Juguetes y Libros de Ocasión
La ciudad está quieta y dormida, o eso parece, sumida en un silencio un tanto lúgubre al filo de la medianoche. La plaza del ayuntamiento se ve ahora solitaria y algo triste, aunque la ilusión de los niños que ahora duermen sigue prendida en las luces de los adornos navideños entre una y otra fachada: cadenas de acebo, campanas y lazos de colores. La misma decoración del año pasado y del anterior, por cuya belleza no pasa el tiempo.
Las manecillas del reloj casi confluyen para dar las doce en punto y, sin embargo, para los Hermanos Madera -jugueteros, carpinteros y libreros de oficio- no existe la hora intempestiva. Y menos en una noche como esta: víspera de navidad, en la que el tiempo es una rueda de trineo impulsada por la fantasía que se evoca, se recuerda, se comparte o a lo peor se contiene.
La ciudad se halla sumida en el silencio helado de la noche, sí, empezando a humedecerse de escarcha. Pero ya sabe el lector que, mientras unos duermen, otros sueñan. Y, entre tanto, otros más caminan sonámbulos bajo la luz de la luna aunque parecen despiertos.
La Señora de la Rosa va apurada, sosteniendo su bolso contra el pecho en alocada carrera. Son las doce de la noche y aún no tiene el regalo de navidad para su único hijo, David. Qué desastre.
Ha sido un auténtico alivio encontrar luz y vida tras los cristales de «Madera: Juguetes y Libros de Ocasión», incluso a aquella hora, cuando ella ya había perdido toda esperanza de hallar algo abierto. Sus labios pintados de rosa primor se curvan en una sonrisa algo arrugada y sus manos, cubiertas con sendas manoplas de lana para protegerse del frío, empujan la puerta de cristales haciendo sonar al momento un manojo de campanillas que cuelga por encima de la hoja.
--...¿Hola?
La señora De la Rosa saluda tímidamente bajo el tintineo cristalino, poniendo un pie en la juguetería con la misma cautela que si se adentrara en otro mundo donde pudiera salirle al paso un dinosaurio como lo más normal. No es que no le gusten las jugueterías, no es eso, lo que ocurre es que no las frecuenta. La verdad es que se le hace raro estar ahí a aquella hora prohibida, cuando los infantes están metidos en sus camas. Y bueno, si ella está ahí es sólo porque quiere comprar el regalo de David, nada más.
Se pregunta si de no ser por ella los tales hermanos Madera tendrían algún cliente atrasado aquella noche. Quizá hay otros padres despistados o demasiado ocupados como ella, quién sabe. Tal vez estos Madera sabían lo que se hacían no cerrando la tienda hoy.
La estancia está envuelta en la calidez color llama procedente de varias lámparas de aceite y velas colocadas aquí y allá. Llena de vida pero desierta, o eso parece. Sombras danzan en las paredes como jugando al escondite cuando baila la trémula la luz, marcando y confundiendo los perfiles de una veintena de muñecos expuestos en hilera en un panel lateral. Naricitas respingonas fundiéndose con mechones de nylon rubio, piernecitas retorcidas y gordezuelas de bebé, o bien esbeltas con medias hasta la rodilla -como en el caso de las muñecas de porcelana-; alguna bailarina que de pronto parece bailar, algún bigote y sobre él un sombrero de ala ancha. Todas estas figuras, sin excepción, parecen estar mirando ahora a la señora De la Rosa en un silencio dorado y expectante sujeto con alfileres.
--¿Hay alguien...?
Algo turbada por aquella danza de luces y sombras sobre ojos de cristal, la clienta tardía se aparta del panel de los muñecos, moviéndose hacia el mostrador en la pared opuesta de la sala. El aire huele a canela, café, resina y libro viejo; también ahora a flores muertas, cuando se aproxima a un florero lleno de pétalos secos que por instantes la distrae de su trayectoria. Uhm, vaya, la señora De la Rosa no ha reparado hasta ahora en que las flores muertas tienen olor... pero claro, por eso, entre otras razones, a lo mejor la gente guarda pétalos entre las páginas de los libros, se dice.
--¿En qué puedo ayudarla?
Distraída contemplando el jarrón, la señora De La Rosa no ha advertido el movimiento a su derecha, ni el rumor de las hileras de cuentecitas chocando al abrirse la cortina justo detrás del mostrador, bajo un cartel que reza «SANATORIO DE MUÑECOS» . Ahora un hombre de pelo blanco y gafitas alargadas la observa con una sonrisa afable, un destello infantil en la mirada bajo las hirsutas y encanecidas cejas.
