgada línea y se encogió de hombros, sin dejar de andar y sin modificar un ápice su ritmo pausado, no obstante.
—Algo. Lo bastante para saber que no le gusta asistir a esas cosas, pero poco más. En realidad, solo con leerle basta. —añadió en voz levemente más baja, tras un instante de reflexión. Solo leerle bastaba para lo que se entiende por “conocer”, se refería.
Juntos doblaron la esquina, y allí mismo distinguieron, discretamente encajonadas, las siluetas de cuatro contenedores. Papel, envases, basura orgánica y vidrio. Eureka.
Como autómata, Alicia enfiló hacia este último contenedor y esperó junto a él a que Eres vertiera la lluvia de cristales desde sus manos. Se dio cuenta en ese momento de que el chico-duende tenía unas manos grandes para ser tan bajito, de hecho; palma generosa y dedos largos que le habían permitido transportar todos aquellos fragmentos sin que se le cayera ni uno solo por el camino.
—También te hemos… te he leído a ti—soltó él como quien no quiere la cosa, estirando los brazos hacia el contenedor y mirando fijamente el agujero negro como si quisiera despedirse de lo que estaba a punto de descargar.
—¿Ah, sí? ¿Mi último libro?
Eres abrió las manos y soltó los fragmentos de máscara, que cayeron en despiadada riada sobre los cascotes acumulados más abajo. Otra vez volvió a sorprenderle a Alicia esa punzada de doloroso alivio al escuchar la canción de cristales rotos.
—No. Ese no. ¿Lo tienes a mano, por cierto? Me gustaría leerlo.
La escritora no esperaba aquella petición, y menos precisamente ahora.
—¿Oh? No. Me temo que el que llevaba encima se lo regalé a Alan para joderle.
—Ah. Vaya. Bueno, lo leeré. —respondió el otro sin más comentario, dando un pasito hacia atrás para separarse del contenedor después de sacudirse ambas manos en el agujero.
—¡Ay! Te has cortado, Eres. ¿Lo ves? No tenías que haber llevado los cristales en las manos—exclamó Alicia cuando distinguió un pequeño reguero de sangre en la palma ajena.
—No te preocupes, tranquila. Solo es un cortecito, no es importante—aseguró el chico, sin apenas reparar en la palma de su mano salvo para darle un discreto lametón. La saliva contenía enzimas curativas o algo así, tenía entendido. —No me duele apenas, no hay problema. Oye, ¿y por qué pensaste que a Alan le jodería que le regalaras tu libro? —inquirió con curiosidad, saltando sin pudor al tema que realmente le importaba.
—Estás loco. Deberías… deberías curártelo o algo… Déjame ver tus manos, por favor.
La pobre Alicia no se dio cuenta de que no podía ocultar su preocupación. De alguna manera se sentía responsable de que Eres se hubiera cortado con los fragmentos de SU máscara, a pesar de que esto hubiera ocurrido por una imprudencia de él.
Eres negó con la cabeza suavemente, aunque, lejos de ocultar sus manos, le mostró a Alicia las palmas extendidas a una distancia prudente.
—No es grave, Alicia. De verdad.
Ella suspiró.
—Sé que le jode porque él me odia—respondió a la pregunta anterior—un regalo de un enemigo es como la traición de un amigo, o peor.
Se quedó mirando fijamente las palmas de las manos de Eres tras decir aquello, la izquierda cruzada por un riachuelo de sangre. Era cierto que no había más heridas en la piel, y se vio ella de pronto con la atención puesta en las líneas, estudiándolas a la luz de la farola junto a los contenedores, como una quiromántica neófita. El marcado amasijo trenzado que conformaba la línea de la vida, más visible ahora por estar teñido en rojo, y sobre él la larga línea de la cabeza, recta en contraposición como el asentamiento sobre el cual se suspendía la suave curva del corazón.
La escritora iba a su lado con paso vacilante, las manos vacías y el bolso enorme basculando sobre su hombro. Solía ser bastante huraña, y más para hablar de su vida, pero inexplicablemente le apeteció responder con sinceridad a aquella pregunta.
—¿Divertido? —Masculló—¿Bromeas? Y un cuerno divertido.
El chico rompió a reír y en sus ojos brilló un destello de comprensión.
—Ya. Bueno, a Alan tampoco le apetecía ir.
—¿Conoces a Alan? —inquirió ella como una bala, súbitamente con la mosca detrás de la oreja. ¿Acaso podía ser este chaval familiar del náufrago? No se parecían en nada, pero tampoco le sorprendería del todo esa posibilidad.
Pareció por un momento que Eres no supo qué contestar. Apretó los labios en una delgada línea y se encogió de hombros, sin dejar de andar y sin modificar un ápice su ritmo pausado, no obstante.
—Algo. Lo bastante para saber que no le gusta asistir a esas cosas, pero poco más. En realidad, solo con leerle basta. —añadió en voz levemente más baja, tras un instante de reflexión. Solo leerle bastaba para lo que se entiende por “conocer”, se refería.
Juntos doblaron la esquina, y allí mismo distinguieron, discretamente encajonadas, las siluetas de cuatro contenedores. Papel, envases, basura orgánica y vidrio. Eureka.
Como autómata, Alicia enfiló hacia este último contenedor y esperó junto a él a que Eres vertiera la lluvia de cristales desde sus manos. Se dio cuenta en ese momento de que el chico-duende tenía unas manos grandes para ser tan bajito, de hecho; palma generosa y dedos largos que le habían permitido transportar todos aquellos fragmentos sin que se le cayera ni uno solo por el camino.
—También te hemos… te he leído a ti—soltó él como quien no quiere la cosa, estirando los brazos hacia el contenedor y mirando fijamente el agujero negro como si quisiera despedirse de lo que estaba a punto de descargar.
—¿Ah, sí? ¿Mi último libro?
Eres abrió las manos y soltó los fragmentos de máscara, que cayeron en despiadada riada sobre los cascotes acumulados más abajo. Otra vez volvió a sorprenderle a Alicia esa punzada de doloroso alivio al escuchar la canción de cristales rotos.
—No. Ese no. ¿Lo tienes a mano, por cierto? Me gustaría leerlo.
La escritora no esperaba aquella petición, y menos precisamente ahora.
—¿Oh? No. Me temo que el que llevaba encima se lo regalé a Alan para joderle.
—Ah. Vaya. Bueno, lo leeré. —respondió el otro sin más comentario, dando un pasito hacia atrás para separarse del contenedor después de sacudirse ambas manos en el agujero.
—¡Ay! Te has cortado, Eres. ¿Lo ves? No tenías que haber llevado los cristales en las manos—exclamó Alicia cuando distinguió un pequeño reguero de sangre en la palma ajena.
—No te preocupes, tranquila. Solo es un cortecito, no es importante—aseguró el chico, sin apenas reparar en la palma de su mano salvo para darle un discreto lametón. La saliva contenía enzimas curativas o algo así, tenía entendido. —No me duele apenas, no hay problema. Oye, ¿y por qué pensaste que a Alan le jodería que le regalaras tu libro? —inquirió con curiosidad, saltando sin pudor al tema que realmente le importaba.
—Estás loco. Deberías… deberías curártelo o algo… Déjame ver tus manos, por favor.
La pobre Alicia no se dio cuenta de que no podía ocultar su preocupación. De alguna manera se sentía responsable de que Eres se hubiera cortado con los fragmentos de SU máscara, a pesar de que esto hubiera ocurrido por una imprudencia de él.
Eres negó con la cabeza suavemente, aunque, lejos de ocultar sus manos, le mostró a Alicia las palmas extendidas a una distancia prudente.
—No es grave, Alicia. De verdad.
Ella suspiró.
—Sé que le jode porque él me odia—respondió a la pregunta anterior—un regalo de un enemigo es como la traición de un amigo, o peor.
Se quedó mirando fijamente las palmas de las manos de Eres tras decir aquello, la izquierda cruzada por un riachuelo de sangre. Era cierto que no había más heridas en la piel, y se vio ella de pronto con la atención puesta en las líneas, estudiándolas a la luz de la farola junto a los contenedores, como una quiromántica neófita. El marcado amasijo trenzado que conformaba la línea de la vida, más visible ahora por estar teñido en rojo, y sobre él la larga línea de la cabeza, recta en contraposición como el asentamiento sobre el cual se suspendía la suave curva del corazón.
—¿Odiarte? —inquirió el chico con tono de incredulidad. ¿Quién podría odiar a Alicia? —Por dios, si eres un encanto.
Malicia rio a carcajada limpia con amargura, pero nadie la oyó.
—Me odia, Eres. Él mismo lo ha dicho.
—¿Te lo ha dicho a ti?
La escritora desvió la mirada y negó con la cabeza.
—No, directamente no. Lo dijo en una entrevista que le hicieron, el muy cobarde. Y para colmo, se atrevió a escribir un cuento donde sibilinamente me pintaba a mí como un demonio. Niñato invisible, eso es lo que necesita hacer para que otros noten su presencia—masculló casi para sí como remate.
Eres soltó una carcajada, aunque para Alicia esto no tenía nada de divertido. Modificó la posición de sus manos para arreglarse cuidadosamente sendos mechones de pelo tras las puntiagudas orejas.
—Qué gracioso. Él mismo dijo también que odiamos lo que nos resulta insoportable amar. Solo es posible amar en la naturaleza humana, según él.
Alicia arrugó el ceño.
—No tenía idea de que hubiera dicho semejante cosa, pero sí, definitivamente me cuadra de él.—ese tipo de gilipolleces solía soltarlas Alan, aunque la escritora no recordaba esa en concreto.
—Lo dijo en varios de sus libros de diferentes maneras. Le he leído, ya te dije.
—Ya veo.
—Así que no te odia, Alicia. Solo le jode amarte. Qué hermoso que te escribiese un cuento, ¿no?
—¿Hermoso? —exclamó ella, visiblemente dolida de pronto—Era un personaje horrible en ese cuento, Eres. Alan NO ME CONOCE. No sabe cómo soy. Ese cuento habla de un monstruo, no sobre mí.
—¿Lo has leído?
—No me hace falta.—gruñó ella, exasperada.
Algo en lo que acababa de soltar Eres como si fuera lo más natural (“le jode amarte”) había puesto a Alicia furibunda de rabia. No sabía exactamente lo que era, pero la rueda había ido de cero a 100 en un par de segundos escasos tras la frase del chico duende. Cerró los puños, contuvo el aire un momento y luego exhaló sonoramente antes de volver a echar a andar para deshacer el camino, llevándose una mano inconscientemente al pecho. No se trataba de volver al hotel, claro, ni de ir a ninguna parte; solo experimentaba la necesidad de moverse hacia algún lado porque, de pronto, el suelo parecía quemar bajo sus pies si se quedaba quieta.
Eres siguió aquellas zancadas firmes dignas de la mismísima bruja del Oeste, manteniéndose discretamente unos pasos por detrás. No hizo comentario alguno a la reacción de Alicia, tal vez porque la comprendía, o quizá porque simplemente no tenía nada que decir. Qué iba a decir él.
En lugar de hablar, elevó con disimulo ambas manos al nivel del pecho mientras caminaba, confrontando una con la otra y ahuecándolas levemente como si sujetara una pelota ficticia. Las puntas de los dedos de cada mano no llegaban a tocarse entre sí, pero estaban muy cerca.
—“El odio no existe, solo existe el amor, blablablá” —parafraseaba Alicia al náufrago canturreando entre la burla y el asco, gesticulando sin dejar de andar y con la mirada feroz fija al frente—¿Y por qué no te lo aplicas tú mismo, gilipollas? Anormal, que eres un anormal. Te pasas la vida dando consejos que (¡oh, sorpresa!) a nadie le importan una mierda.
El llamado Eres no pudo evitar alzar un momento la mirada, solo un instante antes de volver de nuevo a concentrarse en sus manos. Se mordió el labio para no reír desde la pura inocencia, y entornó los ojos hasta que estos se volvieron dos ranuras resplandecientes. Resplandecientes porque habían empezado a brillar con un destello verde esmeralda, decididamente un fulgor que nadie calificaría de “natural” y que por suerte Alicia no vería.
—Lo que te pasa es que tienes complejo de buda o algo así, te crees un maldito ángel en la tierra—el enfado iba en aumento, y de algún modo esta escalada se sentía demasiado gloriosa como para ponerle freno. La escritora se detuvo tan solo un segundo para sacarse uno de sus zapatos de tacón; luego se quitó el otro y lo lanzó con furia al asfalto antes de seguir andando descalza. Le faltaba romper a reír como una demente, y quizá en breve lo haría… hasta puede que a conciencia, ¡porque no recordaba nunca haberse desahogado así!
Mientras tanto, un suave resplandor blanco comenzaba a pulsar entre las palmas de las manos de Eres a medida que este se concentraba. El latido energético era lleno y estable, y se sincronizaba a la perfección con la pulsación idéntica en el centro de su pecho. “Chakra Corazón”, “Anahata”, “Intacto”: así llamaban los humanos a aquel centro vibratorio que ahora reforzaba esa especie de bola energética que iba tomando forma entre las manos del ser que, en definitiva, estaba viviendo una experiencia humana en su momento presente.
Sin perder la noción de donde estaba, permitiendo que la inercia se apoderase de sus pasos como si hubiera pulsado un tipo de piloto automático, comenzó a respirar pausadamente, enviando el aire de forma consciente hacia la parte posterior de la laringe hasta escuchar un suave sonido como “viento” de fricción. Ya no podía ver a Alicia, pero sí sentirla, y sabía que estaba cerca.
Se concentró en ella. No en la reacción que la escritora estaba proyectando en este momento hacia fuera de sí misma, sino en ella. Universo tocó a Universo y entonces la bola de energía se compactó y creció de manera ostensible, incluso obligando a Eres a separar unos centímetros las manos. Comenzó a moverlas, como si pudiera malear entre ellas la luz blanca que se volvía corpórea, transformándose en substancia sutil.
—No me dice el muy imbécil no sé qué del petate… a él qué más le dará, dime, Eres, ¿por qué la gente…—“por qué la gente se mete en todo”, iba a decirle al chico duende. Pero se le quedó la frase helada al volver la vista sobre su hombro, a tiempo de ver aquella pelota brillante que la personita acababa de lanzarle a la espalda—¿Pero qué…?!
Se detuvo en seco. Notó la luz blanca traspasando su columna, como una caricia que suavemente tirase de algo entre las vértebras y luego se abriera paso hacia el interior. No fue desagradable, ¡al contrario! Fue como la pasada de una pluma gigante que de golpe aliviara un enorme peso, una carga que ella no era consciente de estar llevando hasta que se sintió libre de ella. Un par de lágrimas asomaron a sus ojos por mero reflejo y ella pestañeó.
—Lo siento…—se disculpó Eres. Ah, no estaba previsto que ella lo viese. Ahora cualquiera daba explicaciones.
Ella logró reaccionar para secarse los ojos, y se dio cuenta de que llevaba su zapato derecho en la mano.
—¿Por qué voy… ? ¿Qué… qué eres tú, Eres? —casi se rio al escuchar en su propia voz cómo sonaba aquella pregunta. “Soy Eres” imaginó que respondería el otro, y eso le resultó hilarante. —¿Acabo de ver una…? ¿Qué narices, qué cosa es esa que me has…?
Eres suspiró. Sus ojos ya habían vuelto a su color normal, ese tono que no terminaba de definirse en la suave penumbra.
—Una psy-ball. —Ese era el término moderno que se utilizaba para llamar a lo que acababa de lanzarle a Alicia. O eso creía, al menos.
Esta le miró sin comprender.
—¿Una qué?
—Una bola psíquica. Lo siento, solo es… Amor. Conexión Real, energía de alta vibración. No sé lo que has visto porque no todo el mundo puede verlas, pero no es… no es nada malo, de verdad.