--¡Oh!--ella da un pequeño saltito por el susto, luego ríe y se siente como una niña tonta a su inconfesable edad--gracias, perdone...--se excusa inmediatamente, cubriéndose la boca--sé que es muy tarde, pero no he podido zafarme del trabajo hasta ahora. Está abierto, ¿verdad?--inquiere, de pronto pensando que quizá se habían dejado el cartelito indicando tal cosa por error.
--Ah, tranquila, no se preocupe, señora. Sí, claro que estamos abiertos--la sonrisa del hombre se amplía desde sus ojos--estamos abiertos toda la noche, siéntase como en su casa.
--Vaya...--algo arrebolada por la inesperadamente amable acogida, la señora De la Rosa sonríe a su vez, como si acabaran de compartir un secreto este hombre y ella. «La víspera de navidad los jugueteros no duermen, señora» pareció que la voz del hombre susurraba, colándose de algún modo en su cabeza--Muchas gracias. No sabe cuánto me alivian sus palabras, realmente.
El hombrecito de pelo blanco se ríe quedamente, lo que achica el borde de sus ojos en un sinfín de arruguitas.
--Oh, me hago a la idea, créame. Acabo de acostar a mi hijo.
La clienta ladea la cabeza, por un momento sin entender muy bien. ¿A qué venía eso? claro, que si era cierto que los jugueteros no dormían la víspera de navidad sería porque ellos sabían cuán importante es la navidad para los niños. Y este hombre además tenía un hijo... vaya, quién lo diría, qué raro. Supone que será un niño pequeño si dice que acaba de acostarle, aunque se le ve un hombre muy mayor ya como para eso, ¿no? Bueno, quizá tal vez habla de un niño adoptado, quién podría saberlo.
--Vaya...--murmura sin saber muy bien qué decir, dejando hablar a la formalidad agradable y algo encorsetada típica, sin manifestar interés más allá pero sin querer parecer maleducada.
--Sí, los niños se duermen tarde esta noche...--el anciano le guiña el ojo a la clienta y se encoge levemente de hombros--es natural. Aquí somos artesanos más que vendedores, ¿comprende? Sabemos bien de qué está hecha la felicidad, por eso estamos abiertos. Pero, bueno, dígame, ¿qué está buscando? Algo para un niño, supongo--sonríe de nuevo con inocente picardía.
--Ah, sí. Para mi hijo.
--Bien. ¿Cómo se llama?--inquiere el hombre.
La señora de La Rosa frunce levemente el ceño. No es que le importe responder a la pregunta, pero no se la esperaba.
--Se llama David. Tiene siete años, casi ocho--añade a modo de información adicional, suponiendo que es bueno dar pistas sobre eso al juguetero. Al fin y al cabo ella no ha pensado mucho en esto hasta llegar allí, pero no entiende muy bien los gustos de su hijo. Tal vez por esa razón ha estado postergando inconscientemente el momento de comprar el regalo y se ha quedado pillada de tiempo al final.
Lo que la Señora de La Rosa no entiende es que a David le gusta jugar con muñecas. Con muñecos y muñecas tan perturbadores como los que la han mirado a ella desde el expositor hace un momento. ¡Y no sólo eso! También su hijo juega a las casitas, las cocinitas y las figuritas de barro, y a muchas otras cosas raras, frecuentemente hablando solo. Toma el té con ricitos de oro, mientras otros chicos de su edad se rompen los dientes jugando a balón prisionero en la calle. Rara vez sale, y se queda hasta las tantas leyendo, A SU EDAD. Se supone que tendría que estar JUGANDO y no LEYENDO, ¿no?
--Y a David, ¿qué le gusta?--inquiere el juguetero antes de sugerir nada, sin saber que metió el dedo en la llaga de las preocupaciones de su clienta con aquella pregunta.
--Bueno...--la señora De la Rosa suspira y desvía la mirada, clavando los ojos por un momento en una flor que descansa bajo una campana de cristal sobre el mostrador, junto a una de las nudosas manos del anciano. Es una rosa de color alegría: roja, un color que podría reír, cantar y gritar. La corola de pétalos tersos se sustenta sobre un tallo anfractuoso y bello en su imperfección, cubierto de espinas recias como garras. «Siempre Viva» se lee en letras grabadas en oro al borde de la campana de cristal. Vaya, esa rosa tan extraña le encantaría a David, no puede evitar pensar la inquieta madre. Pero no, definitivamente algo como eso no le ayudaría a David a defenderse en la vida. David es DIFERENTE, ¿no es eso? no es como los otros niños porque no juega como ellos... ¿verdad? ella, como madre, debe ayudarle a que se parezca a los demás. Porque si le regala un muñeco, o una rosa, a la larga le hará un desgraciado mariquita, y David tendrá problemas por ser diferente a los otros, y le atacarán, y sufrirá. «Mariquita», cómo odia ella esa palabra, sobre todo cuando la oye de labios de su marido para referirse a la conducta de David algunas veces, de cara o de tapadillo-- no tiene videojuegos, ¿verdad? coches de carrera, batallas, lucha callejera, ya sabe.
El anciano juguetero niega con la cabeza.
--Me temo que no, señora. Somos artesanos... lo hacemos todo a mano aquí. No nos sirven proveedores, salvo para la materia prima...--y para eso, para conseguir la mejor materia prima, iban y venían de cierto lugar que el anciano se cuidará mucho de mencionar. Aunque eso es otra historia.
Las manecillas del reloj casi confluyen para dar las doce en punto y, sin embargo, para los Hermanos Madera -jugueteros, carpinteros y libreros de oficio- no existe la hora intempestiva. Y menos en una noche como esta: víspera de navidad, en la que el tiempo es una rueda de trineo impulsada por la fantasía que se evoca, se recuerda, se comparte o a lo peor se contiene.
La ciudad se halla sumida en el silencio helado de la noche, sí, empezando a humedecerse de escarcha. Pero ya sabe el lector que, mientras unos duermen, otros sueñan. Y, entre tanto, otros más caminan sonámbulos bajo la luz de la luna aunque parecen despiertos.
La Señora de la Rosa va apurada, sosteniendo su bolso contra el pecho en alocada carrera. Son las doce de la noche y aún no tiene el regalo de navidad para su único hijo, David. Qué desastre.
Ha sido un auténtico alivio encontrar luz y vida tras los cristales de «Madera: Juguetes y Libros de Ocasión», incluso a aquella hora, cuando ella ya había perdido toda esperanza de hallar algo abierto. Sus labios pintados de rosa primor se curvan en una sonrisa algo arrugada y sus manos, cubiertas con sendas manoplas de lana para protegerse del frío, empujan la puerta de cristales haciendo sonar al momento un manojo de campanillas que cuelga por encima de la hoja.
--...¿Hola?
La señora De la Rosa saluda tímidamente bajo el tintineo cristalino, poniendo un pie en la juguetería con la misma cautela que si se adentrara en otro mundo donde pudiera salirle al paso un dinosaurio como lo más normal. No es que no le gusten las jugueterías, no es eso, lo que ocurre es que no las frecuenta. La verdad es que se le hace raro estar ahí a aquella hora prohibida, cuando los infantes están metidos en sus camas. Y bueno, si ella está ahí es sólo porque quiere comprar el regalo de David, nada más.
Se pregunta si de no ser por ella los tales hermanos Madera tendrían algún cliente atrasado aquella noche. Quizá hay otros padres despistados o demasiado ocupados como ella, quién sabe. Tal vez estos Madera sabían lo que se hacían no cerrando la tienda hoy.
La estancia está envuelta en la calidez color llama procedente de varias lámparas de aceite y velas colocadas aquí y allá. Llena de vida pero desierta, o eso parece. Sombras danzan en las paredes como jugando al escondite cuando baila la trémula la luz, marcando y confundiendo los perfiles de una veintena de muñecos expuestos en hilera en un panel lateral. Naricitas respingonas fundiéndose con mechones de nylon rubio, piernecitas retorcidas y gordezuelas de bebé, o bien esbeltas con medias hasta la rodilla -como en el caso de las muñecas de porcelana-; alguna bailarina que de pronto parece bailar, algún bigote y sobre él un sombrero de ala ancha. Todas estas figuras, sin excepción, parecen estar mirando ahora a la señora De la Rosa en un silencio dorado y expectante sujeto con alfileres.
--¿Hay alguien...?
Algo turbada por aquella danza de luces y sombras sobre ojos de cristal, la clienta tardía se aparta del panel de los muñecos, moviéndose hacia el mostrador en la pared opuesta de la sala. El aire huele a canela, café, resina y libro viejo; también ahora a flores muertas, cuando se aproxima a un florero lleno de pétalos secos que por instantes la distrae de su trayectoria. Uhm, vaya, la señora De la Rosa no ha reparado hasta ahora en que las flores muertas tienen olor... pero claro, por eso, entre otras razones, a lo mejor la gente guarda pétalos entre las páginas de los libros, se dice.
--¿En qué puedo ayudarla?
Distraída contemplando el jarrón, la señora De La Rosa no ha advertido el movimiento a su derecha, ni el rumor de las hileras de cuentecitas chocando al abrirse la cortina justo detrás del mostrador, bajo un cartel que reza «SANATORIO DE MUÑECOS» . Ahora un hombre de pelo blanco y gafitas alargadas la observa con una sonrisa afable, un destello infantil en la mirada bajo las hirsutas y encanecidas cejas.