—Creo… creo que me estoy mareando, Eres.
Alicia no tenía motivos para fiarse de aquel ser –ya empezaba a dudar de que fuera humano—, pero tampoco los tenía para desconfiar. O eso sintió, inexplicablemente. Ella misma no daba crédito a la sensación de seguridad que la invadía; ya podía estallar la ciudad, ya podía quebrarse el mundo que ella seguiría siendo eternidad. Normalmente le ocurría al contrario: vivía en alerta permanente, bajo una amenaza sin rostro y sin nombre que aguardaba detrás de cada esquina. Pero ahora, en la puta calle, expuesta a todo precisamente, los fantasmas parecían haberse esfumado de golpe.
Dios, había sido rápido. Un simple abrir y cerrar de ojos, o viceversa.
Tomó una bocanada de aire nuevo y se estremeció. Sentía como si nadara en una esfera ajena al dolor, o más bien como si flotara dentro de un cocoon imaginario e invisible sin separarse del suelo. Una burbuja rosada la envolvía; una burbuja dulce y permeable solo a lo que importaba, donde uno, lejos de quedar aislado, al fin podía respirar.
No sabía si esto tendría algo que ver con la energía que había penetrado en su espalda, pero se sentía protegida. Una pulsación rítmica, parecida al latido cardiaco pero a la vez muy diferente, parecía envolverla también en un abrazo semejante a pequeñas olas de agua viva que se agitasen cerca de su piel. Por un momento pensó que los límites de su cuerpo comenzarían a desdibujarse (¿"Transformación"?), aunque no tenía ningún miedo a desaparecer pues nunca se había sentido a sí misma (y a todo) tan presente.
—Eres…
—Lo siento, Alicia. No quería asustarte.
—Eres, ¿me has… me has quitado el dolor? —preguntó, venciendo el miedo a sonar como una auténtica chiflada.
El chico duende bajo los ojos y junto los labios en una línea apretada. No era que se sintiera incómodo, pero no había contado con terminar dando explicaciones.
—Verás, no, yo… yo no. Esto es… —“es Dios”, hubiera dicho, echando mano de la palabra que los creyentes entenderían. Pero no sabía si Alicia era creyente en una Fuente de Amor Universal, Incondicional e Infinito, así que se frenó a tiempo. —“Esto”… es “Todo”. Es lo que hay, lo único que hay. Lo único que Es. Lo único Real, es lo que te ha quitado el dolor.
—Pero…
—No existe el dolor, Alicia. No existe… el dolor no físico. Solo existe Conexión entre seres. Lo único real por sí mismo… es Amor. Y el resto de cosas… solo son reales si las haces reales creyendo en ellas.
Alicia trastabilló, sintiendo que las palabras de Eres impactaban en su cabeza haciéndola alcanzar un estado raro de embriaguez. Sus cinco sentidos parecían haberse acolchado y embotado pero, gracias a eso, sentía que paradójicamente podía impregnarse de todo. De “Todo”.
—Perdóname, quizá no estás para arengas de filosofía barata en estos momentos—suspiró Eres—No querría sonar como Alan porque le odias, ¿verdad? O crees que le odias. No querría sonar como él. —soltó con un deje de tristeza lo que le quemaba en la garganta. —Perdóname. No conozco otra manera de nombrarlo o explicarlo.
—No, yo no le… —Alicia jadeó. Se colocó una mano delante de la boca, pero ni así pudo evitar que las palabras siguieran saliendo—No te preocupes, yo… yo no le… Yo no…
Sonrió y rompió a llorar. Felizmente se rompía en pedazos, casi como antes su máscara se había quebrado sobre la acera. Temblaba como la última hoja de otoño que había rehusado agarrarse a la rama del árbol antes de caer. Nunca jamás se había sentido tan desnuda y tan fuerte. Entre las grietas, luz desbordaba.
—Alicia… ¿estás… estás bien?
El chico duende extendió la mano hacia ella sin querer invadir.
—Gracias, Eres.
—No, no. No he sido yo. Ha sido…
“Ha sido Todo”. "Ha sido lo único Real".
—Ya—sollozó Alicia, asintiendo, descompuesta y sin dejar de sonreír. Le cruzó por la mente la ráfaga de que al día siguiente la resaca emocional iba a ser brutal, si es que llegaba a despertarse de este sueño. Los ojos inflamados parecían dos brasas del mismísimo infierno, pero no le importaba lo más mínimo—Ya lo sé, ya.
—Yo solo creo… yo solo creo en lo que es Real. Yo solo creo.
Creer y crear, la verdad aparecía en la maravillosa sinergia al conjugar ambas palabras en presente y en primera persona.
Malicia rio a carcajada limpia con amargura, pero nadie la oyó.
—Me odia, Eres. Él mismo lo ha dicho.
—¿Te lo ha dicho a ti?
La escritora desvió la mirada y negó con la cabeza.
—No, directamente no. Lo dijo en una entrevista que le hicieron, el muy cobarde. Y para colmo, se atrevió a escribir un cuento donde sibilinamente me pintaba a mí como un demonio. Niñato invisible, eso es lo que necesita hacer para que otros noten su presencia—masculló casi para sí como remate.
Eres soltó una carcajada, aunque para Alicia esto no tenía nada de divertido. Modificó la posición de sus manos para arreglarse cuidadosamente sendos mechones de pelo tras las puntiagudas orejas.
—Qué gracioso. Él mismo dijo también que odiamos lo que nos resulta insoportable amar. Solo es posible amar en la naturaleza humana, según él.
Alicia arrugó el ceño.
—No tenía idea de que hubiera dicho semejante cosa, pero sí, definitivamente me cuadra de él.—ese tipo de gilipolleces solía soltarlas Alan, aunque la escritora no recordaba esa en concreto.
—Lo dijo en varios de sus libros de diferentes maneras. Le he leído, ya te dije.
—Ya veo.
—Así que no te odia, Alicia. Solo le jode amarte. Qué hermoso que te escribiese un cuento, ¿no?
—¿Hermoso? —exclamó ella, visiblemente dolida de pronto—Era un personaje horrible en ese cuento, Eres. Alan NO ME CONOCE. No sabe cómo soy. Ese cuento habla de un monstruo, no sobre mí.
—¿Lo has leído?
—No me hace falta.—gruñó ella, exasperada.
Algo en lo que acababa de soltar Eres como si fuera lo más natural (“le jode amarte”) había puesto a Alicia furibunda de rabia. No sabía exactamente lo que era, pero la rueda había ido de cero a 100 en un par de segundos escasos tras la frase del chico duende. Cerró los puños, contuvo el aire un momento y luego exhaló sonoramente antes de volver a echar a andar para deshacer el camino, llevándose una mano inconscientemente al pecho. No se trataba de volver al hotel, claro, ni de ir a ninguna parte; solo experimentaba la necesidad de moverse hacia algún lado porque, de pronto, el suelo parecía quemar bajo sus pies si se quedaba quieta.
Eres siguió aquellas zancadas firmes dignas de la mismísima bruja del Oeste, manteniéndose discretamente unos pasos por detrás. No hizo comentario alguno a la reacción de Alicia, tal vez porque la comprendía, o quizá porque simplemente no tenía nada que decir. Qué iba a decir él.
En lugar de hablar, elevó con disimulo ambas manos al nivel del pecho mientras caminaba, confrontando una con la otra y ahuecándolas levemente como si sujetara una pelota ficticia. Las puntas de los dedos de cada mano no llegaban a tocarse entre sí, pero estaban muy cerca.
—“El odio no existe, solo existe el amor, blablablá” —parafraseaba Alicia al náufrago canturreando entre la burla y el asco, gesticulando sin dejar de andar y con la mirada feroz fija al frente—¿Y por qué no te lo aplicas tú mismo, gilipollas? Anormal, que eres un anormal. Te pasas la vida dando consejos que (¡oh, sorpresa!) a nadie le importan una mierda.
El llamado Eres no pudo evitar alzar un momento la mirada, solo un instante antes de volver de nuevo a concentrarse en sus manos. Se mordió el labio para no reír desde la pura inocencia, y entornó los ojos hasta que estos se volvieron dos ranuras resplandecientes. Resplandecientes porque habían empezado a brillar con un destello verde esmeralda, decididamente un fulgor que nadie calificaría de “natural” y que por suerte Alicia no vería.
—Lo que te pasa es que tienes complejo de buda o algo así, te crees un maldito ángel en la tierra—el enfado iba en aumento, y de algún modo esta escalada se sentía demasiado gloriosa como para ponerle freno. La escritora se detuvo tan solo un segundo para sacarse uno de sus zapatos de tacón; luego se quitó el otro y lo lanzó con furia al asfalto antes de seguir andando descalza. Le faltaba romper a reír como una demente, y quizá en breve lo haría… hasta puede que a conciencia, ¡porque no recordaba nunca haberse desahogado así!
Mientras tanto, un suave resplandor blanco comenzaba a pulsar entre las palmas de las manos de Eres a medida que este se concentraba. El latido energético era lleno y estable, y se sincronizaba a la perfección con la pulsación idéntica en el centro de su pecho. “Chakra Corazón”, “Anahata”, “Intacto”: así llamaban los humanos a aquel centro vibratorio que ahora reforzaba esa especie de bola energética que iba tomando forma entre las manos del ser que, en definitiva, estaba viviendo una experiencia humana en su momento presente.
Sin perder la noción de donde estaba, permitiendo que la inercia se apoderase de sus pasos como si hubiera pulsado un tipo de piloto automático, comenzó a respirar pausadamente, enviando el aire de forma consciente hacia la parte posterior de la laringe hasta escuchar un suave sonido como “viento” de fricción. Ya no podía ver a Alicia, pero sí sentirla, y sabía que estaba cerca.
Se concentró en ella. No en la reacción que la escritora estaba proyectando en este momento hacia fuera de sí misma, sino en ella. Universo tocó a Universo y entonces la bola de energía se compactó y creció de manera ostensible, incluso obligando a Eres a separar unos centímetros las manos. Comenzó a moverlas, como si pudiera malear entre ellas la luz blanca que se volvía corpórea, transformándose en substancia sutil.
—No me dice el muy imbécil no sé qué del petate… a él qué más le dará, dime, Eres, ¿por qué la gente…—“por qué la gente se mete en todo”, iba a decirle al chico duende. Pero se le quedó la frase helada al volver la vista sobre su hombro, a tiempo de ver aquella pelota brillante que la personita acababa de lanzarle a la espalda—¿Pero qué…?!
Se detuvo en seco. Notó la luz blanca traspasando su columna, como una caricia que suavemente tirase de algo entre las vértebras y luego se abriera paso hacia el interior. No fue desagradable, ¡al contrario! Fue como la pasada de una pluma gigante que de golpe aliviara un enorme peso, una carga que ella no era consciente de estar llevando hasta que se sintió libre de ella. Un par de lágrimas asomaron a sus ojos por mero reflejo y ella pestañeó.
—Lo siento…—se disculpó Eres. Ah, no estaba previsto que ella lo viese. Ahora cualquiera daba explicaciones.
Ella logró reaccionar para secarse los ojos, y se dio cuenta de que llevaba su zapato derecho en la mano.
—¿Por qué voy… ? ¿Qué… qué eres tú, Eres? —casi se rio al escuchar en su propia voz cómo sonaba aquella pregunta. “Soy Eres” imaginó que respondería el otro, y eso le resultó hilarante. —¿Acabo de ver una…? ¿Qué narices, qué cosa es esa que me has…?
Eres suspiró. Sus ojos ya habían vuelto a su color normal, ese tono que no terminaba de definirse en la suave penumbra.
—Una psy-ball. —Ese era el término moderno que se utilizaba para llamar a lo que acababa de lanzarle a Alicia. O eso creía, al menos.
Esta le miró sin comprender.
—¿Una qué?
—Una bola psíquica. Lo siento, solo es… Amor. Conexión Real, energía de alta vibración. No sé lo que has visto porque no todo el mundo puede verlas, pero no es… no es nada malo, de verdad.
—Creo… creo que me estoy mareando, Eres.
Alicia no tenía motivos para fiarse de aquel ser –ya empezaba a dudar de que fuera humano—, pero tampoco los tenía para desconfiar. O eso sintió, inexplicablemente. Ella misma no daba crédito a la sensación de seguridad que la invadía; ya podía estallar la ciudad, ya podía quebrarse el mundo que ella seguiría siendo eternidad. Normalmente le ocurría al contrario: vivía en alerta permanente, bajo una amenaza sin rostro y sin nombre que aguardaba detrás de cada esquina. Pero ahora, en la puta calle, expuesta a todo precisamente, los fantasmas parecían haberse esfumado de golpe.
Dios, había sido rápido. Un simple abrir y cerrar de ojos, o viceversa.
Tomó una bocanada de aire nuevo y se estremeció. Sentía como si nadara en una esfera ajena al dolor, o más bien como si flotara dentro de un cocoon imaginario e invisible sin separarse del suelo. Una burbuja rosada la envolvía; una burbuja dulce y permeable solo a lo que importaba, donde uno, lejos de quedar aislado, al fin podía respirar.
No sabía si esto tendría algo que ver con la energía que había penetrado en su espalda, pero se sentía protegida. Una pulsación rítmica, parecida al latido cardiaco pero a la vez muy diferente, parecía envolverla también en un abrazo semejante a pequeñas olas de agua viva que se agitasen cerca de su piel. Por un momento pensó que los límites de su cuerpo comenzarían a desdibujarse (¿"Transformación"?), aunque no tenía ningún miedo a desaparecer pues nunca se había sentido a sí misma (y a todo) tan presente.
—Eres…
—Lo siento, Alicia. No quería asustarte.
—Eres, ¿me has… me has quitado el dolor? —preguntó, venciendo el miedo a sonar como una auténtica chiflada.
El chico duende bajo los ojos y junto los labios en una línea apretada. No era que se sintiera incómodo, pero no había contado con terminar dando explicaciones.
—Verás, no, yo… yo no. Esto es… —“es Dios”, hubiera dicho, echando mano de la palabra que los creyentes entenderían. Pero no sabía si Alicia era creyente en una Fuente de Amor Universal, Incondicional e Infinito, así que se frenó a tiempo. —“Esto”… es “Todo”. Es lo que hay, lo único que hay. Lo único que Es. Lo único Real, es lo que te ha quitado el dolor.
—Pero…
—No existe el dolor, Alicia. No existe… el dolor no físico. Solo existe Conexión entre seres. Lo único real por sí mismo… es Amor. Y el resto de cosas… solo son reales si las haces reales creyendo en ellas.
Alicia trastabilló, sintiendo que las palabras de Eres impactaban en su cabeza haciéndola alcanzar un estado raro de embriaguez. Sus cinco sentidos parecían haberse acolchado y embotado pero, gracias a eso, sentía que paradójicamente podía impregnarse de todo. De “Todo”.
—Perdóname, quizá no estás para arengas de filosofía barata en estos momentos—suspiró Eres—No querría sonar como Alan porque le odias, ¿verdad? O crees que le odias. No querría sonar como él. —soltó con un deje de tristeza lo que le quemaba en la garganta. —Perdóname. No conozco otra manera de nombrarlo o explicarlo.
—No, yo no le… —Alicia jadeó. Se colocó una mano delante de la boca, pero ni así pudo evitar que las palabras siguieran saliendo—No te preocupes, yo… yo no le… Yo no…
Sonrió y rompió a llorar. Felizmente se rompía en pedazos, casi como antes su máscara se había quebrado sobre la acera. Temblaba como la última hoja de otoño que había rehusado agarrarse a la rama del árbol antes de caer. Nunca jamás se había sentido tan desnuda y tan fuerte. Entre las grietas, luz desbordaba.
—Alicia… ¿estás… estás bien?
El chico duende extendió la mano hacia ella sin querer invadir.
—Gracias, Eres.
—No, no. No he sido yo. Ha sido…
“Ha sido Todo”. "Ha sido lo único Real".
—Ya—sollozó Alicia, asintiendo, descompuesta y sin dejar de sonreír. Le cruzó por la mente la ráfaga de que al día siguiente la resaca emocional iba a ser brutal, si es que llegaba a despertarse de este sueño. Los ojos inflamados parecían dos brasas del mismísimo infierno, pero no le importaba lo más mínimo—Ya lo sé, ya.
—Yo solo creo… yo solo creo en lo que es Real. Yo solo creo.
Creer y crear, la verdad aparecía en la maravillosa sinergia al conjugar ambas palabras en presente y en primera persona.
Soy Eres-VI
Se escucharon de pronto voces en la calle, y eso hizo reaccionar tanto a Alicia como a Eres, desviándose por un momento la atención de ambos hacia donde estas procedían. A pocos metros de ellos, la zona donde estaba el hotel se hallaba iluminada, y frente a las puertas abiertas del edificio se congregaba un pequeño grupo de personas. Parecían estar despidiéndose antes de marchar cada uno de ellos a su respectiva plaza de aparcamiento, o a donde diablos fuera.
A Alicia se le aceleró el pulso y de pronto sintió un nudo en la garganta. Inexplicablemente un nudo de pena, porque… porque ahora se sentía tan BIEN que lo que menos le apetecía era volver a encontrarse con sus “fans”. Uh, no quería ni pensar en volver a tener que responder preguntas, más aun cuando se había escapado de la presentación por la puerta de atrás de la forma más trapera del mundo. La calma que sentía era sencillamente sagrada, y no quería ni pensar en permitir que nada la rompiese. Miró a Eres con un punto de desesperación, como si este tuviera la clave de lo que cabía hacer.
—Eres. Oye, creo que… —“quiero irme a casa”, iba a decirle. Pero le asaltó entonces la certeza de que eso significaría separarse del dudoso humano y, bueno, no quería que eso pasara. Al menos no aun. Tenía la extraña sensación de que quedaba algo pendiente entre ellos, aunque eso era algo del todo irracional.
Cambió el peso de un pie descalzo a otro, incómoda al no saber cómo plantear la situación ni qué hacer.
—No tengo coche—contestó el chico, y su tono de voz fue tan sentido que hizo reír a Alicia.
—¡Yo tampoco! ¿Tal… tal vez podríamos tomar un taxi? —así era como ella había llegado al hotel, al fin y al cabo. —¿Tú querrías…?—se le atragantó la frase un par de veces, pero al fin consiguió sacarla—¿Tú querrías venir conmigo? Solo… solo si quieres, me refiero… por favor, no pienses nada raro, no pienses que yo…
“Que no puedo quedarme sola”. “Que quiero algo de ti”. “Que quiero algo deshonesto”. No sabía la propia Alicia si realmente era algo de esto lo que quería dar a entender. Pero Eres sonrió.
—Ah, no. No pienso mucho, no te preocupes—no le dolieron prendas en admitir esto, quizá porque él mismo sabía que de tonto no tenía un pelo. Ah, era cierto que entre humanos era habitual la práctica del pensamiento que llevaba a emitir juicios, pero en el caso de Eres esto era tomado como un deporte de riesgo que hacía con mucho cuidado, solo cuando era estrictamente necesario. Era sencillo perderse en el intrincado laberinto de la mente; ahora que tenía una mente humana con identidad, ego instrumental, implantes y condicionamientos inevitables lo sabía.—No tengas miedo a lo que yo piense, por favor. Procuro evitar pensar más de lo necesario.
Alicia asintió un tanto nerviosa. Retrocedió a una zona en sombras para evitar ser vista, por si a alguno de aquellos que estaba en la puerta del hotel se le ocurría volver la cabeza hacia allí.
—Entonces, ¿quieres venir?
—Sí. Sí, quiero ir. —No había vacilación ni atisbo de duda en la respuesta de Eres.
A Alicia se le aceleró el pulso y de pronto sintió un nudo en la garganta. Inexplicablemente un nudo de pena, porque… porque ahora se sentía tan BIEN que lo que menos le apetecía era volver a encontrarse con sus “fans”. Uh, no quería ni pensar en volver a tener que responder preguntas, más aun cuando se había escapado de la presentación por la puerta de atrás de la forma más trapera del mundo. La calma que sentía era sencillamente sagrada, y no quería ni pensar en permitir que nada la rompiese. Miró a Eres con un punto de desesperación, como si este tuviera la clave de lo que cabía hacer.
—Eres. Oye, creo que… —“quiero irme a casa”, iba a decirle. Pero le asaltó entonces la certeza de que eso significaría separarse del dudoso humano y, bueno, no quería que eso pasara. Al menos no aun. Tenía la extraña sensación de que quedaba algo pendiente entre ellos, aunque eso era algo del todo irracional.
Cambió el peso de un pie descalzo a otro, incómoda al no saber cómo plantear la situación ni qué hacer.
—No tengo coche—contestó el chico, y su tono de voz fue tan sentido que hizo reír a Alicia.
—¡Yo tampoco! ¿Tal… tal vez podríamos tomar un taxi? —así era como ella había llegado al hotel, al fin y al cabo. —¿Tú querrías…?—se le atragantó la frase un par de veces, pero al fin consiguió sacarla—¿Tú querrías venir conmigo? Solo… solo si quieres, me refiero… por favor, no pienses nada raro, no pienses que yo…
“Que no puedo quedarme sola”. “Que quiero algo de ti”. “Que quiero algo deshonesto”. No sabía la propia Alicia si realmente era algo de esto lo que quería dar a entender. Pero Eres sonrió.
—Ah, no. No pienso mucho, no te preocupes—no le dolieron prendas en admitir esto, quizá porque él mismo sabía que de tonto no tenía un pelo. Ah, era cierto que entre humanos era habitual la práctica del pensamiento que llevaba a emitir juicios, pero en el caso de Eres esto era tomado como un deporte de riesgo que hacía con mucho cuidado, solo cuando era estrictamente necesario. Era sencillo perderse en el intrincado laberinto de la mente; ahora que tenía una mente humana con identidad, ego instrumental, implantes y condicionamientos inevitables lo sabía.—No tengas miedo a lo que yo piense, por favor. Procuro evitar pensar más de lo necesario.
Alicia asintió un tanto nerviosa. Retrocedió a una zona en sombras para evitar ser vista, por si a alguno de aquellos que estaba en la puerta del hotel se le ocurría volver la cabeza hacia allí.
—Entonces, ¿quieres venir?
—Sí. Sí, quiero ir. —No había vacilación ni atisbo de duda en la respuesta de Eres.
Escaparon juntos pues, de nuevo en dirección opuesta al hotel. No fue difícil encontrar un taxi a aquella hora, y no tardaron demasiado en llegar al coqueto barrio donde vivía la escritora. Qué decir, el dinero tal vez no era la cosecha de su trabajo, pero era un buen abono para que la merecida abundancia creciera.
Alicia vivía en un bloque de apartamentos en el centro de la ciudad. Se trataba de un edificio de hermosa arquitectura decimonónica, genuinamente antiguo pero también restaurado. Predominaban líneas curvas en la fachada color crema de estilo modernista; formas suaves insuflaban los balcones como balón de aire, cenefas de fantasía rodeaban los arcos de las ventanas. Su piso era el último –el quinto- con una gran terraza, cerca del cielo. ¿Qué más podía pedir? Nunca había tenido expectativas de vivir en una mansión ni nada semejante, y lo cierto era que estaba muy contenta con su casa.
—¿Sabes? Tu nombre me resulta muy extraño. Lo siento, no puedo evitarlo—rio flojamente cuando el taxi se alejó, mientras tanteaba el bolsillo de su chaqueta buscando las llaves.
—¿Eres?
“Eres. Soy Eres”. Es que sonaba muy loco, ¿verdad?
—Sí. A lo mejor no te llamas así, y te has estado quedando conmigo todo el tiempo.
El chico-duende soltó una risita queda, avanzando tras ella por el camino empedrado que guiaba hacia el portal del bloque de apartamentos.
—Oh, no. Te prometo que soy... Eres. Aunque también he tenido nombres. Otros nombres, quiero decir—añadió, esbozando el sesgo de una sonrisa enigmática, más bien juguetona—pero el que más me gusta es este.
—¿Sí?
Alicia giró la llave en la cerradura, empujó la puerta acristalada decorada con hierro forjado y se apartó para que el chico-duende pudiera entrar al edificio.
—Sí. Se siente cómodo—respondió él, encogiéndose levemente de hombros—Eres. Se siente verdad.
—¿Y qué otros nombres has tenido? —Inquirió ella con curiosidad—Ya de paso podrías decirme también qué eres. Doy por hecho que esto es un sueño muy loco, como ves.
El chico rio con ganas. Le encantaba oír reír a Alicia, y ya no digamos el pollo mental que se podía montar uno con las palabras por culpa de los nombres: “Eres, Eres, ¿qué Eres?”. Perfectamente la entendía.
—Me han llamado Yinn, hace tiempo. Y soy… igual que tú, no sé. ¿Cómo que qué soy?
Alicia acelero un poco el paso hacia el ascensor, más que nada porque el suelo de baldosas imitando mármol se sentía frío bajo sus pies descalzos. Quién le iba a decir a ella que terminaría la noche como Cenicienta, volviendo a casa sin un zapato y con el otro en la mano. Pulsó el interruptor de la luz y después el botón de llamada del ascensor, juntando las piernas por instinto porque de pronto se orinaba viva.
—No, no. Como yo, no.
—¿Por qué no?
—No me hagas reír, por favor, que me estoy meando. Sólo mírate, Eres. Tú y yo no tenemos nada que ver.
El chico retrocedió un par de pasos y se llevó las manos al pecho, parodiando un golpe certero a su sensibilidad.
—¿Solo lo dices porque soy bajito? Me hieres.
—Bajito, sí. Y con las orejas en punta, que lo he visto. —se arrepintió al momento de decir aquello, porque en definitiva qué sabía ella si el pobre chico tenía algún tipo de enfermedad genética como causa de esa fisionomía. Lo que menos quería era ofender al que (aun no sabía cómo) ya consideraba un amigo.
—Je. Son para escucharte mejor—respondió él. Lejos de dar muestras de haberse sentido atacado, apartó la cortina de pelo lacio y negro para mostrar las lanceoladas orejas y, no contento con ello, colocó las manos tras cada una de ellas para echarlas hacia delante—Mira. Se desabrochan.
Ella soltó una carcajada justo cuando el habitáculo del ascensor aterrizaba con un golpe seco delante de ellos. Contrajo su expresión en un gesto de dolor y se dobló sobre sí misma, ambas manos en el estómago.
—¡Eres, por favor, que me estoy meando y no voy a llegar a casa!
Aun le picaban los ojos y se sentía agotada, pero a la vez experimentaba un alivio tremendo como cuando uno…
—No sé por qué te hace tanta gracia, la verdad.
…Como cuando uno por fin deja de resistirse. Imagina por un momento que un pez fuera del agua estuviera luchando y dando bandazos, con la muerte en la cara, y de pronto se diera cuenta de que puede respirar. De que siempre había podido hacerlo porque, de hecho, ni siquiera estaba fuera del agua. Abriría entonces branquias de inmediato pero no para agonizar, sino que tomaría el oxígeno que necesitase del líquido elemento y regresaría a la vida. Ese tipo de descanso estaba siendo el experimentado ahora, y era una sensación tan poderosa como real.
Alicia consiguió, por fortuna, aguantarse las ganas de orinar y ganar el dominio justo de sí misma para entrar al ascensor. Esta vez no dejó pasar a Eres primero por mera necesidad.
En cuanto ambos estuvieron dentro, pulsó con apremio el botón rotulado con el número cinco, luchando por no llevar la mano libre entre sus apretados muslos.
—¿Te imaginas que se para el ascensor ahora y tienes que mear en una botella?
Se encogió ella pegando el culo a la pared, soltando una nueva carcajada a su pesar. Ah, cuántas historias peligrosas han comenzado con un “te imaginas”, ¿verdad?
—¡En una botella lo dudo! Si acaso sería en el bolso…
Fue Eres entonces quien rio, pegado él también estúpidamente a la pared opuesta como si mimetizara los movimientos ajenos por reflejo, solo que en su caso parecía una réplica enana del hombre araña del revés, con los brazos extendidos a los costados y la espalda pegada a la pared revestida de madera.
—Ay, no. Qué pena, con lo bonito que es.
—¡Me cargaría el libro de Alan!
—Je, je. Pobrecito Alan. Luego le llamamos para contárselo, seguro que le encantaría saberlo.
—¡Jaa,ja,ja! --solo de imaginarlo Alicia se retorcía de la risa sin pizca de Malicia— Ay, por favor, cállate que me voy a mear de verdad.
Ah, por primera vez se estaba arrepintiendo de vivir en un quinto piso y de que el ascensor tardase tanto en llegar arriba.
—Hombre, si le meas el libro igual tiene arreglo. Creo que hay cosas peores que podrían pasar, ji, ji, ji.
—Ja, ja, ja.
La cabina del ascensor se encajó con un quejido metálico al llegar a su destino y sonó un “cling”! Pero la situación de Alicia era ya irremediable.
—Me he meado encima, Eres—carcajeó sin dar crédito mientras las puertas del habitáculo se abrían frente a ambos—me he meado en las putas bragas por tu culpa.
El chico duende le palmeó el brazo desde su metro cincuenta para dar un poco de apoyo moral.
—Es liberador que todo lo retenido salga—rio bajito a su vez, aunque sabía que no podía haber más verdad en lo que acababa de decir. Lo que a Alicia le había pasado ahora era muy lógico, y quizá sí había sido por culpa de Eres en parte, pero no por las risas que se habían pegado sino por otra razón.
En verdad, energía y materia solo se diferencian en cualidades físicas como densidad, cohesión entre átomos y moléculas y cantidad de substancia en un determinado espacio. ¿Qué es la materia en sí misma, sino átomos y cargas girando? Ambas se conservan, ambas se transforman.
Era natural que, cuando un humano recibía una descarga de Alta Vibración, se arrastrara materia en el proceso mientras la energía del sistema enloquecía y se transformaba antes de recolocarse de nuevo. Las interferencias salían despedidas en todas sus formas, tanto perceptibles como inadvertidas. En cuanto a las formas tangibles de desprendimiento, Eres había visto y oído casos de personas que descamaban piel, lloraban, vomitaban, moqueaban o incluso tenían una crisis puntual de diarrea abundante después de algo así. Algunos llamaban a ese arrastre “limpieza”, y bueno, él podía entender por qué, pues también la había experimentado en su propio cuerpo. Mente, cuerpo, energía, espíritu… todo estaba relacionado, todo era Uno en la experiencia de la tercera dimensión.
—Podía haber sido peor. —concluyó, soltando una pequeña y queda carcajada y encogiéndose de hombros.
—Oh, sí—corroboró Alicia mientras salía del ascensor. Definitivamente podía haber sido peor, estaba claro. Sin saber por qué, se vio pensando en el hipotético caso de haber usado su bolso para aliviarse, y valoró que, si en lugar de orinarse en el libro de Alan se hubiera cagado en él, ya no podría leerlo ni poniéndolo a secar. Vaya, ¿acaso tenía ganas de leerlo? Sí, admitió en silencio inmediatamente, aunque sin salir de su asombro. Las tenía. Lo haría, empezaría a leer ese condenado libro en cuanto tuviera un ratito de soledad.