--¡Oh!--ella da un pequeño saltito por el susto, luego ríe y se siente como una niña tonta a su inconfesable edad--gracias, perdone...--se excusa inmediatamente, cubriéndose la boca--sé que es muy tarde, pero no he podido zafarme del trabajo hasta ahora. Está abierto, ¿verdad?--inquiere, de pronto pensando que quizá se habían dejado el cartelito indicando tal cosa por error.
--Ah, tranquila, no se preocupe, señora. Sí, claro que estamos abiertos--la sonrisa del hombre se amplía desde sus ojos--estamos abiertos toda la noche, siéntase como en su casa.
--Vaya...--algo arrebolada por la inesperadamente amable acogida, la señora De la Rosa sonríe a su vez, como si acabaran de compartir un secreto este hombre y ella. «La víspera de navidad los jugueteros no duermen, señora» pareció que la voz del hombre susurraba, colándose de algún modo en su cabeza--Muchas gracias. No sabe cuánto me alivian sus palabras, realmente.
El hombrecito de pelo blanco se ríe quedamente, lo que achica el borde de sus ojos en un sinfín de arruguitas.
--Oh, me hago a la idea, créame. Acabo de acostar a mi hijo.
La clienta ladea la cabeza, por un momento sin entender muy bien. ¿A qué venía eso? claro, que si era cierto que los jugueteros no dormían la víspera de navidad sería porque ellos sabían cuán importante es la navidad para los niños. Y este hombre además tenía un hijo... vaya, quién lo diría, qué raro. Supone que será un niño pequeño si dice que acaba de acostarle, aunque se le ve un hombre muy mayor ya como para eso, ¿no? Bueno, quizá tal vez habla de un niño adoptado, quién podría saberlo.
--Vaya...--murmura sin saber muy bien qué decir, dejando hablar a la formalidad agradable y algo encorsetada típica, sin manifestar interés más allá pero sin querer parecer maleducada.
--Sí, los niños se duermen tarde esta noche...--el anciano le guiña el ojo a la clienta y se encoge levemente de hombros--es natural. Aquí somos artesanos más que vendedores, ¿comprende? Sabemos bien de qué está hecha la felicidad, por eso estamos abiertos. Pero, bueno, dígame, ¿qué está buscando? Algo para un niño, supongo--sonríe de nuevo con inocente picardía.
--Ah, sí. Para mi hijo.
--Bien. ¿Cómo se llama?--inquiere el hombre.
La señora de La Rosa frunce levemente el ceño. No es que le importe responder a la pregunta, pero no se la esperaba.
--Se llama David. Tiene siete años, casi ocho--añade a modo de información adicional, suponiendo que es bueno dar pistas sobre eso al juguetero. Al fin y al cabo ella no ha pensado mucho en esto hasta llegar allí, pero no entiende muy bien los gustos de su hijo. Tal vez por esa razón ha estado postergando inconscientemente el momento de comprar el regalo y se ha quedado pillada de tiempo al final.
Lo que la Señora de La Rosa no entiende es que a David le gusta jugar con muñecas. Con muñecos y muñecas tan perturbadores como los que la han mirado a ella desde el expositor hace un momento. ¡Y no sólo eso! También su hijo juega a las casitas, las cocinitas y las figuritas de barro, y a muchas otras cosas raras, frecuentemente hablando solo. Toma el té con ricitos de oro, mientras otros chicos de su edad se rompen los dientes jugando a balón prisionero en la calle. Rara vez sale, y se queda hasta las tantas leyendo, A SU EDAD. Se supone que tendría que estar JUGANDO y no LEYENDO, ¿no?
--Y a David, ¿qué le gusta?--inquiere el juguetero antes de sugerir nada, sin saber que metió el dedo en la llaga de las preocupaciones de su clienta con aquella pregunta.
--Bueno...--la señora De la Rosa suspira y desvía la mirada, clavando los ojos por un momento en una flor que descansa bajo una campana de cristal sobre el mostrador, junto a una de las nudosas manos del anciano. Es una rosa de color alegría: roja, un color que podría reír, cantar y gritar. La corola de pétalos tersos se sustenta sobre un tallo anfractuoso y bello en su imperfección, cubierto de espinas recias como garras. «Siempre Viva» se lee en letras grabadas en oro al borde de la campana de cristal. Vaya, esa rosa tan extraña le encantaría a David, no puede evitar pensar la inquieta madre. Pero no, definitivamente algo como eso no le ayudaría a David a defenderse en la vida. David es DIFERENTE, ¿no es eso? no es como los otros niños porque no juega como ellos... ¿verdad? ella, como madre, debe ayudarle a que se parezca a los demás. Porque si le regala un muñeco, o una rosa, a la larga le hará un desgraciado mariquita, y David tendrá problemas por ser diferente a los otros, y le atacarán, y sufrirá. «Mariquita», cómo odia ella esa palabra, sobre todo cuando la oye de labios de su marido para referirse a la conducta de David algunas veces, de cara o de tapadillo-- no tiene videojuegos, ¿verdad? coches de carrera, batallas, lucha callejera, ya sabe.