Se sentía un poco asqueroso caminar empapada por lo que acababa de pasarle, pero, afortunadamente, solo tenía que recorrer una mínima distancia desde el ascensor hasta la puerta de su piso. Por increíble que pudiera parecer, no sentía ni un mínimo rastro de vergüenza a pesar de que Eres estaba ahí. En realidad, poco sentido tendría sentirla si el otro había visto cómo había ocurrido todo, ¿cierto? Era perfectamente comprensible que, dadas las circunstancias, cualquier persona en la piel de Alicia hubiera terminado teniendo este tipo de accidente. Que todos los accidentes fueran esos, se dijo ella mientras se volvía para sonreír al chico duende, iluminándose más el descansillo con sus ojos en aquel momento que con la titilante luz del aplique colgado en la pared.
—Bienvenido, Eres—dijo al abrir la puerta, aun sin dejar del todo de reír. Al parecer el cosquilleo cerebral tardaba en abandonarla—este es mi hogar. Siéntete como en tu casa, hasta para poner los pies encima de la mesa.
—Gracias—respondió él, también con una amplia sonrisa cruzándole el rostro de parte a parte—no creo que las piernas me alcancen desde el sofá, pero puedo intentarlo.
Entraron al recibidor, y Alicia encendió allí también las luces (a pesar de seguir sonriendo). Era cierto que Eres veía mejor en la oscuridad, pero el chico-duende se guardó este detalle para sí; al fin y al cabo, llevaba el suficiente tiempo en el mundo tangible como para haberse acostumbrado a la molestia que la luz natural y artificial le producía.
—Oye, Eres. Necesito darme una ducha, o… un baño, casi mejor. ¿Te parece mal si me tomo un momento y me doy un baño rápido? —preguntó la escritora. Estaba derrengada, y de pronto la perspectiva de tomar un baño se le antojaba demasiado tentadora como para soslayarla, aunque tampoco le parecía muy bien encerrarse y dejar a su invitado ahí a la buena de dios.
—De rápido nada—contestó Eres sin vacilar—Tómate el tiempo que necesites, por favor.
—¿De verdad?
—De verdad—confirmó él con un vehemente asentimiento. Cómo no comprender la necesidad que Alicia podría estar teniendo de parar un poco, recostarse en la bañera y relajarse con el agua calentita.
—¿No te importa? Solo será un momento, te prometo que no tardaré. Mientras, tú… puedes poner la tele o… ya sabes, fisgar por ahí, je,je. Lo que te apetezca.
—Tómate el tiempo que quieras, Alicia, por favor—insistió él—Yo estaré genial, en serio.
—Gracias.
Ella se quedó mirándole un momento. A la luz del recibidor podía verle mucho mejor que en la calle, como si antes Eres se hubiera mimetizado de algún modo con las sombras esquivas entre farola y farola y con la noche. Era algo perturbador pensar en esto porque… ¿acaso Eres estaba hecho de retazos de oscuridad? Alicia era escritora, tenía imaginación, era fácil para ella dejar volar la mente a conclusiones de ese tipo. Y al fin y al cabo, seguía costándole pensar que aquella personita que tenía ante sus ojos era humana.
—No aprovecharás para robarme y largarte, ¿verdad? Tengo cosas de valor sentimental—bromeó, resistiéndose por alguna razón a moverse hacia el cuarto de baño aun.
—Ah, sí. En eso precisamente pensaba, y luego salir por la ventana. ¿Tienes una cuerda? Para no fastidiarte las sábanas, ya sabes.
Otra vez les dio risa.
—Deja un momento de hacerme cosquillas en el cerebro, ¿sí? —rogó ella, aunque en el fondo quería que no parase nunca.
—En serio, no te preocupes, ¿vale? Estaré genial. De verdad.—Lo de las cosquillas no era negociable, o bueno, en realidad ni él mismo lo sabía. Pero tampoco quería parar de hacerlas ni de recibirlas, fuera como fuese.—Estaré genial. En serio.
“Verdes” se dijo entonces Alicia. Los ojos del chico-duende eran verdes, color esmeralda salpicado de pequeñas motitas doradas que parecían luminosas. Ahora, dentro de casa y de cerca, podía ver el color con claridad.
Eran unos ojos de mirada bonita, los de aquella persona pequeña que podía ser lo mismo un chico que una chica -si no era porque él mismo se había diferenciado-, que podía ser tanto un niño como un adulto. Sintió de golpe unas ganas tremendas de precipitarse hacia el enjuto cuerpo y estrecharlo en un fuerte abrazo, no sabía bien si por mero agradecimiento o si porque, simplemente, se sentía feliz… Vaya, era nuevo eso. “Felicidad” no era ningún privilegio reservado a los idiotas, y seguramente tampoco era una meta a alcanzar, porque solo se manifestaba en presente. Y qué decir, se estaba muy a gusto respirándola ahora.
Se despidió del chico elfito apresuradamente, sin embargo, porque la tentación de abrazarle cuerpo a cuerpo era seria y de pronto tuvo miedo de molestarle. Fantaseaba en su cabeza con una monumental invasión del espacio del otro, y eso no gustaba a todo el mundo, ¿verdad? Eres, de hecho, había sido cuidadoso en eso siempre para con ella. La primera vez que la tocó fue en el ascensor, y muy brevemente, ya que la ocasión anterior –cuando le había impedido tocar los cristales rotos- no se podía considerar sino causa de fuerza mayor para poner la mano en medio.
Alicia vivía en un bloque de apartamentos en el centro de la ciudad. Se trataba de un edificio de hermosa arquitectura decimonónica, genuinamente antiguo pero también restaurado. Predominaban líneas curvas en la fachada color crema de estilo modernista; formas suaves insuflaban los balcones como balón de aire, cenefas de fantasía rodeaban los arcos de las ventanas. Su piso era el último –el quinto- con una gran terraza, cerca del cielo. ¿Qué más podía pedir? Nunca había tenido expectativas de vivir en una mansión ni nada semejante, y lo cierto era que estaba muy contenta con su casa.
—¿Sabes? Tu nombre me resulta muy extraño. Lo siento, no puedo evitarlo—rio flojamente cuando el taxi se alejó, mientras tanteaba el bolsillo de su chaqueta buscando las llaves.
—¿Eres?
“Eres. Soy Eres”. Es que sonaba muy loco, ¿verdad?
—Sí. A lo mejor no te llamas así, y te has estado quedando conmigo todo el tiempo.
El chico-duende soltó una risita queda, avanzando tras ella por el camino empedrado que guiaba hacia el portal del bloque de apartamentos.
—Oh, no. Te prometo que soy... Eres. Aunque también he tenido nombres. Otros nombres, quiero decir—añadió, esbozando el sesgo de una sonrisa enigmática, más bien juguetona—pero el que más me gusta es este.
—¿Sí?
Alicia giró la llave en la cerradura, empujó la puerta acristalada decorada con hierro forjado y se apartó para que el chico-duende pudiera entrar al edificio.
—Sí. Se siente cómodo—respondió él, encogiéndose levemente de hombros—Eres. Se siente verdad.
—¿Y qué otros nombres has tenido? —Inquirió ella con curiosidad—Ya de paso podrías decirme también qué eres. Doy por hecho que esto es un sueño muy loco, como ves.
El chico rio con ganas. Le encantaba oír reír a Alicia, y ya no digamos el pollo mental que se podía montar uno con las palabras por culpa de los nombres: “Eres, Eres, ¿qué Eres?”. Perfectamente la entendía.
—Me han llamado Yinn, hace tiempo. Y soy… igual que tú, no sé. ¿Cómo que qué soy?
Alicia acelero un poco el paso hacia el ascensor, más que nada porque el suelo de baldosas imitando mármol se sentía frío bajo sus pies descalzos. Quién le iba a decir a ella que terminaría la noche como Cenicienta, volviendo a casa sin un zapato y con el otro en la mano. Pulsó el interruptor de la luz y después el botón de llamada del ascensor, juntando las piernas por instinto porque de pronto se orinaba viva.
—No, no. Como yo, no.
—¿Por qué no?
—No me hagas reír, por favor, que me estoy meando. Sólo mírate, Eres. Tú y yo no tenemos nada que ver.
El chico retrocedió un par de pasos y se llevó las manos al pecho, parodiando un golpe certero a su sensibilidad.
—¿Solo lo dices porque soy bajito? Me hieres.
—Bajito, sí. Y con las orejas en punta, que lo he visto. —se arrepintió al momento de decir aquello, porque en definitiva qué sabía ella si el pobre chico tenía algún tipo de enfermedad genética como causa de esa fisionomía. Lo que menos quería era ofender al que (aun no sabía cómo) ya consideraba un amigo.
—Je. Son para escucharte mejor—respondió él. Lejos de dar muestras de haberse sentido atacado, apartó la cortina de pelo lacio y negro para mostrar las lanceoladas orejas y, no contento con ello, colocó las manos tras cada una de ellas para echarlas hacia delante—Mira. Se desabrochan.
Ella soltó una carcajada justo cuando el habitáculo del ascensor aterrizaba con un golpe seco delante de ellos. Contrajo su expresión en un gesto de dolor y se dobló sobre sí misma, ambas manos en el estómago.
—¡Eres, por favor, que me estoy meando y no voy a llegar a casa!
Aun le picaban los ojos y se sentía agotada, pero a la vez experimentaba un alivio tremendo como cuando uno…
—No sé por qué te hace tanta gracia, la verdad.
…Como cuando uno por fin deja de resistirse. Imagina por un momento que un pez fuera del agua estuviera luchando y dando bandazos, con la muerte en la cara, y de pronto se diera cuenta de que puede respirar. De que siempre había podido hacerlo porque, de hecho, ni siquiera estaba fuera del agua. Abriría entonces branquias de inmediato pero no para agonizar, sino que tomaría el oxígeno que necesitase del líquido elemento y regresaría a la vida. Ese tipo de descanso estaba siendo el experimentado ahora, y era una sensación tan poderosa como real.
Alicia consiguió, por fortuna, aguantarse las ganas de orinar y ganar el dominio justo de sí misma para entrar al ascensor. Esta vez no dejó pasar a Eres primero por mera necesidad.
En cuanto ambos estuvieron dentro, pulsó con apremio el botón rotulado con el número cinco, luchando por no llevar la mano libre entre sus apretados muslos.
—¿Te imaginas que se para el ascensor ahora y tienes que mear en una botella?
Se encogió ella pegando el culo a la pared, soltando una nueva carcajada a su pesar. Ah, cuántas historias peligrosas han comenzado con un “te imaginas”, ¿verdad?
—¡En una botella lo dudo! Si acaso sería en el bolso…
Fue Eres entonces quien rio, pegado él también estúpidamente a la pared opuesta como si mimetizara los movimientos ajenos por reflejo, solo que en su caso parecía una réplica enana del hombre araña del revés, con los brazos extendidos a los costados y la espalda pegada a la pared revestida de madera.
—Ay, no. Qué pena, con lo bonito que es.
—¡Me cargaría el libro de Alan!
—Je, je. Pobrecito Alan. Luego le llamamos para contárselo, seguro que le encantaría saberlo.
—¡Jaa,ja,ja! --solo de imaginarlo Alicia se retorcía de la risa sin pizca de Malicia— Ay, por favor, cállate que me voy a mear de verdad.
Ah, por primera vez se estaba arrepintiendo de vivir en un quinto piso y de que el ascensor tardase tanto en llegar arriba.
—Hombre, si le meas el libro igual tiene arreglo. Creo que hay cosas peores que podrían pasar, ji, ji, ji.
—Ja, ja, ja.
La cabina del ascensor se encajó con un quejido metálico al llegar a su destino y sonó un “cling”! Pero la situación de Alicia era ya irremediable.
—Me he meado encima, Eres—carcajeó sin dar crédito mientras las puertas del habitáculo se abrían frente a ambos—me he meado en las putas bragas por tu culpa.
El chico duende le palmeó el brazo desde su metro cincuenta para dar un poco de apoyo moral.
—Es liberador que todo lo retenido salga—rio bajito a su vez, aunque sabía que no podía haber más verdad en lo que acababa de decir. Lo que a Alicia le había pasado ahora era muy lógico, y quizá sí había sido por culpa de Eres en parte, pero no por las risas que se habían pegado sino por otra razón.
En verdad, energía y materia solo se diferencian en cualidades físicas como densidad, cohesión entre átomos y moléculas y cantidad de substancia en un determinado espacio. ¿Qué es la materia en sí misma, sino átomos y cargas girando? Ambas se conservan, ambas se transforman.
Era natural que, cuando un humano recibía una descarga de Alta Vibración, se arrastrara materia en el proceso mientras la energía del sistema enloquecía y se transformaba antes de recolocarse de nuevo. Las interferencias salían despedidas en todas sus formas, tanto perceptibles como inadvertidas. En cuanto a las formas tangibles de desprendimiento, Eres había visto y oído casos de personas que descamaban piel, lloraban, vomitaban, moqueaban o incluso tenían una crisis puntual de diarrea abundante después de algo así. Algunos llamaban a ese arrastre “limpieza”, y bueno, él podía entender por qué, pues también la había experimentado en su propio cuerpo. Mente, cuerpo, energía, espíritu… todo estaba relacionado, todo era Uno en la experiencia de la tercera dimensión.
—Podía haber sido peor. —concluyó, soltando una pequeña y queda carcajada y encogiéndose de hombros.
—Oh, sí—corroboró Alicia mientras salía del ascensor. Definitivamente podía haber sido peor, estaba claro. Sin saber por qué, se vio pensando en el hipotético caso de haber usado su bolso para aliviarse, y valoró que, si en lugar de orinarse en el libro de Alan se hubiera cagado en él, ya no podría leerlo ni poniéndolo a secar. Vaya, ¿acaso tenía ganas de leerlo? Sí, admitió en silencio inmediatamente, aunque sin salir de su asombro. Las tenía. Lo haría, empezaría a leer ese condenado libro en cuanto tuviera un ratito de soledad.
Se sentía un poco asqueroso caminar empapada por lo que acababa de pasarle, pero, afortunadamente, solo tenía que recorrer una mínima distancia desde el ascensor hasta la puerta de su piso. Por increíble que pudiera parecer, no sentía ni un mínimo rastro de vergüenza a pesar de que Eres estaba ahí. En realidad, poco sentido tendría sentirla si el otro había visto cómo había ocurrido todo, ¿cierto? Era perfectamente comprensible que, dadas las circunstancias, cualquier persona en la piel de Alicia hubiera terminado teniendo este tipo de accidente. Que todos los accidentes fueran esos, se dijo ella mientras se volvía para sonreír al chico duende, iluminándose más el descansillo con sus ojos en aquel momento que con la titilante luz del aplique colgado en la pared.
—Bienvenido, Eres—dijo al abrir la puerta, aun sin dejar del todo de reír. Al parecer el cosquilleo cerebral tardaba en abandonarla—este es mi hogar. Siéntete como en tu casa, hasta para poner los pies encima de la mesa.
—Gracias—respondió él, también con una amplia sonrisa cruzándole el rostro de parte a parte—no creo que las piernas me alcancen desde el sofá, pero puedo intentarlo.
Entraron al recibidor, y Alicia encendió allí también las luces (a pesar de seguir sonriendo). Era cierto que Eres veía mejor en la oscuridad, pero el chico-duende se guardó este detalle para sí; al fin y al cabo, llevaba el suficiente tiempo en el mundo tangible como para haberse acostumbrado a la molestia que la luz natural y artificial le producía.
—Oye, Eres. Necesito darme una ducha, o… un baño, casi mejor. ¿Te parece mal si me tomo un momento y me doy un baño rápido? —preguntó la escritora. Estaba derrengada, y de pronto la perspectiva de tomar un baño se le antojaba demasiado tentadora como para soslayarla, aunque tampoco le parecía muy bien encerrarse y dejar a su invitado ahí a la buena de dios.
—De rápido nada—contestó Eres sin vacilar—Tómate el tiempo que necesites, por favor.
—¿De verdad?
—De verdad—confirmó él con un vehemente asentimiento. Cómo no comprender la necesidad que Alicia podría estar teniendo de parar un poco, recostarse en la bañera y relajarse con el agua calentita.
—¿No te importa? Solo será un momento, te prometo que no tardaré. Mientras, tú… puedes poner la tele o… ya sabes, fisgar por ahí, je,je. Lo que te apetezca.
—Tómate el tiempo que quieras, Alicia, por favor—insistió él—Yo estaré genial, en serio.
—Gracias.
Ella se quedó mirándole un momento. A la luz del recibidor podía verle mucho mejor que en la calle, como si antes Eres se hubiera mimetizado de algún modo con las sombras esquivas entre farola y farola y con la noche. Era algo perturbador pensar en esto porque… ¿acaso Eres estaba hecho de retazos de oscuridad? Alicia era escritora, tenía imaginación, era fácil para ella dejar volar la mente a conclusiones de ese tipo. Y al fin y al cabo, seguía costándole pensar que aquella personita que tenía ante sus ojos era humana.
—No aprovecharás para robarme y largarte, ¿verdad? Tengo cosas de valor sentimental—bromeó, resistiéndose por alguna razón a moverse hacia el cuarto de baño aun.
—Ah, sí. En eso precisamente pensaba, y luego salir por la ventana. ¿Tienes una cuerda? Para no fastidiarte las sábanas, ya sabes.
Otra vez les dio risa.
—Deja un momento de hacerme cosquillas en el cerebro, ¿sí? —rogó ella, aunque en el fondo quería que no parase nunca.
—En serio, no te preocupes, ¿vale? Estaré genial. De verdad.—Lo de las cosquillas no era negociable, o bueno, en realidad ni él mismo lo sabía. Pero tampoco quería parar de hacerlas ni de recibirlas, fuera como fuese.—Estaré genial. En serio.
“Verdes” se dijo entonces Alicia. Los ojos del chico-duende eran verdes, color esmeralda salpicado de pequeñas motitas doradas que parecían luminosas. Ahora, dentro de casa y de cerca, podía ver el color con claridad.
Eran unos ojos de mirada bonita, los de aquella persona pequeña que podía ser lo mismo un chico que una chica -si no era porque él mismo se había diferenciado-, que podía ser tanto un niño como un adulto. Sintió de golpe unas ganas tremendas de precipitarse hacia el enjuto cuerpo y estrecharlo en un fuerte abrazo, no sabía bien si por mero agradecimiento o si porque, simplemente, se sentía feliz… Vaya, era nuevo eso. “Felicidad” no era ningún privilegio reservado a los idiotas, y seguramente tampoco era una meta a alcanzar, porque solo se manifestaba en presente. Y qué decir, se estaba muy a gusto respirándola ahora.
Se despidió del chico elfito apresuradamente, sin embargo, porque la tentación de abrazarle cuerpo a cuerpo era seria y de pronto tuvo miedo de molestarle. Fantaseaba en su cabeza con una monumental invasión del espacio del otro, y eso no gustaba a todo el mundo, ¿verdad? Eres, de hecho, había sido cuidadoso en eso siempre para con ella. La primera vez que la tocó fue en el ascensor, y muy brevemente, ya que la ocasión anterior –cuando le había impedido tocar los cristales rotos- no se podía considerar sino causa de fuerza mayor para poner la mano en medio.
VII- Pide un deseo, Alicia
Quedándose con las ganas de ese abrazo -y con algo de súbito frío en el cuerpo-, giró Alicia para enfilar el pasillo hacia el cuarto de baño y se encerró allí, sin darse cuenta de que ni siquiera le había explicado a Eres dónde estaba el salón. Pero no parecía necesitar ni brújula ni mapa para orientarse el chico-duende, y, por otra parte, Alicia en este momento no se preocupaba por cosa alguna.
Esto último era absolutamente literal. Las preocupaciones habían desaparecido, y ella no sabía cuánto duraría ese estado, pero quería disfrutarlo hasta el último segundo. ¿Pájaros en la cabeza, tal vez? Si eran pájaros de libertad, bienvenidos fueran.
Dándole alguna vuelta somera sin poderlo evitar, recordó haber leído en alguna ocasión que “preocuparse” siempre era inútil por ser improductivo en sí. Algo como: Si lo que te pasa tiene solución, ¿por qué te preocupas? Y si no la tiene, ¿para qué te preocupas?
Había leído también que no era lo mismo preocuparse por algo que ocuparse en algo (o de algo). Del mismo modo que culpa no era lo mismo que responsabilidad; la primera paralizaba y encarcelaba, la segunda movilizaba y liberaba. Que increíble que tuviera todo esto almacenado en algún lugar de su memoria y no lo hubiera desempolvado nunca. Ah, cuántas veces había leído también que aprender es recordar... Re-cordar: volver a pasar por el corazón.
Tal vez todos estos recuerdos estaban llegando ahora por medio de algún tipo de canal recién engrasado, una vez su mente se había liberado de algunas interferencias. Tal vez, paradójicamente, ahora que su mente estaba más relajada y mucho menos activa de lo habitual era más fácil construir pensamiento. Aunque ella sabía que, de hecho, lo que había despejado las interferencias mentales no era un pensamiento.
Si lo que había liberado su mente de interferencias no había sido un pensamiento ("Conexión Real"), ¿por qué ahora pensar ayudaba? Porque ahora estaba pensando, ¿cierto?
Cierto, ahora estaba pensando. Aunque no de la forma en la que pensaba habitualmente.
¿Era posible meter el Sentimiento en la ecuación para que todo tuviera sentido? Se preguntó Alicia. ¿Era eso lo que estaba ocurriendo? ¿Había tenido que llegar un ser llamado "ERES" para lanzarle... para lanzarle... Amor? ¿Amor, Conexión, Sentimiento susceptible de ser integrado en el proceso de pensar?
Sentimiento. Sentimiento no era lo mismo que "emociones". Sentir no era lo mismo que reaccionar. Reaccionar era animal y químico, a veces frente a amenazas que ni siquiera estaban ahí, y otras veces desde las heridas y los viejos dolores anclados en alguna parte. Sentir desde el ser completo no era parcial. Sentir desde el ser completo era, simplemente, Verdad.
¿Cómo podía saber todo esto Alicia de repente? No tenía ni la menor idea, solo sentía que lo sentía, y que siempre había estado ahí.
Sentía y sabía que ella no era sus heridas por mucho que las heridas fueran suyas, del mismo modo que ella no era su brazo o su mano por mucho que estos fueran suyos. Sentir desde el ser completo era mucho más real que reaccionar desde sectores parciales que por sí solos no definían ser alguno.
¿Era funcional, entonces, el Sentimiento guiando al pensamiento a la hora de enfrentar “la realidad”? "La realidad". Su realidad.
La realidad suya era solo suya, claro. Era diferente a la de otra persona. Su universo era, en lo total y en lo absoluto, puramente intransferible y mental. ¿Convertía eso en real todo aquello que ella percibía desde la cárcel de los sentidos? Lo que pensaba, lo que creía, era real para ella solamente. No era "Real" a secas. Ni mucho menos podía esperar que fuese real para otra persona.
Por alguna razón desconocida, pensó en Alan ahora mientras aseguraba el pestillo de la puerta del cuarto de baño y comenzaba a desnudarse. No que le erizase la piel acordarse de su colega escritor –no sentía deseo sexual hacia él, y jamás lo había sentido- pero, inexplicablemente, algo le tocaba el corazón cuando visualizaba ahora el rostro del náufrago.
Ah, tal vez no era Alan tan mal bicho, el pobre. Quizás un poco cobarde sí era, pero bueno, quién no lo había sido alguna vez, ¿verdad? Suspiró. Ella misma no se consideraba precisamente un ejemplo de valentía 24/7. No tenía sentido juzgar a Alan a ese nivel, y de hecho… de hecho, tal vez, todo aquello de lo que acusaba a Alan en su mente estaba en ella también, según su propio eje de percepción. Y, seguramente, lo mismo le podía estar pasando a Alan en la otra dirección, de él hacia ella.
Afinando un poco más, no era que “lo que estuviera en Alan estuviera en Alicia”, sino que “LO QUE ALICIA PONÍA EN ALAN EXISTÍA PARA ALICIA”, y por tanto, podía ella en cualquier momento etiquetarse a sí misma bajo patrones equivalentes o peores.
Tal vez ni Alan ni ella tenían razón al acusarse mutuamente o a sí mismos. Quizá, simplemente no había nada de cierto en “eres cobarde”, “eres Malicia”, “eres superficial”, “eres un guarro”. Quizá solo era cierto “eres”, y ya. Dio un pequeño brinco Alicia sobre el borde de la bañera donde se había sentado tranquilamente a esperar que esta se llenase.
“Eres”.
La casualidad tenía un punto escalofriante… si acaso era casualidad. Eso tenía que admitirlo.
Abrió los grifos de la bañera, y vertió un chorrito de gel de color blanco perlado y olor a magnolia para hacer un poco de espuma. Levantó los ojos hacia el espejo de medio cuerpo frente al lavabo, en el que podía ver su rostro desde la posición que tenía ahora sentada al borde de la tina. No se dio cuenta de que se limitó a observarse sin más, sin emitir juicio alguno y solo reconociéndose. Reconoció la melena suelta y algo revuelta que enmarcaba el rostro, y sus facciones bajo el maquillaje ya casi inexistente y agrietado en algunas partes.
Mientras se miraba a sí misma a los ojos, continuaban llegando a ella esas ideas que parecían aladas, como si de pronto alguien le hubiera puesto el corazón en el cráneo o hubiera insertado conexiones cerebrales dentro de su pecho. Algo le sonaba sobre que en efecto existía tejido neuronal en el corazón, aunque no podía asegurarlo.
A vista de pájaro analizó, sin buscarlo y sin dejar de mirarse a los ojos, arcaicas frases en las que se había columpiado peligrosamente sin saberlo toda la vida. Frases de uso común que adoctrinaban sin tener el poder real de hacerlo (¿cómo iban a tenerlo? ¡sólo eran frases!). Frases tantas veces oídas, en apariencia inofensivas -e incluso puede que hasta dichas con la mejor intención-, pero que, si uno se las creía, encarcelaban a uno.
“Acéptate con tus defectos y tus virtudes”, era una de ellas. Como si tales cosas existieran: “defectos” como rasgos inamovibles y monolíticos de ser (qué peligro pensar en ellos como algo ajeno a la capacidad de decidir); “virtudes” que quizá solo tenían un valor transitorio para encajar en quién sabía qué, como si el alma humana fuera algún tipo de pieza y el universo un puzzle. Virtudes para qué, en cuanto a qué, comparadas con qué. Ser guapo, ser delgado, ser ganador, ¿eran eso virtudes de prioridad, o eran etiquetas? ¿Ser reconocido, ser famoso, ser exitoso? ¿Ser rico, acaso?
“Ámate a ti misma PRIMERO que a los demás”, ¡como si el Amor entendiera de pertenencia o se manifestara en la desigualdad! Como si no fuera, de hecho, el mismo Amor el que uno se da a uno mismo y el que uno siente hacia los demás. Como si existiera, en efecto, “amor propio” y “amor ajeno” a la manera de dos entidades independientes, separadas y contrapuestas o algo semejante. Como si, para amarse uno a uno mismo, uno tuviera que dejar de amar a otros. Cuando Amar era justamente lo contrario a separar seres.
"De tanto dar amor, te quedarás vacío", cuando, precisamente, el Sentimiento que uno da a otros es el Sentimiento que uno se da a uno.
“Necesitas saber quién eres, sé tú mismo”. No señor. Necesitas saber que ERES, sentir que ERES. Porque las etiquetas, las cualidades, son justamente lo que no eres. ¿Dónde estaba escrito que más allá de las circunstancias existiera un “quien”? Un quien cobarde por siempre, fracasado por siempre, rencoroso por definición, fanático sin remisión,
escritor hasta el punto de dejar de ser si esa etiqueta desaparecía,
exitoso,
abogado,
patriota,
ganador,
perdedor.
Un nombre.
Un cuerpo.
Lo visible, lo aparente.
¿Dónde estaba señalado que eso era lo que definía la esencia de un ser? ¿Tan arduo era soportar que lo que definía a un ser -su esencia- simplemente no se podía percibir con los sentidos? ¿Acaso el alma podía verla alguien? No, no era cuestión de ver. Era cuestión de Sentir.
Cuántos errores. Cuantos malditos errores en el pensamiento que supuestamente nunca se equivocaba.
“Conexión Real”, había dicho Eres. Eso no tenía nada de romántico, pero era la expresión máxima de Amor: todos en Uno y Uno en todos.
“Lo único real, lo único que hay”, había dicho él, y luego se había disculpado por la arenga de filosofía barata. Cómo olvidarlo. Y cómo negar esa Conexión, si de hecho Alicia podía SENTIRLA.
“Lo único Real por sí mismo: Conexión”. Era increíble que tan solo una idea formulada en un par de frases hiciera temblar el cielo y la tierra dentro de un ser humano, cambiando el sentido de todo. Y en absoluto se sentía traumático el terremoto. Lejos de perfilarse como una catástrofe nuclear, se sentía igual de bien que entrar en el agua limpia donde estaba a punto de meter Alicia la punta del pie.
No odiaba a Alan, claro que no. Y no le parecía mal encontrar, ahora, desde la paz entre los suaves vapores que se elevaban de la bañera, puntos comunes de Conexión con él. No había nada doloroso, ni tan siquiera molesto, ni mucho menos amenazante en sentirse Conectado. Podía sentirlo con Alan como con cualquier otro ser: con una amiga, con un amigo, con un conocido, con un vecino. Con Eres mismo.
Ah, Eres. Pobrecito. Andaría por ahí en el salón, o tal vez en la cocina trasteando por los armarios. Quizá estaba hambriento, y ella ni siquiera le había ofrecido un mísero refresco.
Impulsada por no querer dejar al guapo chico-duende solo por más tiempo (era guapo, sí, aunque su físico no fuera el más convencional, y aunque estuviera muy lejos de ser un macho-man), Alicia se puso de pie y se preparó para entrar despacito en la bañera.
Ah, qué gusto ser envuelta en esa matriz de dulce calor. De pronto el cuarto de baño entero se había transformado en una especie de templo sagrado y primigenio.
Alicia disfrutó del aroma del agua del baño y de la sensación térmica en su piel que no había dejado de palpitar. Disfrutó de la paz después de que todas aquellas aberraciones en forma de frases y mentiras personales hubieran pasado ante sus ojos y hubieran quedado desarticuladas. A decir verdad, no podría afirmar si desarticuladas del todo, pero al menos descubiertas. Descubiertas como lo que eran: simples formas de hablar, sin más poder que el que uno les daba.
Disfrutó también del aire entrando en cada inspiración y llenando sus pulmones. Incluso aprovechó para retenerlo durante unos segundos antes de exhalar, y se mantuvo también unos instantes “vacía”, en un gozoso estado desconocido hasta el momento en el que ni entraba ni salía aire de su cuerpo hasta volver a inhalar.
“Ah, sí. Así quiero que sea Mi Realidad.”.
Por algún tipo de causa-consecuencia cósmica, se vio queriendo en ese preciso instante que su realidad estuviera solamente en lo que pudiera sentir. Con los ojos cerrados, musitó:
—Deseo que, desde este momento, mi realidad esté solamente en lo que puedo sentir.
“Pide un deseo”, articuló de pronto la voz de Eres, colándose en algún lugar interno como un susurro simpático capaz de sonreír, capaz de dar un beso y una caricia de pluma. Ah, era cierto que los deseos se hacían realidad, pero no como ocurría en los pozos mágicos de los cuentos, sino al manifestarse desde la propia voluntad. Para algunos deseos solo hacían falta intención y palabras, y Alicia no quería monedas de oro, porque ya habitaba en ella el tesoro escondido.