El anciano juguetero niega con la cabeza.
--Me temo que no, señora. Somos artesanos... lo hacemos todo a mano aquí. No nos sirven proveedores, salvo para la materia prima...--y para eso, para conseguir la mejor materia prima, iban y venían de cierto lugar que el anciano se cuidará mucho de mencionar. Aunque eso es otra historia.
--Oh, entiendo, claro--la señora de La Rosa permanece pensativa unos instantes, mirando a su alrededor. Caballitos de madera, gatitos de peluche, disfraces de múltiples diseños con tejidos de lentejuelas en mil colores... no, definitivamente un traje de sirena no ayudaría a David a parecerse a sus semejantes-- y...¿fabrican armas? ¡no digo armas de verdad, ya me entiende!--se apresura a aclarar, porque de pronto le sonó inexplicablemente ruda su petición--armas de juguete, claro. De esas que sólo... «parecen» de verdad.
--¿Armas?--Las cejas del juguetero confluyen ahora en un pronunciado pliegue sobre el puente de su nariz--¿armas de fuego, dice? No existen las armas de juguete, señora.
La clienta pasa el peso de su cuerpo de un pie a otro sobre sus zapatitos de tacón, levemente incomoda ahora. No debería hablar de armas en una juguetería... ¿no es eso?
--Sí. Bueno, no. No de fuego de verdad, sólo...
--Ya, ya. Sólo que parezcan de verdad, sí. Dígame, ¿a David le gustan las armas?
--En realidad no.
El breve silencio que les envuelve tras esta lapidaria respuesta es roto en cuestión de instantes por la carcajada del anciano.
--Pero bueno, David mató a Goliat con una onda, señora, ¿por qué narices va a regalarle una pistola por navidad?
Ella no puede evitar contagiarse por la risa del hombre y sonríe algo azorada.
--Tiene razón.
--Y encima no le gustan--el anciano sigue riendo y sacudiendo la cabeza como si ella le hubiera contado un buen chiste.
--Es verdad. Soy una madre terrible...--murmura la clienta, sin dejar de sonreír, aunque su mirada se ha ensombrecido a la luz de las lámparas.
--Por favor, no diga eso. Es usted una madre estupenda. Ha venido aquí a media noche buscando el mejor regalo para su hijo y eso es lo que vamos a encontrar--sonríe el anciano--Estoy aquí para ayudarla. Es bueno si a David no le gustan las armas...--añade tras una breve pausa, ahora más serio-- Las armas matan. Los juguetes... son todo lo contrario. Son para hacer sonreír a la gente, y están vivos, ¿sabe?
La clienta sonríe, interpretando la última frase como un canto metafórico de amor que diría un juguetero artesano. Aquel hombre seguro que amaba su trabajo, se le notaba en los ojos que se le iluminaban al hablar, y en las encallecidas manos modeladas para acariciar mariposas, para acoger lo más delicado en la amplia palma áspera de tanto lijar madera. Claro, qué va a decir un juguetero enamorado sino que todas sus criaturas están vivas... es lo mismo que podría decir un escritor de sus personajes, o un lector, o, ¡claro, lo mismo que un niño diría de SUS propios juguetes! Sí.
Si David mató a Goliat con una onda, quizá los nombres son importantes en esto y ella no se ha dado cuenta. O tal vez eso de los nombres sea una tontería. Tal vez los nombres no son realmente importantes, pero quizá hay más cosas sobre David que ella desconoce, o que simplemente ha pasado por encima por no entenderlas. ¿Y qué tiene ella que entender, al fin y al cabo? Los juguetes son importantes porque jugar es importante y, según eso, ella no tendría que meterse en cómo juega David, pues el chico desde luego no hace daño a nadie.
--¿Armas?--Las cejas del juguetero confluyen ahora en un pronunciado pliegue sobre el puente de su nariz--¿armas de fuego, dice? No existen las armas de juguete, señora.
La clienta pasa el peso de su cuerpo de un pie a otro sobre sus zapatitos de tacón, levemente incomoda ahora. No debería hablar de armas en una juguetería... ¿no es eso?
--Sí. Bueno, no. No de fuego de verdad, sólo...
--Ya, ya. Sólo que parezcan de verdad, sí. Dígame, ¿a David le gustan las armas?
--En realidad no.
El breve silencio que les envuelve tras esta lapidaria respuesta es roto en cuestión de instantes por la carcajada del anciano.
--Pero bueno, David mató a Goliat con una onda, señora, ¿por qué narices va a regalarle una pistola por navidad?