—Deseo… deseo que…—cerró la boca y volvió a despegar los labios para comenzar de nuevo—Desde este mismo momento y para siempre, mi realidad está aquí.
Se llevó una mano al pecho, y sonrió al notar el latido rítmico bajo sus dedos.
—Desde este mismo momento, lo que es real para mí es lo que siento… aquí.
Eres de las estrellas-VIII
Salió de la bañera renovada, casi como si hubiera renacido, con el mismo espíritu que si regresara de un viaje a las profundidades de otro mundo. Una aventura para la cual no tenía muchas palabras, y eso era un tanto frustrante porque, precisamente, se moría de ganas de contársela a Eres. No sabía exactamente por qué quería contarle al chico lo que había re-descubierto durante su estancia en el cuarto de baño, pero, en fin, para cosas como los regalos o las buenas noticias tampoco se necesitaba siempre una razón, ¿no?
Con precipitación, agarró después de secarse una bata color melocotón que tenía colgada tras la puerta y se la puso. Sonrió al notar el tacto suave de la seda sobre la piel, y también sonrió al caer en la cuenta de que esa era la “bata de las ocasiones especiales”, por así decir. ¿Cuánto tiempo hacía que no se la ponía? Y, si era la bata de las ocasiones especiales, ¿por qué carajo la tenía colgada tras la puerta del baño y muerta de risa? Ah, grandes enigmas, grandes misterios de la humanidad.
Se alegró de llevar esa bata puesta, en cualquier caso. Lo festejó en secreto y solo para sí, exactamente como disfrutaría una niña sus mejores galas: casi reprimiéndose por no gritar a los cuatro vientos lo feliz que estaba por esa tontería, y sin plantearse si esa prenda –bajo la cual iba completamente desnuda- sería la más correcta que cabría elegir para reunirse con quien estaba esperándola en el salón. En el salón, o donde fuera… porque, sinceramente, no tenía la menor idea de dónde estaría Eres ahora. Y reiría por eso, si no fuera porque existía la posibilidad de que el chico-duende se hubiera marchado.
Había una discreta complicación en el apego que sentía, y no terminaba de explicárselo Alicia. No era que ella le fuera a retener al chico si este quería irse, claro que no, pero… no terminaba de entender por qué le necesitaba presente, tan presente aquella noche. “Solo por esta noche”, se dijo a sí misma en voz alta mientras abría la puerta del cuarto de baño para salir. “Espero de corazón que no te hayas marchado, Eres.”
Y no, Eres no se había ido. Alicia le encontró sentado en el sofá de su salón, con las piernas cruzadas e inclinado sobre el libro que tenía abierto en el regazo. Un libro que al momento ella pudo reconocer, porque lo había escrito de su propio puño y letra. Hasta la portada había sido un trabajo de arte personal, y eso que Alicia no dibujaba bien (o eso pensaba ella).
Sonrió al verle y no quiso decir nada. No quiso romper la concentración mágica, el momento sagrado que el chico parecía estar disfrutando. Se le antojó que lo que estaba contemplando en ese preciso momento era mucho más verdadero, mucho más precioso que cualquier sueño que un “escritor” pudiera “perseguir”. Ah, hasta Malicia estaba contenta, tal vez porque ese libro realmente lo había escrito ella.
Pero esa paz no iba a prolongarse eternamente y, en cierto momento, las neuronas espejo o la simple intuición -¿o una especie de cuestión de piel sin que mediara el tacto?- provocaron que Eres sintiera las pupilas de Alicia sobre él. Levantó la vista del libro y sonrió ampliamente al verla, como si de hecho fuera inesperado encontrarse con ella en su propio salón.
—¡Alicia! Vaya, te ves bien. ¿Qué tal fue el baño?
La aludida se mordió el labio. Otra vez las dichosas ganas de abrazar a Eres la invadían y crecían desmesuradamente, acaso capaces de convertirla en un tipo de monstruo hambriento.
—Hola, Eres. Ah, bien. Fue… fue muy bien.
Logró reaccionar por fin, y ya se encaminaba al sofá para sentarse a su lado cuando de pronto se detuvo en seco.
—Oye, ¿tienes… tienes hambre? Discúlpame por no haberte ofrecido algo antes, por favor. Soy un desastre.
El chico duende ladeó levemente la cabeza y luego sonrió de nuevo, quitándole importancia con un gesto a la preocupación de Alicia.
—¡Oh, tranquila! Estoy perfectamente, no te preocupes.
—Oye, t-tienes…
De pronto, Alicia retrocedió, sofocó un grito y se tapó la boca.
Desde la distancia mínima a la que ahora se encontraba, estaba presenciando un fenómeno que no podía entender ni creer. Estrellas, constelaciones y galaxias, un mapa del universo… en los ojos de Eres. Ojos cuyos iris y membranas conjuntivas se habían transformado en un fondo completamente negro. Ni podría explicar Alicia cómo podía ver los cuerpos estelares con tal definición, aunque era cierto que Eres tenía los ojos grandes pero… joder, aun así.
Cuerpos estelares, jodidos sistemas solares en movimiento. En los malditos ojos.
—¿Eh? —El chico frunció el ceño en un primer momento, pero luego pareció darse cuenta de a qué se refería ella. Cerró un momento los párpados, y, cuando volvió a abrirlos, sus iris habían retornado a su aspecto normal de siempre, del mismo color verde moteado en amarillo que Alicia conocía. —Ah, je,je. Has visto las…
“¿Je,je?”
Alicia intentó hablar, pero no pudo. Una cosa era intuir que Eres no era muy normal, pero ver semejante fenómeno delante de sus narices era algo muy distinto. La hipótesis de que el chico no era humano quedaba confirmada del todo; o eso, o ella estaba drogada, o alucinando. O soñando, que también podía ser.
Se pellizcó el brazo con fuerza, incapaz de apartar los aterrorizados ojos de la pequeña figura sentada en el sofá.
No despertó, y entonces se asustó de verdad. ¿Y si…? (por dios, le había lanzado una bola, una bola compacta de “energía” momentos antes), ¿y si había llevado a su casa a una auténtica criatura sobrenatural? ¿Acaso a un hada o algo parecido? ¿Y si Eres era un monstruo?
Dudaba de que lo fuera, porque ella seguía sintiendo lo mismo junto a él que antes de meterse en el baño y dejarle solo: paz. Paz, ganas de abrazarle, ganas de reír. Salvo por la reacción de terror que ahora la invadía, claro.
—Alicia, por favor. Por favor, no me tengas miedo—musitó el chico, retrocediendo inconscientemente contra el respaldo del sofá—Perdona, sólo… solo se me fue el santo al cielo, ¿esa es la forma correcta de expresarlo, o estoy diciendo una gilipollez? Madre mía, me voy a liar.
La escritora asintió brevemente, aun petrificada donde estaba e incapaz de despegar un pie del suelo. No sabía qué tipo de explicación esperaba para lo que acababa de ver; en verdad no sabía ni siquiera si esperaba una explicación, pero Eres parecía dispuesto a dársela. O por lo menos a intentarlo.
—Fue tu libro. Fue tu libro, ¿sabes? Me hizo conectar con… todo. Los libros también tienen ese poder, y solo… —suspiró y desvió la mirada por un momento. No estaba llevando nada bien el haber asustado a Alicia y se notaba—solo se manifestó el… el universo. Eso es el alma, Alicia: Universo.
Ella tragó saliva, tratando por todos los medios de asimilar aquellas palabras.
—¿Eres… eres de otro planeta o algo así, Eres? —consiguió decir al fin.
El chico asintió tras unos instantes sin estar muy convencido. No era enteramente cierto eso, pero tal vez a Alicia le resultaba más fácil pensarlo de ese modo. Ah, qué poco le gustaba anticiparse, y menos aun suponer, pero no quería que ella entrara en shock o algo parecido.
—Alma de Universo, Alicia—musitó—solo puedo decirte eso. A ti también te habita, aunque no puedas verla. Más que de otro planeta…—continuó dubitativo, escogiendo cuidadosamente las palabras para expresar lo que quería decir—más que de otro planeta, lo que ocurre es que yo no nací aquí. Puedes decir que procedemos de mundos distintos, tú y yo. Sí, lo podrías decir así, y sería cierto. —Sería cierto, y a la vez no. Pero, ay, no quería meterse en ese jardín.
La escritora asintió imperceptiblemente.
—Pero yo soy como tu, Alicia. Aunque hayamos nacido en condiciones diferentes, ambos estamos viviendo la misma experiencia humana ahora. Existo aquí, como humano, igual que tú.
Ella tomó una profunda bocanada de aire y se apoyó en la pared para no caer.
—Me alegra que al menos parece… que te gustó el libro—comentó en un hilo de voz, tras lo que a Eres se le antojó un larguísimo lapso de silencio.
El chico soltó una risa nerviosa, aliviado al ver que ella iba volviendo en sí tras lo que había tenido que ser un susto espantoso. Nebulosas en los ojos, galaxias en espiral, por amor de dios… un humano no podía estar preparado para ver algo así. Y no dejaba de ser irónico que los seres humanos no pudieran ver la naturaleza de su propia esencia, pero ellos no eran culpables de las limitaciones en su propia percepción. Con alguien como Eres cerca, era sencillo que las barreras se diluyeran a momentos, no obstante.
—Me encanta. Me encanta el libro—asintió sin dudar. Y era cierto, aunque también era verdad que había sentido algo muy parecido al dolor mientras leía a Alicia. A Malicia. Es igual. —Ah… ¿no… no tienes hambre tú?
Estaba claro que ese salto para cambiar de tema no iba a frenar los alocados pensamientos de Alicia ahora. “Alma de Universo”, cuerpo de polvo cósmico. “Alma de Universo te habita a ti también”.
—Eres. Tú… tú no vas a hacerme daño, ¿verdad?
La expresión del chico se trocó de golpe en una de auténtica tristeza al escuchar esas palabras. “El Amor hace daño": otra gran mentira que muchos seres humanos abrazaban y creían a pies juntillas sin elegirlo. “El Amor hace daño”, “lo que no conozco y no entiendo, me amenaza. Lo que no conozco y no entiendo, no existe”.
—No. No, Alicia, claro que no. ¿Quieres… quieres que me vaya?
Con precipitación, agarró después de secarse una bata color melocotón que tenía colgada tras la puerta y se la puso. Sonrió al notar el tacto suave de la seda sobre la piel, y también sonrió al caer en la cuenta de que esa era la “bata de las ocasiones especiales”, por así decir. ¿Cuánto tiempo hacía que no se la ponía? Y, si era la bata de las ocasiones especiales, ¿por qué carajo la tenía colgada tras la puerta del baño y muerta de risa? Ah, grandes enigmas, grandes misterios de la humanidad.
Se alegró de llevar esa bata puesta, en cualquier caso. Lo festejó en secreto y solo para sí, exactamente como disfrutaría una niña sus mejores galas: casi reprimiéndose por no gritar a los cuatro vientos lo feliz que estaba por esa tontería, y sin plantearse si esa prenda –bajo la cual iba completamente desnuda- sería la más correcta que cabría elegir para reunirse con quien estaba esperándola en el salón. En el salón, o donde fuera… porque, sinceramente, no tenía la menor idea de dónde estaría Eres ahora. Y reiría por eso, si no fuera porque existía la posibilidad de que el chico-duende se hubiera marchado.
Había una discreta complicación en el apego que sentía, y no terminaba de explicárselo Alicia. No era que ella le fuera a retener al chico si este quería irse, claro que no, pero… no terminaba de entender por qué le necesitaba presente, tan presente aquella noche. “Solo por esta noche”, se dijo a sí misma en voz alta mientras abría la puerta del cuarto de baño para salir. “Espero de corazón que no te hayas marchado, Eres.”
Y no, Eres no se había ido. Alicia le encontró sentado en el sofá de su salón, con las piernas cruzadas e inclinado sobre el libro que tenía abierto en el regazo. Un libro que al momento ella pudo reconocer, porque lo había escrito de su propio puño y letra. Hasta la portada había sido un trabajo de arte personal, y eso que Alicia no dibujaba bien (o eso pensaba ella).
Sonrió al verle y no quiso decir nada. No quiso romper la concentración mágica, el momento sagrado que el chico parecía estar disfrutando. Se le antojó que lo que estaba contemplando en ese preciso momento era mucho más verdadero, mucho más precioso que cualquier sueño que un “escritor” pudiera “perseguir”. Ah, hasta Malicia estaba contenta, tal vez porque ese libro realmente lo había escrito ella.
Pero esa paz no iba a prolongarse eternamente y, en cierto momento, las neuronas espejo o la simple intuición -¿o una especie de cuestión de piel sin que mediara el tacto?- provocaron que Eres sintiera las pupilas de Alicia sobre él. Levantó la vista del libro y sonrió ampliamente al verla, como si de hecho fuera inesperado encontrarse con ella en su propio salón.
—¡Alicia! Vaya, te ves bien. ¿Qué tal fue el baño?
La aludida se mordió el labio. Otra vez las dichosas ganas de abrazar a Eres la invadían y crecían desmesuradamente, acaso capaces de convertirla en un tipo de monstruo hambriento.
—Hola, Eres. Ah, bien. Fue… fue muy bien.
Logró reaccionar por fin, y ya se encaminaba al sofá para sentarse a su lado cuando de pronto se detuvo en seco.
—Oye, ¿tienes… tienes hambre? Discúlpame por no haberte ofrecido algo antes, por favor. Soy un desastre.
El chico duende ladeó levemente la cabeza y luego sonrió de nuevo, quitándole importancia con un gesto a la preocupación de Alicia.
—¡Oh, tranquila! Estoy perfectamente, no te preocupes.
—Oye, t-tienes…
De pronto, Alicia retrocedió, sofocó un grito y se tapó la boca.
Desde la distancia mínima a la que ahora se encontraba, estaba presenciando un fenómeno que no podía entender ni creer. Estrellas, constelaciones y galaxias, un mapa del universo… en los ojos de Eres. Ojos cuyos iris y membranas conjuntivas se habían transformado en un fondo completamente negro. Ni podría explicar Alicia cómo podía ver los cuerpos estelares con tal definición, aunque era cierto que Eres tenía los ojos grandes pero… joder, aun así.
Cuerpos estelares, jodidos sistemas solares en movimiento. En los malditos ojos.
—¿Eh? —El chico frunció el ceño en un primer momento, pero luego pareció darse cuenta de a qué se refería ella. Cerró un momento los párpados, y, cuando volvió a abrirlos, sus iris habían retornado a su aspecto normal de siempre, del mismo color verde moteado en amarillo que Alicia conocía. —Ah, je,je. Has visto las…
“¿Je,je?”
Alicia intentó hablar, pero no pudo. Una cosa era intuir que Eres no era muy normal, pero ver semejante fenómeno delante de sus narices era algo muy distinto. La hipótesis de que el chico no era humano quedaba confirmada del todo; o eso, o ella estaba drogada, o alucinando. O soñando, que también podía ser.
Se pellizcó el brazo con fuerza, incapaz de apartar los aterrorizados ojos de la pequeña figura sentada en el sofá.
No despertó, y entonces se asustó de verdad. ¿Y si…? (por dios, le había lanzado una bola, una bola compacta de “energía” momentos antes), ¿y si había llevado a su casa a una auténtica criatura sobrenatural? ¿Acaso a un hada o algo parecido? ¿Y si Eres era un monstruo?
Dudaba de que lo fuera, porque ella seguía sintiendo lo mismo junto a él que antes de meterse en el baño y dejarle solo: paz. Paz, ganas de abrazarle, ganas de reír. Salvo por la reacción de terror que ahora la invadía, claro.
—Alicia, por favor. Por favor, no me tengas miedo—musitó el chico, retrocediendo inconscientemente contra el respaldo del sofá—Perdona, sólo… solo se me fue el santo al cielo, ¿esa es la forma correcta de expresarlo, o estoy diciendo una gilipollez? Madre mía, me voy a liar.
La escritora asintió brevemente, aun petrificada donde estaba e incapaz de despegar un pie del suelo. No sabía qué tipo de explicación esperaba para lo que acababa de ver; en verdad no sabía ni siquiera si esperaba una explicación, pero Eres parecía dispuesto a dársela. O por lo menos a intentarlo.
—Fue tu libro. Fue tu libro, ¿sabes? Me hizo conectar con… todo. Los libros también tienen ese poder, y solo… —suspiró y desvió la mirada por un momento. No estaba llevando nada bien el haber asustado a Alicia y se notaba—solo se manifestó el… el universo. Eso es el alma, Alicia: Universo.
Ella tragó saliva, tratando por todos los medios de asimilar aquellas palabras.
—¿Eres… eres de otro planeta o algo así, Eres? —consiguió decir al fin.
El chico asintió tras unos instantes sin estar muy convencido. No era enteramente cierto eso, pero tal vez a Alicia le resultaba más fácil pensarlo de ese modo. Ah, qué poco le gustaba anticiparse, y menos aun suponer, pero no quería que ella entrara en shock o algo parecido.
—Alma de Universo, Alicia—musitó—solo puedo decirte eso. A ti también te habita, aunque no puedas verla. Más que de otro planeta…—continuó dubitativo, escogiendo cuidadosamente las palabras para expresar lo que quería decir—más que de otro planeta, lo que ocurre es que yo no nací aquí. Puedes decir que procedemos de mundos distintos, tú y yo. Sí, lo podrías decir así, y sería cierto. —Sería cierto, y a la vez no. Pero, ay, no quería meterse en ese jardín.
La escritora asintió imperceptiblemente.
—Pero yo soy como tu, Alicia. Aunque hayamos nacido en condiciones diferentes, ambos estamos viviendo la misma experiencia humana ahora. Existo aquí, como humano, igual que tú.
Ella tomó una profunda bocanada de aire y se apoyó en la pared para no caer.
—Me alegra que al menos parece… que te gustó el libro—comentó en un hilo de voz, tras lo que a Eres se le antojó un larguísimo lapso de silencio.
El chico soltó una risa nerviosa, aliviado al ver que ella iba volviendo en sí tras lo que había tenido que ser un susto espantoso. Nebulosas en los ojos, galaxias en espiral, por amor de dios… un humano no podía estar preparado para ver algo así. Y no dejaba de ser irónico que los seres humanos no pudieran ver la naturaleza de su propia esencia, pero ellos no eran culpables de las limitaciones en su propia percepción. Con alguien como Eres cerca, era sencillo que las barreras se diluyeran a momentos, no obstante.
—Me encanta. Me encanta el libro—asintió sin dudar. Y era cierto, aunque también era verdad que había sentido algo muy parecido al dolor mientras leía a Alicia. A Malicia. Es igual. —Ah… ¿no… no tienes hambre tú?
Estaba claro que ese salto para cambiar de tema no iba a frenar los alocados pensamientos de Alicia ahora. “Alma de Universo”, cuerpo de polvo cósmico. “Alma de Universo te habita a ti también”.
—Eres. Tú… tú no vas a hacerme daño, ¿verdad?
La expresión del chico se trocó de golpe en una de auténtica tristeza al escuchar esas palabras. “El Amor hace daño": otra gran mentira que muchos seres humanos abrazaban y creían a pies juntillas sin elegirlo. “El Amor hace daño”, “lo que no conozco y no entiendo, me amenaza. Lo que no conozco y no entiendo, no existe”.
—No. No, Alicia, claro que no. ¿Quieres… quieres que me vaya?
Ella sopesó la pregunta. Respiró. Cerró un momento los ojos, y al volver a abrirlos volvió a sentir las mismas ganas de abrazar a Eres, de correr hacia él.
No, definitivamente no quería que él se fuera. Aunque tuviera orejas en punta y galaxias en los ojos, no quería que se fuera. No quería que se fuera nunca. Y ella no lo sabía, pero él jamás se iría a menos que ella se lo pidiera.
—No quiero tener miedo —musitó.
Era cierto que reaccionar no era lo mismo que Sentir. Podía Sentir a Eres. Y quería seguir sintiendo. Quería Sentirle más, “ahora mismo”, se dijo.
Él deshizo su postura de piernas cruzadas a lo indio en el sofá y se irguió despacio. Levantó ambas manos como para demostrarle a Alicia que no llevaba armas, palmas al nivel del pecho vueltas hacia ella. Puso cara de circunstancias cuando algo (a saber el qué) le cruzó la mente, y luchó por no reír. No era momento oportuno para soltar una carcajada, desde luego que no, pero las malditas cosquillas cerebrales se sentían de nuevo y con eso no podía hacer nada.
—Je. Sé que te gustan los vampiros y esas cosas—no en vano llevaba más de una hora empapándose de la ficción poética de Malicia: todo un lujo de negrura y desamor, de carne y de sangre—Pero te prometo que nada de eso soy yo.
Ni parecido. Ni remotamente parecido. Bueno, salvo por un pequeño detalle que se aseguraría de no mostrar, ahora que lo pensaba.
Alicia esbozó una débil sonrisa. Comenzó a temblar bajo la bata de seda al ver que Eres parecía dispuesto a acercarse a ella, pero no por miedo ya. O sí. No lo sabía. La sangre se le agolpaba de pronto en las sienes y el corazón amenazaba con salírsele por la boca.
—¿No? Vaya. Una pena—se oyó a sí misma responder.
—¿En serio?
Eres no pudo sofocar la carcajada que brotó, y después se pasó involuntariamente la lengua por los labios. Los notaba secos, nada más.
—Me gustan los vampiros, aunque…—ni siquiera sabía Alicia por qué estaba diciendo aquello, y menos con ese tono de voz que parecía jugar a una especie de “verdad o reto” encubierto. No se resistiría ya, sin embargo. No haría sino dejarse fluir—aunque no como ese de la saga famosa, guapito y de piel brillante. Me gustan los que matan. Los que muerden de verdad.
El chico-duende abrió los ojos como platos. Decidió rápidamente que cambiaría de idea en cuanto a ocultar el mencionado detalle de su fisionomía que segundos antes había visto necesario esconder. No tenía idea de lo que Alicia intentaba decirle ni de lo que ella quería, porque no estaba en su cabeza, pero sí podía sentirla. Ah, ella no era la única que tenía ganas de sentir más, claro que no.
—Yo no te mataría—musitó, dando un paso al frente. Sus ojos se desengancharon de la mirada ajena, solo por un momento, para perderse entre los pliegues de esa bendita bata color melocotón que insinuaba accidentes geográficos de desnudez.
Ah, la experiencia humana era tan apasionante para Eres… podía sentirlo todo: hormigueo en las palmas de las manos y en los dedos por las ganas de tocar; salivación, hambre y ganas de morder. Ganas de sentir otro cuerpo contra el suyo, aunque no otro cualquiera en cualquier momento, claro, eso no.
Podía sentir también la bestia que no era animal y se alzaba sobre el instinto y la inocencia: miedo, mentira, palabras y nombres, complejos. Todo lo que un ser no es. La bestia irreal, porque no había amenaza alguna ante la que defenderse, y menos ahora. La bestia innecesaria pero a la vez instrumental, y por ello imposible de erradicar en la experiencia humana de tercera dimensión. Porque todo eso que no definía al ser era necesario para que el ser se manifestara en una sucesión de espacios y momentos , en el mundo de los sentidos.
A Eres le fascinaba que era común entre los humanos llamar “bestia” al instinto sexual y no al ego. Ego tenía más de bestia que un animal, porque ego era todo lo que un ser no era.
Si supiera Alicia de los placeres secretos de Eres. Si supiera que a Eres le daba placer hasta sentir su propio ego humano, porque tenerlo significaba que también tenía cuerpo, que estaba allí, que pensaba. Claro que sentir a ego –e incluso disfrutarlo- no tenía nada que ver con ser su esclavo, ¿verdad? Quien elegiría conscientemente ser esclavo de un instrumento prestado, o de una máscara a través de la cual puede hablar.
Nunca, amado lector, nunca pierdas de vista tu poder (el poder de lo único Real). Nunca pierdas de vista tu libertad. Nunca le des poder a algo que no tiene poder sobre ti. No es un consejo, es un ruego desde el fondo de mi corazón, si me lo permites, porque eres importante, porque no eres una víctima, porque eres necesario.
Alicia tampoco podía tener idea de lo que le estaba pasando al chico-duende por la cabeza, pero, al igual que él, podía sentirlo todo.
—Siento que no me asusta morir—soltó según le vino. Aunque sabía que la muerte no vendría ahora, o no al menos a manos de Eres, porque sabía que él no tenía intención de matarla. Se dio cuenta de que, precisamente, fantasear con la muerte y con estar caminando al filo del límite la tenía empapada entre sus muslos desde hacía un rato.
—Ya moriremos cuando nos toque—replicó Eres, salvando la poca distancia que les separaba—Y no es hoy.
Sonrió. Los complejos seguían palpitando bajo la piel; las piernas le temblaban ligeramente y él sabía que eso era inevitable. ¿Era cierto lo que estaba sintiendo? Tampoco podía evitar dudar. Cómo no hacerlo, con lo difícil que se le hacía creer que “alguien como” Alicia pudiera sentir deseo físico por “alguien como” él. Por un tío bajito que parecía de otro mundo, con orejas en punta y ojos que daban miedo, y bolas de fuego blanco en las manos. Pero también sabía que no solo los factores físicos provocan deseo, y que Eros era en verdad pulsión de vida.
Su sonrisa se amplió, y su labio superior tembló ligeramente antes de elevarse para mostrar el sesgo de un colmillo. Sí, de eso se trataba, ese era el detalle que al principio quiso ocultarle a Alicia por motivos obvios. No era un vampiro, claro que no, pero su creador tenía un extraño sentido del humor.
—Oh, mierda. Tienes…
—No son para hacer daño. No sé por qué los tengo—murmuró el chico—Los tengo desde siempre y nunca he sabido para qué.
Así era. Como esos insectos que tienen aguijones de mentira, solo que en el caso de Eres ni siquiera era para aparentar ser un predador. Aunque, claro… si a Alicia le gustaban los mordiscos y la cosa se trataba de jugar, ambos podían jugar a lo que quisieran, ¿no?
—Me gustan—admitió ella antes de rodearle por la cintura con los brazos. Mierda, tenía tantas ganas de todo que se sentía mareada. Moría solo de imaginar que el enanito gigante le hacía justicia a la bata de las ocasiones especiales arrancándosela a muerdos. Entre sus muslos, un vórtice hambriento y marino que Eres podía claramente olfatear.
Él se puso tenso, rígido como un palo cuando ella le abrazó. Alicia pudo sentir los músculos contraerse bajo el calor de las palmas de sus manos. De pronto, sintió el deseo irrefrenable de ver de nuevo aquellas constelaciones, aquel sistema de galaxias en los brillantes ojos ajenos… pero no tuvo palabras para pedirle a Eres que se los mostrara otra vez, y tampoco sabía si él podía hacerlo a voluntad.
—No sé qué estamos haciendo—susurró él a milímetros de sus labios—¿Tú también piensas que está mal?
La pregunta era sincera, pues sabía que Alicia tenía más experiencia en cuestiones humanas que él mismo, y sentía curiosidad. Aunque la pregunta en sí no significaba nada, ni iba a cambiar nada.
—No me importa si está bien o mal—tuvo tiempo de replicar ella, en el instante previo a pincelar un lengüetazo sobre la sonrisa que se insinuaba en aquellos otros labios.
Las palabras se perdieron, pero no así la voz. Los cuerpos se enlazaron incendiados y rompieron a arder juntos, pulsando, apretándose el uno contra el otro como tratando de escapar del invierno más frío. Alicia quería sentir esas cosquillas de risa y luz en su piel hasta el mínimo resquicio; en su fantasía de perder toda cordura no le importaría nada morir así.
Se derrumbaron felizmente el uno en el otro para caer sobre la alfombra, ella con la bata abierta y el pecho lleno de mariposas, él sintiendo que rompía los vaqueros y de poco no abriéndose la cabeza con el pico de la mesita de café.
—Tengo condones.
No recordaba Alicia haber sentido nunca una urgencia tan feroz.
—No estoy seguro de saber qué es eso.
Rompieron jadeos y risas como olas cuerpo a cuerpo.
—Gomas.
—¿…Para qué?
Al diablo las gomas, al diablo todo. Alicia se olvidó de todo, hasta de la aventura que quería contarle a Eres, hasta de los tesoros redescubiertos de los que quería hablarle. Lo único que importaba ahora era perderse en el mar desconocido del otro, saborear la piel compartida, abrir la boca pero no para hablar sino para devorarse. La chispa había saltado, y ahora la Conexión se extendía al cuerpo para matar definitivamente las palabras.
No, definitivamente no quería que él se fuera. Aunque tuviera orejas en punta y galaxias en los ojos, no quería que se fuera. No quería que se fuera nunca. Y ella no lo sabía, pero él jamás se iría a menos que ella se lo pidiera.
—No quiero tener miedo —musitó.
Era cierto que reaccionar no era lo mismo que Sentir. Podía Sentir a Eres. Y quería seguir sintiendo. Quería Sentirle más, “ahora mismo”, se dijo.
Él deshizo su postura de piernas cruzadas a lo indio en el sofá y se irguió despacio. Levantó ambas manos como para demostrarle a Alicia que no llevaba armas, palmas al nivel del pecho vueltas hacia ella. Puso cara de circunstancias cuando algo (a saber el qué) le cruzó la mente, y luchó por no reír. No era momento oportuno para soltar una carcajada, desde luego que no, pero las malditas cosquillas cerebrales se sentían de nuevo y con eso no podía hacer nada.
—Je. Sé que te gustan los vampiros y esas cosas—no en vano llevaba más de una hora empapándose de la ficción poética de Malicia: todo un lujo de negrura y desamor, de carne y de sangre—Pero te prometo que nada de eso soy yo.
Ni parecido. Ni remotamente parecido. Bueno, salvo por un pequeño detalle que se aseguraría de no mostrar, ahora que lo pensaba.
Alicia esbozó una débil sonrisa. Comenzó a temblar bajo la bata de seda al ver que Eres parecía dispuesto a acercarse a ella, pero no por miedo ya. O sí. No lo sabía. La sangre se le agolpaba de pronto en las sienes y el corazón amenazaba con salírsele por la boca.
—¿No? Vaya. Una pena—se oyó a sí misma responder.
—¿En serio?
Eres no pudo sofocar la carcajada que brotó, y después se pasó involuntariamente la lengua por los labios. Los notaba secos, nada más.
—Me gustan los vampiros, aunque…—ni siquiera sabía Alicia por qué estaba diciendo aquello, y menos con ese tono de voz que parecía jugar a una especie de “verdad o reto” encubierto. No se resistiría ya, sin embargo. No haría sino dejarse fluir—aunque no como ese de la saga famosa, guapito y de piel brillante. Me gustan los que matan. Los que muerden de verdad.
El chico-duende abrió los ojos como platos. Decidió rápidamente que cambiaría de idea en cuanto a ocultar el mencionado detalle de su fisionomía que segundos antes había visto necesario esconder. No tenía idea de lo que Alicia intentaba decirle ni de lo que ella quería, porque no estaba en su cabeza, pero sí podía sentirla. Ah, ella no era la única que tenía ganas de sentir más, claro que no.
—Yo no te mataría—musitó, dando un paso al frente. Sus ojos se desengancharon de la mirada ajena, solo por un momento, para perderse entre los pliegues de esa bendita bata color melocotón que insinuaba accidentes geográficos de desnudez.