Ella no puede evitar contagiarse por la risa del hombre y sonríe algo azorada.
--Tiene razón.
--Y encima no le gustan--el anciano sigue riendo y sacudiendo la cabeza como si ella le hubiera contado un buen chiste.
--Es verdad. Soy una madre terrible...--murmura la clienta, sin dejar de sonreír, aunque su mirada se ha ensombrecido a la luz de las lámparas.
--Por favor, no diga eso. Es usted una madre estupenda. Ha venido aquí a media noche buscando el mejor regalo para su hijo y eso es lo que vamos a encontrar--sonríe el anciano--Estoy aquí para ayudarla. Es bueno si a David no le gustan las armas...--añade tras una breve pausa, ahora más serio-- Las armas matan. Los juguetes... son todo lo contrario. Son para hacer sonreír a la gente, y están vivos, ¿sabe?
La clienta sonríe, interpretando la última frase como un canto metafórico de amor que diría un juguetero artesano. Aquel hombre seguro que amaba su trabajo, se le notaba en los ojos que se le iluminaban al hablar, y en las encallecidas manos modeladas para acariciar mariposas, para acoger lo más delicado en la amplia palma áspera de tanto lijar madera. Claro, qué va a decir un juguetero enamorado sino que todas sus criaturas están vivas... es lo mismo que podría decir un escritor de sus personajes, o un lector, o, ¡claro, lo mismo que un niño diría de SUS propios juguetes! Sí.
Si David mató a Goliat con una onda, quizá los nombres son importantes en esto y ella no se ha dado cuenta. O tal vez eso de los nombres sea una tontería. Tal vez los nombres no son realmente importantes, pero quizá hay más cosas sobre David que ella desconoce, o que simplemente ha pasado por encima por no entenderlas. ¿Y qué tiene ella que entender, al fin y al cabo? Los juguetes son importantes porque jugar es importante y, según eso, ella no tendría que meterse en cómo juega David, pues el chico desde luego no hace daño a nadie.
--A mi hijo le gusta jugar con muñecas y ponerse trajes de niña--lo suelta de pronto, lo escupe sobre la mesa como una bola de espino volando al viento en un camino polvoriento del Lejano Oeste.
--Oh. En eso puedo ayudarla, creo.
--Pero... no está bien que un niño... ya sabe. No es...--el tono de voz de la clienta se va adelgazando a medida que ella misma siente que su discurso pierde fuerza--No es muy normal, ¿verdad?
--¿Normal?--el anciano ríe para sus adentros--¿Es que acaso usted y yo somos normales?
En ese momento se escuchan ruidos de cacharrería al otro lado de la cortina de cuentas, como si alguien hubiera derribado una estantería cargada de utensilios allí donde decía «sanatorio de muñecas»
--¡Maldito seas, piel verde! ¡Controla a tu caballo!--se oye una voz airada y grave al otro lado de la cortina--Te prometo que como se vuelva a salir le pego un tiro.
El anciano niega con la cabeza detrás del mostrador mientras escucha la algarabía.
--Es mi hermano Karl. Discúlpele, es librero. Está algo tenso últimamente.
--¡QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ!
De pronto se escucha alto y claro el piafar de un caballo y ruido de cascos al otro lado de la cortina.
--¿De verdad hay un caballo ahí dentro?--la señora De la Rosa no puede evitar ponerse de puntillas y estirar el cuello para atisbar tras las hileras de cuentas que ahora se agitan con un suave vaivén.
--Oh, bueno, no sé. Ahí dentro hay muchas cosas... no le de importancia.
En ese momento, las cortinita casi sale volando para dar paso a un hombre también mayor, más o menos de la misma edad que el que atiende a la señora de La Rosa. Sus facciones están contraídas en una mueca de enfado que le hace parecer un buldog apunto de pegar un mordisco; mofletes carnosos tiemblan por la ira, y unas gafitas de concha enmarcadas en oro resbalan peligrosamente hasta la punta de su bulbosa nariz.
--Y usted, señora. Si permite que su hijo juegue con muñecas va a hacer de él un maricón, ya no digamos si le compra vestiditos...--farfulla el recién llegado como si hubiera estado pegando oreja a la conversación. Es lo que ha estado haciendo todo el tiempo, de hecho.
--Karl, por favor.
--Es verdad--insiste el buldog, ya saliendo de la trastienda y colocándose junto a su hermano, a punto de reventar el chaleco de flores que lleva bajo la bata de terciopelo--los niños DE HOY EN DÍA no van por ahí vestidos de princesa, ni canturreando cancioncitas, ni haciendo pasteles de barro. Los niños DE HOY EN DÍA juegan a las canicas, a los coches y a las GUERRAS--eleva la voz y marca la última palabra con vehemencia-- Si su hijo no juega a eso, le irá mal.