Ah, la experiencia humana era tan apasionante para Eres… podía sentirlo todo: hormigueo en las palmas de las manos y en los dedos por las ganas de tocar; salivación, hambre y ganas de morder. Ganas de sentir otro cuerpo contra el suyo, aunque no otro cualquiera en cualquier momento, claro, eso no.
Podía sentir también la bestia que no era animal y se alzaba sobre el instinto y la inocencia: miedo, mentira, palabras y nombres, complejos. Todo lo que un ser no es. La bestia irreal, porque no había amenaza alguna ante la que defenderse, y menos ahora. La bestia innecesaria pero a la vez instrumental, y por ello imposible de erradicar en la experiencia humana de tercera dimensión. Porque todo eso que no definía al ser era necesario para que el ser se manifestara en una sucesión de espacios y momentos , en el mundo de los sentidos.
A Eres le fascinaba que era común entre los humanos llamar “bestia” al instinto sexual y no al ego. Ego tenía más de bestia que un animal, porque ego era todo lo que un ser no era.
Si supiera Alicia de los placeres secretos de Eres. Si supiera que a Eres le daba placer hasta sentir su propio ego humano, porque tenerlo significaba que también tenía cuerpo, que estaba allí, que pensaba. Claro que sentir a ego –e incluso disfrutarlo- no tenía nada que ver con ser su esclavo, ¿verdad? Quien elegiría conscientemente ser esclavo de un instrumento prestado, o de una máscara a través de la cual puede hablar.
Nunca, amado lector, nunca pierdas de vista tu poder (el poder de lo único Real). Nunca pierdas de vista tu libertad. Nunca le des poder a algo que no tiene poder sobre ti. No es un consejo, es un ruego desde el fondo de mi corazón, si me lo permites, porque eres importante, porque no eres una víctima, porque eres necesario.
Alicia tampoco podía tener idea de lo que le estaba pasando al chico-duende por la cabeza, pero, al igual que él, podía sentirlo todo.
—Siento que no me asusta morir—soltó según le vino. Aunque sabía que la muerte no vendría ahora, o no al menos a manos de Eres, porque sabía que él no tenía intención de matarla. Se dio cuenta de que, precisamente, fantasear con la muerte y con estar caminando al filo del límite la tenía empapada entre sus muslos desde hacía un rato.
—Ya moriremos cuando nos toque—replicó Eres, salvando la poca distancia que les separaba—Y no es hoy.
Sonrió. Los complejos seguían palpitando bajo la piel; las piernas le temblaban ligeramente y él sabía que eso era inevitable. ¿Era cierto lo que estaba sintiendo? Tampoco podía evitar dudar. Cómo no hacerlo, con lo difícil que se le hacía creer que “alguien como” Alicia pudiera sentir deseo físico por “alguien como” él. Por un tío bajito que parecía de otro mundo, con orejas en punta y ojos que daban miedo, y bolas de fuego blanco en las manos. Pero también sabía que no solo los factores físicos provocan deseo, y que Eros era en verdad pulsión de vida.
Su sonrisa se amplió, y su labio superior tembló ligeramente antes de elevarse para mostrar el sesgo de un colmillo. Sí, de eso se trataba, ese era el detalle que al principio quiso ocultarle a Alicia por motivos obvios. No era un vampiro, claro que no, pero su creador tenía un extraño sentido del humor.
—Oh, mierda. Tienes…
—No son para hacer daño. No sé por qué los tengo—murmuró el chico—Los tengo desde siempre y nunca he sabido para qué.
Así era. Como esos insectos que tienen aguijones de mentira, solo que en el caso de Eres ni siquiera era para aparentar ser un predador. Aunque, claro… si a Alicia le gustaban los mordiscos y la cosa se trataba de jugar, ambos podían jugar a lo que quisieran, ¿no?
—Me gustan—admitió ella antes de rodearle por la cintura con los brazos. Mierda, tenía tantas ganas de todo que se sentía mareada. Moría solo de imaginar que el enanito gigante le hacía justicia a la bata de las ocasiones especiales arrancándosela a muerdos. Entre sus muslos, un vórtice hambriento y marino que Eres podía claramente olfatear.
Él se puso tenso, rígido como un palo cuando ella le abrazó. Alicia pudo sentir los músculos contraerse bajo el calor de las palmas de sus manos. De pronto, sintió el deseo irrefrenable de ver de nuevo aquellas constelaciones, aquel sistema de galaxias en los brillantes ojos ajenos… pero no tuvo palabras para pedirle a Eres que se los mostrara otra vez, y tampoco sabía si él podía hacerlo a voluntad.
—No sé qué estamos haciendo—susurró él a milímetros de sus labios—¿Tú también piensas que está mal?
La pregunta era sincera, pues sabía que Alicia tenía más experiencia en cuestiones humanas que él mismo, y sentía curiosidad. Aunque la pregunta en sí no significaba nada, ni iba a cambiar nada.
—No me importa si está bien o mal—tuvo tiempo de replicar ella, en el instante previo a pincelar un lengüetazo sobre la sonrisa que se insinuaba en aquellos otros labios.
Las palabras se perdieron, pero no así la voz. Los cuerpos se enlazaron incendiados y rompieron a arder juntos, pulsando, apretándose el uno contra el otro como tratando de escapar del invierno más frío. Alicia quería sentir esas cosquillas de risa y luz en su piel hasta el mínimo resquicio; en su fantasía de perder toda cordura no le importaría nada morir así.
Se derrumbaron felizmente el uno en el otro para caer sobre la alfombra, ella con la bata abierta y el pecho lleno de mariposas, él sintiendo que rompía los vaqueros y de poco no abriéndose la cabeza con el pico de la mesita de café.
—Tengo condones.
No recordaba Alicia haber sentido nunca una urgencia tan feroz.
—No estoy seguro de saber qué es eso.
Rompieron jadeos y risas como olas cuerpo a cuerpo.
—Gomas.
—¿…Para qué?
Al diablo las gomas, al diablo todo. Alicia se olvidó de todo, hasta de la aventura que quería contarle a Eres, hasta de los tesoros redescubiertos de los que quería hablarle. Lo único que importaba ahora era perderse en el mar desconocido del otro, saborear la piel compartida, abrir la boca pero no para hablar sino para devorarse. La chispa había saltado, y ahora la Conexión se extendía al cuerpo para matar definitivamente las palabras.
IX
No sabía qué hora era cuando despertó. Había tenido un sueño húmedo y extraño en que la habían follado por cada una de sus oquedades, en todas las posiciones. La última secuencia de tal película era ella misma a cuatro patas, desnuda, su cuerpo siendo percutido bestialmente contra el sofá del salón. Dios, hasta podía recordar el sonido violento de los cuerpos chocando; hasta sentía aun su sexo salvajemente profanado y abierto, palpitando contra el mástil rígido que felizmente lo invadía una y otra vez. No podía ver desde esa posición quién estaba detrás de ella, claro, aunque…
Se incorporó como si alguien hubiera pulsado un resorte cuando la tormenta de recuerdos le sobrevino de golpe.
El sonido de su voz. El olor de su piel y de su saliva. La textura de sus besos. El puente de auténtica amistad que desterró miedos.
Asteroides y planetas, constelaciones, galaxias.
—¿Eres?
La textura de su alma.
Eres. ¿Eres real?
¿Dónde estás?
Tal vez aún seguía ahí, porque todavía podía sentirle.
Gateó sobre la cama enorme de matrimonio donde solía dormir sola, tanteando a ciegas, sin saber ni ella misma lo que esperaba encontrar. Sábanas arrugadas y vacías nada más. Le dio risa al verse a sí misma buscándole como loca por la cama (bajito era, pero tanto no!)
Ay. Eres.
De modo que todo había sido un sueño. ¿En serio? Una parte de sí se negaba a creerlo.
Se levantó de la cama, se frotó los ojos y avanzó desnuda hacia el salón. La bata de las ocasiones especiales estaba tirada en el suelo frente al sofá, como una mariposa de seda con las alas desplegadas y revueltas. Los cojines estaban descolocados por doquier conformando un escenario de auténtica batalla campal. La mesa de café estaba desplazada de su sitio y torcida como si alguien la hubiera empujado.
Se mordió el labio, pasando los dedos por la superficie del sofá. Los recuerdos eran felices jirones de niebla todavía, nítidos pero inconexos aun. De pronto tuvo miedo de que se diluyeran en el limbo como sueños olvidados, y sintió que los ojos se le calentaban desde atrás.
Le dolía todo el cuerpo, y de alguna forma eso reconfortaba porque le hacía sentir con los pies en la tierra.
Abandonó el salón solo por un momento para ir a por la taza de café que estaba necesitando. En el camino de vuelta siguió recordando más, sin poder ni querer evitarlo.
“—¿Tengo que decir ‘te quiero’?
—No.
—No te quiero.
—Gracias.
—Te amo.
—Te siento, Eres.
—Más?
—Más!”
Sonrió como una boba. No le extraño descubrir señales en sus brazos de marcas de dedos y mordiscos. Dejó la taza en la mesa torcida para examinar su propio cuerpo, descubriendo un rosetón violáceo en torno a su pezón izquierdo, y más señales de aquel encuentro animal. Puto Eres, tan inocente como salvaje.
—Qué pena que al final te has ido. —murmuró en la soledad del salón arrasado.
Reparó entonces en que ahí mismo, sobre la mesa fuera de sitio, había algo nuevo. Reconoció de inmediato el grueso volumen; era el ejemplar de “Per-Sona”, el último compendio de cuentos conectados entre sí que había escrito Alan y que este le regaló el día de la presentación.
¿Qué narices hacía ahí ese libro, sobre la mesa? Si en algún momento de la noche anterior lo había sacado del bolso inmenso que llevaba, no lo recordaba.
Alargó el brazo para cogerlo. Qué curioso. El libro parecía de algún modo estar… ¿llamándola?
Lo abrió, con mimo y cuidado sin darse cuenta. Buscó entre las páginas con olor a nuevo, pasando por encima de la dedicatoria, guiada por algún tipo de fuerza invisible. Ella tenía, aparte, esta típica manía compulsiva de leer siempre la primera y la última palabra de todo libro que pasaba por sus manos.
“Odiaba profundamente la palabra ‘escritor’ ”, así empezaba el primero de los cuentos. Je, un comienzo interesante, muy al estilo de Alan.
Algo se resbaló de entre las páginas en aquel momento y cayó a los pies desnudos de Alicia. Localizando el objeto, pudo comprobar que se trataba del típico marca-páginas que probablemente venía de regalo con la publicación. Ja, el mínimo “merchandising” guarrero que, aunque insignificante, seguro le habría jodido al bobo de Alan en el fondo de su ser.
Alicia tomó el marca-páginas del suelo para verlo más de cerca, y la mano empezó a temblarle.
“ALMA DE UNIVERSO,
SOY
ERES.”,
se podía leer en letras que parecían estar jugando, impresas en un material que reflejaba esquirlas de arcoíris. Y justo debajo del mensaje, al pie de la tira de papel, el dibujo de quien era señalado como uno de los personajes del libro: la musa Eres (también conocid@ en otros lares como Yinn de la Oscuridad) ocupando un cuerpo más o menos humano para poder caminar sobre la Tierra. Una especie de elfo bajito de cabellos negros, con orejas en punta y sistemas solares en sus ojos.
Se incorporó como si alguien hubiera pulsado un resorte cuando la tormenta de recuerdos le sobrevino de golpe.
El sonido de su voz. El olor de su piel y de su saliva. La textura de sus besos. El puente de auténtica amistad que desterró miedos.
Asteroides y planetas, constelaciones, galaxias.
—¿Eres?
La textura de su alma.
Eres. ¿Eres real?
¿Dónde estás?
Tal vez aún seguía ahí, porque todavía podía sentirle.
Gateó sobre la cama enorme de matrimonio donde solía dormir sola, tanteando a ciegas, sin saber ni ella misma lo que esperaba encontrar. Sábanas arrugadas y vacías nada más. Le dio risa al verse a sí misma buscándole como loca por la cama (bajito era, pero tanto no!)
Ay. Eres.
De modo que todo había sido un sueño. ¿En serio? Una parte de sí se negaba a creerlo.
Se levantó de la cama, se frotó los ojos y avanzó desnuda hacia el salón. La bata de las ocasiones especiales estaba tirada en el suelo frente al sofá, como una mariposa de seda con las alas desplegadas y revueltas. Los cojines estaban descolocados por doquier conformando un escenario de auténtica batalla campal. La mesa de café estaba desplazada de su sitio y torcida como si alguien la hubiera empujado.
Se mordió el labio, pasando los dedos por la superficie del sofá. Los recuerdos eran felices jirones de niebla todavía, nítidos pero inconexos aun. De pronto tuvo miedo de que se diluyeran en el limbo como sueños olvidados, y sintió que los ojos se le calentaban desde atrás.
Le dolía todo el cuerpo, y de alguna forma eso reconfortaba porque le hacía sentir con los pies en la tierra.
Abandonó el salón solo por un momento para ir a por la taza de café que estaba necesitando. En el camino de vuelta siguió recordando más, sin poder ni querer evitarlo.
“—¿Tengo que decir ‘te quiero’?
—No.
—No te quiero.
—Gracias.
—Te amo.
—Te siento, Eres.
—Más?
—Más!”
Sonrió como una boba. No le extraño descubrir señales en sus brazos de marcas de dedos y mordiscos. Dejó la taza en la mesa torcida para examinar su propio cuerpo, descubriendo un rosetón violáceo en torno a su pezón izquierdo, y más señales de aquel encuentro animal. Puto Eres, tan inocente como salvaje.
—Qué pena que al final te has ido. —murmuró en la soledad del salón arrasado.
Reparó entonces en que ahí mismo, sobre la mesa fuera de sitio, había algo nuevo. Reconoció de inmediato el grueso volumen; era el ejemplar de “Per-Sona”, el último compendio de cuentos conectados entre sí que había escrito Alan y que este le regaló el día de la presentación.
¿Qué narices hacía ahí ese libro, sobre la mesa? Si en algún momento de la noche anterior lo había sacado del bolso inmenso que llevaba, no lo recordaba.
Alargó el brazo para cogerlo. Qué curioso. El libro parecía de algún modo estar… ¿llamándola?
Lo abrió, con mimo y cuidado sin darse cuenta. Buscó entre las páginas con olor a nuevo, pasando por encima de la dedicatoria, guiada por algún tipo de fuerza invisible. Ella tenía, aparte, esta típica manía compulsiva de leer siempre la primera y la última palabra de todo libro que pasaba por sus manos.
“Odiaba profundamente la palabra ‘escritor’ ”, así empezaba el primero de los cuentos. Je, un comienzo interesante, muy al estilo de Alan.
Algo se resbaló de entre las páginas en aquel momento y cayó a los pies desnudos de Alicia. Localizando el objeto, pudo comprobar que se trataba del típico marca-páginas que probablemente venía de regalo con la publicación. Ja, el mínimo “merchandising” guarrero que, aunque insignificante, seguro le habría jodido al bobo de Alan en el fondo de su ser.
Alicia tomó el marca-páginas del suelo para verlo más de cerca, y la mano empezó a temblarle.
“ALMA DE UNIVERSO,
SOY
ERES.”,
se podía leer en letras que parecían estar jugando, impresas en un material que reflejaba esquirlas de arcoíris. Y justo debajo del mensaje, al pie de la tira de papel, el dibujo de quien era señalado como uno de los personajes del libro: la musa Eres (también conocid@ en otros lares como Yinn de la Oscuridad) ocupando un cuerpo más o menos humano para poder caminar sobre la Tierra. Una especie de elfo bajito de cabellos negros, con orejas en punta y sistemas solares en sus ojos.
En el botón dejo un precioso regalo que me hicieron para este escrito. GRACIAS INFINITAS.