La señora de La Rosa mira a uno y a otro hermano estupefacta como si fueran dos fantasmas en un sueño. De pronto la situación le resulta rocambolesca en este último giro, igual que el diálogo entre ambos hermanos, por no mencionar que al parecer guardan un caballo en la trastienda minúscula.
--Disculpe a mi hermano, por favor--reitera el primer anciano que atendía a la clienta--está algo cansado y ha tomado demasiado café. Seguramente podrá recomendarle algún libro, no obstante...
No perdían oportunidad estos hermanos para vender, eso desde luego.
--Hm, los libros que yo tengo son especial-...
--Sí, sí...--el primer anciano corta al segundo que entró después y le palmea el hombro como si hablara con un niño ofuscado--especiales, sí. Peligrosos, eso ya lo has dicho otras veces.
--Pero es verdad...
--Oh. En eso puedo ayudarla, creo.
--Pero... no está bien que un niño... ya sabe. No es...--el tono de voz de la clienta se va adelgazando a medida que ella misma siente que su discurso pierde fuerza--No es muy normal, ¿verdad?
--¿Normal?--el anciano ríe para sus adentros--¿Es que acaso usted y yo somos normales?
En ese momento se escuchan ruidos de cacharrería al otro lado de la cortina de cuentas, como si alguien hubiera derribado una estantería cargada de utensilios allí donde decía «sanatorio de muñecas»
--¡Maldito seas, piel verde! ¡Controla a tu caballo!--se oye una voz airada y grave al otro lado de la cortina--Te prometo que como se vuelva a salir le pego un tiro.
El anciano niega con la cabeza detrás del mostrador mientras escucha la algarabía.
--Es mi hermano Karl. Discúlpele, es librero. Está algo tenso últimamente.
--¡QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ!
De pronto se escucha alto y claro el piafar de un caballo y ruido de cascos al otro lado de la cortina.
--¿De verdad hay un caballo ahí dentro?--la señora De la Rosa no puede evitar ponerse de puntillas y estirar el cuello para atisbar tras las hileras de cuentas que ahora se agitan con un suave vaivén.
--Oh, bueno, no sé. Ahí dentro hay muchas cosas... no le de importancia.
En ese momento, las cortinita casi sale volando para dar paso a un hombre también mayor, más o menos de la misma edad que el que atiende a la señora de La Rosa. Sus facciones están contraídas en una mueca de enfado que le hace parecer un buldog apunto de pegar un mordisco; mofletes carnosos tiemblan por la ira, y unas gafitas de concha enmarcadas en oro resbalan peligrosamente hasta la punta de su bulbosa nariz.
--Y usted, señora. Si permite que su hijo juegue con muñecas va a hacer de él un maricón, ya no digamos si le compra vestiditos...--farfulla el recién llegado como si hubiera estado pegando oreja a la conversación. Es lo que ha estado haciendo todo el tiempo, de hecho.
--Karl, por favor.
--Es verdad--insiste el buldog, ya saliendo de la trastienda y colocándose junto a su hermano, a punto de reventar el chaleco de flores que lleva bajo la bata de terciopelo--los niños DE HOY EN DÍA no van por ahí vestidos de princesa, ni canturreando cancioncitas, ni haciendo pasteles de barro. Los niños DE HOY EN DÍA juegan a las canicas, a los coches y a las GUERRAS--eleva la voz y marca la última palabra con vehemencia-- Si su hijo no juega a eso, le irá mal.
La señora de La Rosa mira a uno y a otro hermano estupefacta como si fueran dos fantasmas en un sueño. De pronto la situación le resulta rocambolesca en este último giro, igual que el diálogo entre ambos hermanos, por no mencionar que al parecer guardan un caballo en la trastienda minúscula.
--Disculpe a mi hermano, por favor--reitera el primer anciano que atendía a la clienta--está algo cansado y ha tomado demasiado café. Seguramente podrá recomendarle algún libro, no obstante...
No perdían oportunidad estos hermanos para vender, eso desde luego.
--Hm, los libros que yo tengo son especial-...
--Sí, sí...--el primer anciano corta al segundo que entró después y le palmea el hombro como si hablara con un niño ofuscado--especiales, sí. Peligrosos, eso ya lo has dicho otras veces.
--Pero es verdad...
--Karl. Vamos, ¿no te das cuenta de que asustas a los clientes...? Discúlpeme--el primer hermano se gira hacia la clienta, al tiempo que rodea con un brazo los hombros del librero y suavemente le conduce otra vez tras la puerta de cuentas--no debes dejar de vigilarlo ahora, vamos, Karl. Sólo por esta noche, deja en paz a la gente, ¿sí?
Mientras el juguetero se lleva de nuevo a su hermano a la trastienda, la señora De La Rosa pasea la mirada por la sala. Ahora la juguetería parece tener un aspecto distinto después de la extraña conversación, más «hogareño» ,casi como si no fuera la primera vez que ella está ahí. Despacio, despega un pie del suelo, luego otro, y camina la distancia que le separa del mundo de muselina y tul de esos disfraces entre los que ahora, de pronto, quiere perderse.
Contrariamente a lo que imaginaba, no huele a naftalina entre los trajes sino a ¿fiesta? Es extraño, nunca ha olido nada como aquello. La risa olería como esos trajes si tuviera olor. Quizá el anciano juguetero tenía razón cuando dijo que ellos sabían de qué estaba hecha la felicidad... quizá la felicidad está hecha de momentos; momentos que inevitablemente han quedado prendidos de las lentejuelas de aquellos trajes, junto a la ilusión del que las cosió. Ah... tantas preguntas... y es tan tarde. Sin pensárselo dos veces ha agarrado un vestido color azul cielo, del mismo tono azul que los ojos de David.
--¿Señora?
Da un pequeño respingo al oír de nuevo la voz del anciano y sale de entre los trajes, sujetando el vestido azul con ambas manos.
--Oh, sin duda es un traje precioso. Ese se lo regalo, si quiere, lo diseñó mi prima. Puedo ir envolviéndoselo mientras piensa qué regalo llevarle a su hijo. Ya me entiende, el vestido le encantará, pero usted venía a por EL MEJOR regalo para David, y, bueno, debemos dedicarle tiempo a esa elección. ¿Puedo ofrecerle un café?--dice mientras se mueve alegremente hacia un rollo de papel dorado para envolver regalos y tira de él a fin de extraer un pliego--o té, si lo prefiere.
La señora De La Rosa se acerca de nuevo al mostrador, con el vestido aferrado contra el pecho por encima de su bolso, mirando alternativamente al juguetero y a la flor «siempre viva» bajo la campana de cristal. Sonríe. Sabe que encontrará el regalo perfecto, y que no será una pistola de esas que parecen de verdad.
--¿Sabe? creo que tal vez su David se llevaría muy bien con mi hijo. Por favor, siéntese--el juguetero acerca dos sillas junto al mostrador para hablar tranquilamente con ella y charlar sobre ilusiones--puede llamarme Gepetto.
Mientras el juguetero se lleva de nuevo a su hermano a la trastienda, la señora De La Rosa pasea la mirada por la sala. Ahora la juguetería parece tener un aspecto distinto después de la extraña conversación, más «hogareño» ,casi como si no fuera la primera vez que ella está ahí. Despacio, despega un pie del suelo, luego otro, y camina la distancia que le separa del mundo de muselina y tul de esos disfraces entre los que ahora, de pronto, quiere perderse.
Contrariamente a lo que imaginaba, no huele a naftalina entre los trajes sino a ¿fiesta? Es extraño, nunca ha olido nada como aquello. La risa olería como esos trajes si tuviera olor. Quizá el anciano juguetero tenía razón cuando dijo que ellos sabían de qué estaba hecha la felicidad... quizá la felicidad está hecha de momentos; momentos que inevitablemente han quedado prendidos de las lentejuelas de aquellos trajes, junto a la ilusión del que las cosió. Ah... tantas preguntas... y es tan tarde. Sin pensárselo dos veces ha agarrado un vestido color azul cielo, del mismo tono azul que los ojos de David.
--¿Señora?
Da un pequeño respingo al oír de nuevo la voz del anciano y sale de entre los trajes, sujetando el vestido azul con ambas manos.
--Oh, sin duda es un traje precioso. Ese se lo regalo, si quiere, lo diseñó mi prima. Puedo ir envolviéndoselo mientras piensa qué regalo llevarle a su hijo. Ya me entiende, el vestido le encantará, pero usted venía a por EL MEJOR regalo para David, y, bueno, debemos dedicarle tiempo a esa elección. ¿Puedo ofrecerle un café?--dice mientras se mueve alegremente hacia un rollo de papel dorado para envolver regalos y tira de él a fin de extraer un pliego--o té, si lo prefiere.
La señora De La Rosa se acerca de nuevo al mostrador, con el vestido aferrado contra el pecho por encima de su bolso, mirando alternativamente al juguetero y a la flor «siempre viva» bajo la campana de cristal. Sonríe. Sabe que encontrará el regalo perfecto, y que no será una pistola de esas que parecen de verdad.
--¿Sabe? creo que tal vez su David se llevaría muy bien con mi hijo. Por favor, siéntese--el juguetero acerca dos sillas junto al mostrador para hablar tranquilamente con ella y charlar sobre ilusiones--puede llamarme Gepetto.